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Cronobiología: ¿cómo sincronizar nuestros relojes para ser más saludables?

El funcionamiento del organismo depende de ciclos establecidos a lo largo de millones de años de historia evolutiva. Ir en su contra o a su favor tendrá directo sobre nuestra calidad de vida y nuestra salud en general.

por
  • Dr. Carlos Alberto González
febrero 4, 2024
en Vida Saludable
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Foto: Canva.

Foto: Canva.

Una de las definiciones más hermosas que tenemos del tiempo se atribuye a Platón: “Una imagen móvil de la eternidad”. Para Newton, en cambio, el tiempo era “absoluto, verdadero y matemático”, y fluye “uniformemente, sin relación con nada externo”. Esta última visión fue modificada por la Teoría de la Relatividad de Einstein, para quien “la distinción entre pasado, presente y futuro es solamente una ilusión persistente y molesta”. 

Más allá de las concepciones filosóficas y físicas, el tiempo es también “un aspecto de nuestra percepción del mundo” vital para la existencia. La mayoría de nosotros, personas ocupadas, vivimos sometidos al reloj. Rígidos horarios determinan nuestras actividades y configuran nuestros ciclos de vida. 

Alguien podría pensar que se trata de una condición exclusiva de los seres humanos. Sin embargo, se ha demostrado que desde organismos unicelulares más primitivos hasta los mamíferos más complejos comparten mecanismos genéticos y moleculares que regulan sus relojes biológicos en armonía con los ritmos del planeta, e incluso más allá. 

Además, nuestra vida, en tanto seres biológicos, puede verse como un conjunto de ciclos cuya duración puede variar desde segundos hasta décadas. De hecho, toda la vida no es más que la sumatoria de estos ciclos. 

Estas ideas se han sistematizado para dar lugar a una nueva rama de la ciencia que se conoce como Cronobiología. Esta se encarga de estudiar los ritmos biológicos y de ella han derivado nuevas ramas del conocimiento, como la Cronofisiología, la Cronofarmacología y la Cronomedicina.

Breve historia de la Cronobiología

La historia comienza en 1729, cuando el astrónomo francés Jean Jacques d’Ortous de Mairan se dio cuenta de que las hojas de la Mimosa púdica, una planta sensitiva que tenía junto a su telescopio, por la noche se cerraba para abrirse nuevamente durante el día. En un destello de genialidad, el científico colocó la planta en un sitio alejado de la luz natural y, contra todo pronóstico, las hojas siguieron abriéndose y cerrándose respetando el mismo ritmo. Esto le permitió sugerir que este ciclo dependía de mecanismos propios de la planta y lo comparó con los pacientes que, aún sin saber la hora, mantenían un horario de sueño regular.

A principios del siglo XX, los científicos alemanes Forel von Frisch, Beling y Renner demostraron que las abejas tenían lo que ellos llamaron “memoria del tiempo”, lo que les ayudaba a encontrar sus alimentos todos los días a la misma hora. Entonces, decidieron cruzar el Atlántico y comprobaron que los insectos “seguían buscando su comida a la misma hora local alemana”.

Pero el nacimiento oficial de la Cronobiología ocurrió en 1960, cuando Jürgen Aschoff y Colin Pittendrigh organizaron el primer congreso de esta disciplina. En ese momento se identificaron las primeras características de los ritmos circadianos, los cuales tendrían las características de ser ubicuos, es decir, están presentes en todas partes; endógenos, pues se producen en el interior de los organismos; auto-sostenidos, innatos y encontrados en todos los niveles de organización; además, dependen de períodos diferentes según la especie, y, finalmente, se sincronizan por periodicidades ambientales, la más significativa de las cuales es el ciclo luz-oscuridad (LO).

Todo esto entraba en contradicción con uno de los pilares de la Fisiología que había regido la medicina durante más de un siglo: la homeostasia. Este principio define la capacidad de los organismos vivos de autorregularse  para mantener la estabilidad de su medio interno, adaptándose a los cambios en el ambiente externo. 

El surgimiento de la Cronobiología llevó a la ampliación de este concepto, pues se clasificó la homoestasia como reactiva y predictiva. La primera es la condición que nos permite adaptarnos a los cambios del ambiente, mientras la segunda prepara al organismo para estos cambios antes de que ocurran.

