“De Cuba hay que irse, aunque sea a nado”, me dice categórico un joven, amigo de un amigo, con quien coincidí semanas atrás en Santiago de Cuba. Estamos en casa de mi amigo, a la que hemos llegado por motivos distintos ―yo, para hacer una visita después de tres años sin ir a aquella ciudad; él, para llevar un “mandado”, que, según supe luego, era un dinero enviado por otro amigo desde “afuera”― y, café mediante, el diálogo toma casi inevitablemente el cauce más común de muchas conversaciones en los últimos tiempos en la Isla: el de los miles de cubanos que están saliendo del país mes tras mes, semana tras semana, para intentar llegar a los Estados Unidos.
“Locura es quedarse”, replica el joven cuando mi amigo, más cauto y reflexivo, comenta que le parece “una locura” que tantas personas se lancen al mar o atraviesen selvas, incluso con niños pequeños, y que arriesguen sus vidas y gasten miles de dólares sin tener ninguna seguridad de que lograrán su propósito. “Es que esto no hay quién lo aguante ni quien lo arregle ―se explica―, y mucha gente no está para seguir pasando trabajo y haciendo colas toda su vida. No sé ustedes, pero yo ya tengo reunido casi todo el dinero, y en cuanto lo tenga todo amarrado arranco de aquí, aunque sea para Groenlandia”. “Mira que este es periodista y te va a sacar en un reportaje”, le advierte mi amigo en tono de broma. “Pues que me saque ―le responde el otro―, y que me avise por WhatsApp, porque con suerte espero estar fuera de Cuba para entonces”.
Pienso en el joven, cuyo nombre nunca llegué a saber ―mi amigo me lo presentó como “un socio”―, cuando hace apenas unos días el tema de la emigración masiva vuelve a emerger en una conversación, esta vez en la cola para comprar papas en el mercadito del barrio. La cola avanza con lentitud, como si transcurriera en una cápsula de cristal en la que la vida marchase en cámara lenta, y los resignados aspirantes a compradores hacen tiempo escondiéndose del sol y cotilleando con otros aspirantes a compradores. La partida del hijo de una vecina que ahora mismo no está en la cola, da pie a un debate delante de mí, en el que unos compadecen a la madre, otros apoyan que el muchacho ―según dicen, se fue junto a varios amigos― haya dado “el brinco”, y otros lamentan que “la situación” esté llevando a muchos a tomar ese camino.
“Yo no sé hasta dónde va a llegar este país si se sigue yendo tanta gente”, se queja una mujer que va delante de otra mujer que va delante de mí, y que conversa con esta y otros vecinos debajo de un pequeño balcón. “A este paso, solo vamos a quedar los viejos, los bobos y los que no tienen cómo levantar el vuelo”, añade visiblemente preocupada. “Yo, con los viejos no estaría tan seguro”, le responde un hombre con picardía, para casi enseguida recuperar la seriedad: “Una prima de mi mujer, que ya tiene como 70 años, se fue por México con el marido, que es incluso mayor, para reunirse con los hijos, y ya entraron el otro día. Y un conocido mío, también de más de 60, salió por Nicaragua con la hija, el yerno y los dos nietos. Tenía tremenda casa y creo que incluso estaba por jubilarse, pero no se quedó a esperar la chequera”.
“De Cuba siempre se ha ido gente, y más cuando las cosas se han puesto malas, ¿o no se acuerdan de lo que pasó en los 90?”, interviene otra mujer, que está unos pocos turnos adelante, pero que se ha sumado al grupo mientras vigila de reojo el quelónico movimiento de la cola. “Pero, igual siempre hay otra gente que decide quedarse. Yo misma no pienso irme, a pesar de todos los problemas que hay, que no los niego. Pero es que yo crecí y estudié aquí, aquí hice mi familia, aquí trabajo en lo que me gusta, y sé que en otro lugar no me voy a sentir igual. Las veces que he salido, no es que la haya pasado mal, pero al final siempre estoy loca por volver ―se explica―. Así que el que se quiera ir, no lo critico: es su decisión, es su vida. Pero yo, la verdad, no podría”.
***
Entre aquella conversación en la casa de mi amigo, en Santiago, y el debate del que soy testigo en la interminable cola de las papas, muchas otras veces dialogo o escucho sobre la cuestión migratoria, en la calle o en una parada de guaguas, por chat o en el insuperable ―humana y periodísticamente hablando― tête à tête, en conversaciones con otros amigos y familiares o hablando con desconocidos ya con este trabajo en mente. Lo hago en un momento en el que las noticias y rumores sobre el tema son prácticamente el pan de cada día, en el que jornada tras jornada se sabe de alguien que se fue ―siempre, o casi siempre, a los Estados Unidos―, o que llegó, o que no llegó: que fue detenido, o repatriado, o que, penosamente, perdió la vida en el intento.
