Por el joven escritor, periodista y poeta holguinero Erian Peña Pupo supe del libro En el último día del mundo. Junta poemas del mexicano José Emilio Pacheco (1939-2014) que vienen antecedidos por un prólogo de la escritora Elena Poniatowska, además de la introducción ofrecida por el holguinero.
Erian es algo más que el compilador de estos textos, agrupados por periodos de la vida de Pacheco, que suman trece secciones aquí y que termina con el poema “Circulación de los venenos” y el verso: “De verdad no esperaba/ que fueran a cantar mis alabanzas”.
El proyecto concretó por esa magnífica editorial que es La Luz, donde se ha publicado el libro este año, según puede leerse gracias al cuidado de su director, el poeta Luis Yussef, quien compartió también el trabajo de edición.
Los hechos dispuestos para que el material existiera ocurrieron a pocas semanas de haber fallecido el poeta y ganador, en 2009, de los Premios Cervantes y Reina Sofía de Poesía Iberoamericana: una noche Erian fue estremecido por la obra de Pacheco gracias a otros amigos.
Cuenta que, en medio de una Feria del Libro, en grupo esperaban el amanecer en ese muro de los lamentos y los sueños, que es el malecón de La Habana, cuando alguien recitó versos de la antología La fábula del tiempo.
“Cada poema era como un relámpago, más brillante que los que se divisaban esa noche en el horizonte. Parecían escritos para nosotros, en aquel momento y ahora. Era como si Pacheco nos hablara de cosas que necesitábamos escuchar y decir, y que aún no sabíamos”.
Por esa impresión dio comienzo el esfuerzo que involucró a amigos suyos, diversos, quienes, desde varias partes del mundo, le hicieron llegar los libros necesarios para una selección propia y contextualizada: desde Ciudad de México a Guantánamo, de Santa Clara a Logroño sucedieron los envíos.
En la introducción que ha titulado “Con José Emilio Pacheco, desde el principio del tiempo hasta el último día del mundo” apunta que en Barcelona gestionaron los derechos de autor mientras que desde California, Estados Unidos, otro amigo logró que Poniatowska cediera su ensayo “José Emilio Pacheco y los jóvenes”.
El resultado ha sido el regreso de Pacheco a Cuba, tierra en la cual había estado varias veces en vida; respondiendo, sobre todo, a invitaciones de Casa de las Américas, en cuya revista colaboró desde los años sesenta y de cuyo premio fue jurado.
También estuvo desde la literatura, o sea: escribió cuentos como “Cuando salí de La Habana, válgame dios”. Pero, nunca desde la muerte había llegado tan esplendido como ahora, de la mano de estos jóvenes que muestran su libro como la gran joya que es.
Para Pacheco, nos dice Erian, “el sentido de un poema depende de la lectura de cada cual. No basta lo que el autor haya querido decir para comprender el texto, pues cada poema cobra significado cuando interactúa con un determinado lector, y este varía de uno a otro”.
“Los jóvenes lo siguen porque mantiene la voluntad de enseñar y de volver accesible lo que de otra manera «solo sería el privilegio de unos cuantos»”, escribió Poniatowska en el citado texto: “Los jóvenes lo quieren porque lleva dentro de la caja de su pecho a sus muertos”. “Los jóvenes lo quieren porque es uno de ellos, es la voz de la tribu.”
Ahora, gracias al cuidado de Erian y Ediciones La Luz, en Holguín, y a estas 255 páginas, José Emilio Pacheco desanda otra vez Cuba para observarla; y, tal vez, de tanto en tanto, murmure para ella poemas que escribió en otros contextos pero que le vienen a este tiempo presente a la perfección.
Al menos le servirá a los jóvenes: “Escribo unas palabras y al minuto ya dicen otra cosa”, “La antigua fiera de rompe y rasga”, “Sol de contradicción.”, “Lago muerto en su féretro de piedra”, “Mi desolado tema es ver qué hace la vida con la materia humana”.
Otra vez cito a Elena Poniatowska, quien decía que los muchachos y muchachas hacían fila, y formaban tumulto para ver al poeta Pacheco en la universidad donde discursaba. Lo adoraban por mensajero, era objeto de culto, su verso insuflaba fuerzas para seguir el camino. Versos como estos, dice, lo sabían todos ellos de memoria:
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.