La gran debilidad científica de esta teoría era la falta de bases moleculares que la explicaran. Es decir, se sabía el qué, pero faltaba entender el cómo. A principios de los 70, Seymour Benzer y Ron Konopka, investigadores del Instituto Tecnológico de California, decidieron modificar el cromosoma X de la Drosophila, conocida como “mosca de la fruta”. Escogieron esta especie porque el sistema nervioso y el comportamiento del insecto tenían una complejidad intermedia y, además, porque era posible estudiarla genéticamente. 

Los resultados fueron sorprendentes: los investigadores encontraron que las mutaciones en un sitio de este cromosoma determinaban drásticos cambios en el comportamiento de las moscas con tres patrones de tiempo diferentes: uno arrítmico (24 horas); otro corto, cuya duración era de 18 horas y, finalmente, uno largo, con una duración de 28 horas, como se muestra en la Figura 1. Además, fueron capaces de identificar el sitio específico dentro del cromosoma X donde habían ocurrido las mutaciones. 

Figura 1. Ritmo circadiano en las moscas de las frutas. Fuente: Revista PNAS (online).

El 1ro. de septiembre de 1971 publicaron sus descubrimientos en un artículo que resultó histórico a pesar del escepticismo que generó en su momento. Por primera vez se demostraba que la mutación de un gen era capaz de modificar de manera decisiva el comportamiento de un organismo vivo, afectando de manera particular su ritmo circadiano. 

No obstante, debieron pasar más de diez años para que se desarrollaran las técnicas que les permitieron a los investigadores estadounidenses Jeffrey Hall y Michael Rosbash, mientras trabajaban en la Universidad de Brandeis, aislar y clonar este gen, llamado Período. Además, descubrieron que era responsable de la producción de una proteína a la que llamaron PER, cuya concentración aumenta durante la noche y disminuye en el día, en función de la cantidad de luz. Esto significa que oscila rítmicamente en un ciclo con una duración que se acerca a las 24 horas. Cuando la proteína PER alcanza niveles elevados, ingresa al núcleo de la célula y bloquea la producción de más proteínas. 

En 1994, el científico estadounidense Michael Young, quien trabajaba en la Universidad Rockefeller, aisló otro gen (TIM) responsable de la producción de la proteína “timeless” (eterna), necesaria para mantener el ritmo normal. La “proteína eterna” se une a PER, y le abre la puerta al núcleo de las células para que inactive el gen período. Young también identificó el gen llamado “doubletime” (Doble Tiempo) que codifica la proteína DBT, responsable por retrasar la acumulación de la proteína PER. 

Este fascinante trabajo les mereció el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 2017 por “escudriñar nuestros relojes biológicos y aclarar su mecanismo de funcionamiento”. Hoy se sabe que otros genes y otras proteínas participan y complejizan este proceso básico de funcionamiento. 

Ritmos biológicos y sus bases fisiológicas

Se entiende por ritmos biológicos a los cambios que ocurren periódicamente en los organismos a intervalos de tiempo regulares, que están, a su vez, sincronizados con la rotación del planeta sobre su propio eje y la sucesión de los días y las noches. El origen de estos osciladores, según se cree, estuvo vinculado a la necesidad de proteger la información genética de las células primitivas frente a la radiación ultravioleta durante el día. Así, el primer ritmo circadiano sería la “reproducción celular nocturna”.  

¿Cómo nos sincronizamos con el universo? A través de los denominados zeitgebers (temporizadores, en español) que relacionan la actividad del cerebro y los ritmos endógenos del organismo con el medio ambiente. El temporizador primario por excelencia para los seres humanos es la luz solar. 

Los ritmos biológicos se clasifican en ultradianos o de frecuencia alta, cuando duran menos de 24 horas. Ejemplos de estos son el ciclo cardíaco; el ciclo respiratorio; las ondas cerebrales, de las que se han descubierto cinco tipos: Delta, Theta, Alfa, Beta y Gamma, cada una de las cuales depende de la frecuencia y tienen funciones diferentes que van desde el sueño hasta el razonamiento y el pensamiento lógico. 