Se trata de un contexto en el que se ha informado oficialmente que unos 115 mil cubanos han entrado en los últimos siete meses a territorio estadounidense, en el que un millar han sido devueltos a la Isla desde México este año y otros tantos han regresado en barcos de la Guardia Costera norteamericana luego de ser rescatados en alta mar, no pocos de ellos tras zozobrar sus precarias embarcaciones. Un contexto en el que Washington reabrió finalmente, aunque todavía de manera limitada, sus servicios consulares en La Habana y anunció otras medidas hacia Cuba; en el que las autoridades cubanas han vuelto a responsabilizar a sus pares estadounidenses por el actual flujo de migrantes y a acusarlas de incumplir los acuerdos bilaterales; y en el que, incluso, ambas partes han regresado a la mesa de diálogo, mientras la Administración Biden puja por dar marcha atrás a las políticas migratorias de Trump y ha agilizado la entrada de los cubanos que arriban a la frontera, una ventana que muchos han procurado aprovechar.
Sigue incrementándose la llegada de cubanos a territorio de Estados Unidos
Estoy otra vez en Santiago, en el parque de la Alameda, un par de días después de la visita a casa de mi amigo. Comparto ahora con otras amistades, una pareja, orgullosos y agotados padres de un torbellino de tres años, del que me dejan a cargo unos minutos, o más bien persiguiéndolo por todo el lugar, intentando seguirle el ritmo aciclonado a mi recién conocido “sobrino”, que lo mismo corre en línea recta que dobla alrededor de los canteros y los bancos con la aceleración de un auto de Fórmula 1. Cuando por fin lo atrapo, lo cargo como puedo hasta un banco para intentar recuperar el aliento, y no puedo evitar oír a dos hombres que conversan en el banco de al lado. Intentan, supongo, no alzar mucho la voz, aunque no lo suficiente para impedir que los escuche.
“No estés pensando tanto que estas cosas hay que hacerlas en caliente, y ahora mismo hay chance ―le dice uno al otro―. Si el problema es que te falta dinero, yo te lo puedo prestar y luego allá nos arreglamos. Pero los pasajes hay que mandar a comprarlos ya, que están que vuelan”. “No sé, nagüe ―responde el segundo―, hay algo ahí que no me da la cuenta, ¿y si después las cosas se complican por el camino?” “Asere, ¿cuál es el miedo? ―riposta el primero― ¿tú no eras el que decías que estabas loco por pirarte? Mira, ya mi familia tiene cuadrado lo del coyote y se pone para los pasajes en cuanto yo le diga, pero no podemos ‘momiarnos’ que nos quedamos en esa”. “¿Y qué hago con mi mujer y con mi hija?, porque para ellas no me da la plata”, acota el indeciso. “Pues no sé, man ―le contesta el otro―, habla con tu mujer, piensen bien las cosas, porque yo sí no puedo ayudarte con eso. Ojalá pudiera, pero no. Igual puedes irte tú y sacarlas más adelante, si así les cuadra. Pero habla eso ya y dime, para saber qué hago”.
De vuelta con mis amigos, tras otra ronda de persecución al bólido infantil, les comento lo que alcancé a escuchar mientras descansaba. “Sí ―me dice él―, aquí hay muchos así, cuadrando las cosas a la carrera, vendiendo hasta lo que no tienen, porque dicen que ahora mismo están dejando entrar a todo el mundo y la gente está tratando de aprovechar. En mi barrio hay unos cuantos en esa historia, que han vendido la casa, el carro, todos los equipos, y hasta se han endeudado para irse”. “Es que hacen falta como 10 mil dólares por persona, según se dice ―acota ella―, ¿te imaginas? ¿de dónde tú sacas 10 mil dólares de un día para otro, o más si te vas con la familia? Nosotros mismos, si quisiéramos irnos, no podríamos, a menos que vendiéramos la casa, y creo que ni así, porque los precios han empezado a bajar con tanta oferta”.
La ruta migratoria centroamericana: testimonio de una migrante cubana (I)
***
Al menos mis amigos santiagueros, según me afirman, no tienen planes de marcharse de Cuba, y mucho menos de manera irregular. “Irse a ver los volcanes”, como se le conoce popularmente a la ruta migratoria desde Nicaragua ―la más empleada desde que ese país eliminó el requerimiento de visado para los cubanos―, les parece una vía demasiado arriesgada e insegura para cualquier persona, y aún más si la travesía involucra a niños. “Para uno, que es adulto, debe ser bien duro, imagínate con un niño”, me dice él, y habla de varios conocidos que han tomado ese camino en los últimos meses y “cuentan horrores”. “Y el mar es todavía peor ―añade―. Un piquete del barrio se fue por Villa Clara y se les viró la lancha llegando a las Bahamas. Se pasaron no sé cuántas horas en el agua hasta que los rescataron y los viraron para acá, pero hubo dos que nunca aparecieron. Y así hay gente que se lleva a los hijos de esa manera.”
Con ellos coincide otra amiga, esta de La Habana, quien me asegura que “como madre, nunca haría algo así”. A ella, me dice, “no le cabe en la cabeza” que existan mujeres que pongan en peligro la vida de sus hijos “en un viaje de esos”, “sin tener ni idea de lo que pueda pasar”. “Cada cual sabe lo que hace ―recalca―, pero yo no puedo ni imaginar que al niño le pase algo por mi culpa. Si luego, cuando crezca, decide irse, ya esa es cosa suya, pero mientras yo lo mantenga, él no se va de Cuba, al menos no así”.
En su decisión de seguir en la Isla, además de los peligros de un viaje irregular, también influyen la edad y la salud de sus padres, un motivo que lleva a no pocos cubanos a quedarse “a pesar de los pesares”. “Imagínate, ya son más de 70 y unos cuantos achaques, y, aunque todavía se defiendan, por ley de la vida no se van a poner más fuertes ―señala―. ¿Quién se va a ocupar de ellos si, Dios no lo quiera, se rompen un hueso o caen en cama por cualquier otra causa? ¿O si empieza a fallarle la mente, que ya de vez en cuando les pasa? ¿Mi hermano, allá en Estados Unidos, que tiene sus propios problemas y que ya bastante hace con la ayuda que nos manda? ¿O sus hermanos, mis tíos, que son tan o más viejos que ellos y que también padecen de mil enfermedades? Qué va, así no puedo ni pensar en irme de aquí, ni aunque sea legal”.
A diferencia de lo que opina mi amiga, los hijos y los padres son para otras personas con las que converso del tema, una motivación para abandonar la Isla. “Desde allá los puedo ayudar más”, me dice un vendedor ambulante con el que hablo en un recorrido días atrás por La Habana. “Con el dinero que empiece a mandarle en cuanto pueda, van a poder vivir mejor aquí, o en realidad menos mal, hasta que me los pueda llevar de alguna manera”, agrega el hombre, quien asegura alegrarse de que el gobierno estadounidense empiece a procesar más visas en La Habana, aunque él y miles de cubanos más no tengan esa carta en la mano ahora mismo para poder emigrar. Su opción, entonces, es “subir por Centroamérica y rezar para que todo salga bien”.
“Por el bien” de sus hijos se iría también Marcos, quien afirma que sus planes para marcharse del país persiguen, más que nada, “darles un futuro” para que no tengan que experimentar por mucho tiempo las carencias y dificultades crónicas de la Isla. No obstante, reconoce que, “por ahora”, no se embarcaría con ellos en una travesía irregular ni tampoco planea hacerlo él por su cuenta, por lo que sus empeños están centrados, como los de muchos jóvenes, en obtener una beca, una maestría o un contrato de trabajo que le permita viajar junto a su esposa y sus niños, “aunque tenga que pagar para conseguirlo”. “Ya estoy en eso”, me dice sin darme más pistas “porque en silencio ha tenido que ser y hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”.
Una joven, que prefiere no decirme su nombre y con la que converso varias semanas antes, apenas al regresar de Santiago, en las afueras de la Embajada de Panamá ―a la que ha ido en busca de la codiciada “visa de tránsito”―, me comenta, por su parte, que ella, aunque no tiene hijos, si los tuviera no iría sin ellos “a ningún lado”. “Tengo que aprovechar ahora para irme, que no tengo ni perrito ni gatico, porque si termino pariendo en Cuba no voy a tener corazón para irme sin mis hijos ―apunta con franqueza―. La verdad, espero no tener que pasar por eso, pero si llegara a parir aquí, creo que siempre me llevaría a mis hijos para donde yo me fuera, que para eso sería su madre. Una amiga mía lo hizo: se fue con el marido y la niña por Nicaragua, y ya llegó. Pasaron trabajo, como todo el mundo; se demoraron más de un mes en el viaje, pero ya está allá con su hija, y no se tuvieron que separar, que es lo importante”.
La ruta migratoria centroamericana: testimonio de una migrante cubana (II)
***
También en los alrededores de la Embajada de Panamá me encuentro ese día con Yosvani, que anda en los mismos trámites que mi entrevistada anterior. Como ella, y como otros con los que he conversado en las últimas semanas, la economía es el principal argumento para sus planes migratorios. Su intención, dice, es “prosperar”, una idea que cada vez más cubanos parecen considerar incompatible con el hecho de permanecer en la Isla. “Es que aquí no dan chance, mi hermano. Cuando parece que aflojan un poquito, vienen y aprietan por otro lado, y así no hay quien pueda echar pa’lante”, se explica diáfanamente, sin necesidad de dar más detalles.