El ejemplo por excelencia de los ritmos de baja frecuencia, los llamados infradianos, es el ciclo menstrual femenino, que dura alrededor de 28 días, lo que lo asemeja al ciclo lunar, aunque no se ha demostrado relación entre ambos. 

Un ejemplo muy interesante de ritmo infradiano lo encontramos en las hormonas. Aunque no es concluyente, se ha encontrado que las hormonas efectoras, por ejemplo, aquellas que se producen en la glándula tiroides, responsables de regular el metabolismo, encuentran sus máximos niveles durante el invierno y la primavera. Mientras, el pico de las hormonas reguladoras, por ejemplo de la TSH, que estimula a la tiroides para liberar a las hormonas efectoras, ocurre en el verano. 

Este sorprendente resultado podría significar que los humanos presentan “puntos de ajuste estacionales coordinados con un pico invierno-primavera en los ejes de crecimiento, adaptación al estrés, metabolismo y reproducción”. Es decir, el organismo se prepara para adaptarse mejor a cada estación, especialmente el invierno, mediante el aumento en el número y tamaño de las células endocrinas, lo que garantiza mayores niveles de estas hormonas. 

¿Pueden los ciclos infradianos tener una duración de décadas? Al parecer, sí. Un ejemplo de esto es la llamada “curva en U” de la felicidad. De acuerdo con esta teoría, sin importar cuánto dinero tengamos, desde finales de los 40 años hasta principios de los 50 se ha observado un descenso en los niveles de felicidad que ha intentado explicarse de muchas maneras. Una de ellas ha sido relacionándola con los niveles hormonales que encontramos en este período de la vida. Más allá de cuán cierta sea la teoría de la curva en U de la felicidad, es un hecho que existe un descenso en los niveles hormonales tanto en hombres como en mujeres que dan lugar a la menopausia y su contraparte masculina, la andropausia.    

Sin embargo, el ciclo más extensamente estudiado es el circadiano, cuyo nombre se deriva de dos palabras latinas (circa: alrededor y diem: día). Este ciclo depende de una señal o temporizador, en este caso la luz solar. 

La luz estimula nuestro reloj más importante: el núcleo supraquiasmático (NSQ), que se encuentra en el hipotálamo. Se trata de un grupo de células con un altísimo grado de especialización que, de conjunto con los relojes periféricos que se encuentran en órganos como el hígado, los pulmones, el corazón y el riñón, presentan oscilaciones en la expresión de los genes reloj. 

Todos estos generan un “orden temporal” y regulan funciones como dormir y despertar; la temperatura corporal, que no es constante a lo largo del día, y variables tan importantes como la tensión arterial, la función cardiovascular, el consumo de oxígeno, la secreción hormonal y la alimentación. Lo anterior es posible gracias a las órdenes que envía el NSQ a diferentes efectores localizados también en el hipotálamo y la hipófisis.

La hormona más importante de este proceso es la melatonina, encargada de regular los ciclos de sueño y vigilia. Sin embargo no es la única, muy por el contrario; todo el funcionamiento hormonal de nuestro cuerpo está relacionado con el NSQ. De hecho la mayoría de las funciones anabólicas, es decir, las relativas a la reparación y el crecimiento de los tejidos, ocurren durante la noche, mientras que las funciones catabólicas, en las que se consume la energía, tienen lugar durante el día. 

Existe una relación directa entre algunas variables fisiológicas y el horario. Por ejemplo, la proliferación de células defensivas y la liberación de hormonas como la GH, de crecimiento, ocurren durante el período en el que la mayoría de las personas duerme. Cuando despertamos las hormonas del estrés aumentan, la sangre se hace más viscosa y la coagulación mejora. 

Sin embargo, todo este mecanismo perfectamente sincronizado puede verse afectado por factores internos y externos, conocidos como disruptores o des-sincronizadores. El más conocido es el llamado jet-lag, que ocurre cuando viajamos a través de varios husos horarios en muy poco tiempo. También se ve en trabajadores nocturnos, cuyas rutinas les pueden provocar diversos problemas de salud. De hecho hay estudios que demuestran que los pilotos y las azafatas podrían tener mayor riesgo de padecer diversas enfermedades oncológicas debido a la desregulación en los ciclos de sueño. 