En su caso, sin embargo, también pesa la situación política del país, sobre todo a partir de lo sucedido el 11 de julio. “Yo no estoy preso de casualidad ―me confiesa―, porque ese día andaba en una jugada fuera del barrio, y no me metí en nada. Pero si hubiera estado en zona, lo más probable es que me hubiera metido en las protestas, junto a varios socios a los que al final les echaron unos cuantos años, porque se quedaron cuando la cosa se calentó. Y se calentó feo. Y yo, honestamente, no sé si voy a poder quedarme tranquilo si pasa algo así otra vez, que bien podría pasar por cómo pintan las cosas. Porque esto no levanta. Así que es mejor tratar de irme como sea, aunque me joda bastante tener que dejar a mis padres. Pero peor es que pueda caer preso acá”.
No piensa igual Eduardo, con quien dialogo en El Vedado y que dice esperar “sinceramente” que no ocurran nuevas protestas como las del 11J y la situación del país pueda ir “mejorando poco a poco”. Este joven, quien trabaja de manera particular como informático y planea tener “más adelante” su propia mipyme, asegura que no se llama engaños y que sabe “las muchas trabas y dificultades que existen en Cuba”. Pero, al mismo tiempo, confía en que “con trabajo y dedicación” pueda “salir adelante” sin necesidad de marcharse de la Isla. “Hace unos años nadie pensaba que fuera a haber empresas privadas en Cuba, y ya las hay. Tampoco que los negocios particulares pudieran exportar, y ya pueden. Yo sé que falta mucho todavía, que hay que arreglar una pila de cosas, pero tengo la esperanza de que se vayan arreglando”, considera.
Efectos económicos de la nueva ola migratoria cubana, algunos apuntes
Unos días después, a la caída de la tarde, el tema migratorio se filtra también en las discusiones de un grupo de vecinos alrededor de una mesa de dominó, en la que me detengo a escuchar. “Pues te repito que no soy yo el que se tiene que ir”, enfatiza el que lleva la voz cantante, en el debate y en el juego, antes de tirar con fuerza una ficha sobre la mesa y encarar desafiante al jugador de al lado. “Dale, toca, toca sin pena que de esta tú no llevas”, le dice convencido, y cuando el otro, en efecto, golpea levemente la madera con el puño cerrado, suelta una risotada triunfal y vuelve al ataque: “A ver, si este es mi país, si aquí es donde está el ambiente que me gusta, ¿por qué me tengo que ir para vivir mejor? No, que se vayan los que no dejan que Cuba salga adelante, no yo, que lo único que hago es trabajar duro y darle palo a ustedes en el dominó”.
“Mira a ver lo que tú hablas ―le responde burlón el compañero del que acaba de pasar―, no vaya a ser que termines jugando dominó en otro lado y no precisamente al aire libre”. “Pero si yo no he mencionado santo ―contesta el primero, luego de que su pareja jugara por el otro extremo de la mesa―. Al que le sirva el sayo, que se lo ponga, y acaba de jugar que esto no es ajedrez, ¿o es que tampoco llevas?” “Fuera de broma ―vuelve el otro, mientras coloca con suavidad una ficha sobre la madera pulida―, yo te entiendo, pero para que las cosas mejoren no basta con que se vayan esos que tú quieres. También tienen que quedarse otros, los que sí valen la pena, pero de esos también se están yendo. ¿Y si los que sirven se van, quién va a arreglar esto entonces?” “Pues no tú ―vuelve a bromear el primero―, si es por como juegas dominó. Mira que me acabas de dar el gane sin darte cuenta. Arriba, vayan contando…”
Mientras los derrotados discuten entre ellos y el grupo se divierte con las burlas de los vencedores, reviso mi WhatsApp y encuentro un mensaje de mi amigo de Santiago. “¿Te acuerdas del socio que vino a traerme el mandado a la casa, el que te dijo que se iba en cuanto pudiera? ―me pregunta―. Ya voló. Debe andar rumbo a México ahora mismo. ¿Por fin vas a escribir algo de eso?”
Exelente tu trabajo
Pero claro q hay q irse hermano mio aqui no hay quien viva.
Es triste que después de 63 años todavía estemos con esta vida sin esperanzas, y no ver la luz por ningún lado, yo en particular no me voy pirque no puedo, si no volaría, para después sacar a los mios.
Me gustó ese lenguaje coloquial del escrito pero me quedé con ganas de escuchar un análisis sobre lo escuchado
Preguntense cuantos latinoamericanos emigrarían a los EEUU si gozaran del privilegio de los cubanos de contar con la Ley de ajuste cubano.
Cuando los pueblos emigran, es porque los gobiernos sobran.
José Martí