También hay des-sincronizadores internos. Entre los más importantes están las enfermedades que afectan el NSQ y otras patologías crónicas como la diabetes, la hipertensión y el cáncer. 

El núcleo supraquiasmático es una diminuta estructura dentro del cerebro que controla nuestros horarios biológicos. Foto: Tomada de BBC (online).

Cronofarmacología, Cronofisiopatología y Cronomedicina

No pasaría de ser un interesantísimo fenómeno si no tuviera implicaciones en la práctica médica. Poco a poco comienza a surgir el conocimiento, en particular en el campo de la oncología, donde se ha demostrado que la efectividad y toxicidad de diversos fármacos varían dependiendo del momento en que se administran. Por eso se hacen esfuerzos para encontrar el momento del día en que son más efectivas, a eso se dedica la Cronofarmacología. 

Además, los investigadores se han interesado en aquellos medicamentos que pudieran afectar la expresión de los genes que regulan nuestro reloj biológico, debido a que pudieran afectar el funcionamiento normal del organismo en su conjunto. Esto abre las puertas para un nuevo tipo de efecto adverso dependiente del tiempo.  

Otro campo en el que se investiga es la relación entre la tensión arterial y el ritmo circadiano. Se conoce que, como norma, la presión suele disminuir en horas de la noche y aumentar por las mañanas. Esto se relaciona con una mayor frecuencia de los eventos cardiovasculares durante la mañana, por lo que hay un intenso debate en torno a si es mejor tomar los antihipertensivos por la noche o al levantarnos. Diversos estudios sobre este tema se han realizado sin que se encuentren resultados concluyentes. 

Por otro lado, la relación entre las bases de la Cronobiología y la obesidad es cada vez más conocida. Lo mismo ocurre en lo relativo a la Cronobiología y las alteraciones del sueño, así como en las enfermedades psiquiátricas, con especial énfasis en la depresión. 

No es inteligente ir en contra de nuestra biología

Estamos en los albores de una ciencia que podría variar muchos aspectos del modo como entendemos el proceso salud-enfermedad, así como de la Farmacología y el modo como entendemos la vida en el planeta. Es un hecho comprobado que entre el 10 % y el 30 % de todos nuestros genes están controlados por los genes que regulan el ritmo circadiano, lo que tiene un impacto directo en nuestra salud. 

En este sentido, reconocer si nuestro patrón biológico es matutino o vespertino, es decir, si somos más eficaces por la mañana o por las tardes, nos ayudaría a organizar mejor nuestras actividades diarias, del mismo modo en que nos ayudaría a entender cuándo tenemos mayor capacidad digestiva, lo cual nos permite organizar nuestra rutina alimentaria de forma más eficiente, o cuándo nuestro cuerpo tiene mejor rendimiento físico para optimizar nuestros entrenamientos. 

Entender que el funcionamiento del organismo depende de ciclos y ritmos establecidos a lo largo de millones de años de historia evolutiva debería hacernos reflexionar sobre cuán peligroso puede ser ir en contra de la propia esencia de nuestra naturaleza, léase dormir cuando debemos estar activos, hacer las mayores ingestas de alimentos cuando nuestro sistema digestivo debería estar en reposo y estar despiertos frente a pantallas de celulares o computadoras cuando deberíamos descansar. 

Mantener horarios de sueño regular, así como evitar la exposición a altas intensidades de luz en las noches resultan ideas a tener en cuenta para prevenir la disrupción de nuestro ritmo circadiano. Otro tanto podríamos decir en cuanto a los hábitos alimentarios. En este sentido es conveniente evitar la ingesta de grandes cantidades de alimento previo a los períodos de menor actividad, pues favorece su acumulación en forma de grasa, lo que trae como consecuencia mayor grado de obesidad y riesgos diversos para la salud. 

En resumen, sincronizar nuestros relojes biológicos y sociales a los ritmos naturales es una manera activa y sensata que nos permitiría no sólo ser más eficientes, sino también más saludables.  

Etiquetas: Portadasalud pública
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Médico, especialista en MGI y Medicina Intensiva y Emergencia. Poeta y narrador. Ha colaborado con distintos medios de prensa.

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