Nunca me gustaron los concursos. La idea de participar en uno no llamaba mi atención (nunca he sido competitiva). Podría aportar mil razones para apoyar la afirmación anterior; razones de peso, profundas. Además, la interpretación del arte es algo subjetivo; cualquier intento de categorizarlo no hace más que degradarlo a un plano meramente terrenal.
Sin embargo, he de confesar que la primera vez que me planteé este dilema de los concursos no tenía más que 9 años, y lo que no me gustó fue todo lo que tuve que estudiar, y la cantidad de veces que debí presentarme en público (en aquella época, dos audiciones sumado a dos vueltas del concurso era mucho para mí), cuando no me gustaba tocar.
Fuertes declaraciones, ¿no? Una pianista diciendo que no le gustaba tocar. Pues eso en el mundo de los conservatorios no es tan raro como puede parecer. No tiene que ver con que nos guste o no el instrumento; se trata de la tensión que supone ese momento. Meses de preparación para un instante en el que todo puede salir tan mal como bien, según el día; y para qué hablar de los nervios. El momento de tocar estaba rodeado de incertidumbre y sensaciones desagradables, así que era casi natural aborrecerlo. No fue hasta mucho después, cuando comencé a frecuentar más públicos que jurados, que aprendí a disfrutarlo y anticiparlo con emoción.
En el primer concurso que participé, el Amadeo Roldán, sentí mucha ansiedad en la primera vuelta; recuerdo cómo, al pasar a la segunda, el hecho de tener que presentarme de nuevo me hizo romper a llorar en mi casa y, sobre todo, las palabras de mi madre: “No tienes que hacerlo si no quieres; pero sería una pena, después de todo lo que has trabajado”.
Así que lo hice. Esa segunda vez fue un poco más fácil y todo salió mejor. Ese día salí victoriosa, no gracias a ningún premio, sino porque me probé a mí misma que podía superar mis miedos si me lo proponía, y hacer cosas difíciles.

En ese primer concurso conocí a estudiantes de otras escuelas; algunos son actualmente mis compañeros de universidad. Pero lo verdaderamente maravilloso fue la sorpresa que me llevé cuando comencé a preparar mi siguiente programa y noté que objetivos que antes me costaban bastante trabajo, de pronto me resultaban un poco más fáciles.
Después de eso, cada vez que puedo participar en un concurso, lo hago. Comencé a verlos como una oportunidad de crecimiento personal y de intercambio. En la pandemia era prácticamente lo único que teníamos los estudiantes de música, un objetivo hacia el cual trabajar, y los hacíamos de manera online mediante videos.
Grabar para un concurso es una verdadera lucha con uno mismo porque, al tener la posibilidad de repetir, uno se pregunta constantemente: ¿es eso lo mejor que puedo hacer? Al menos así hago yo, y esto hace que grabar sea una experiencia agridulce… (más bien agria). Termina siendo un estudio excelente que ayuda a tener una noción de cómo está el programa; pero cuando estás vestido y arreglado, frente a una cámara (cuya batería tiene límite), con suerte en disposición de un buen audio, a veces en un piano que no es propio y del que no podemos disponer por tiempo ilimitado, sumando que en ocasiones tenemos familiares o profesores asistiéndonos… la presión de lograr cuanto antes “la toma perfecta” puede ser agobiante.
Los concursos tienen, además, una función difusora; ayudan al intérprete a darse a conocer. Mientras más prestigioso el certamen, más alcance tiene. En el mundo del piano académico, ser ganador de un concurso como el Chopin, el Bach, el Rubinstein, el Cliburn, por mencionar algunos, supone un salto al estrellato prácticamente automático, gracias a la plataforma tan grande que poseen dentro del pequeño universo de la llamada “música clásica”.
En la actualidad también son necesarios para ganar una plaza en un conservatorio u orquesta. Dentro de un currículum son prácticamente imprescindibles. Es como tener una referencia de una fuente incuestionable, como cuando se solicita una beca y un requisito es el certificado de inglés de Cambridge.
Es difícil juzgar el arte. En una interpretación hay parámetros generales que se tienen en cuenta. Algunos elementales son la limpieza al tocar, respetar el texto musical y el estilo, entre muchos otros. Sin embargo, dejando todo eso de un lado, a la hora de la verdad existe una gran parte de subjetividad. Esto es algo que siempre debemos tener en cuenta. Podemos prepararnos, sentir que hicimos un buen papel y, a pesar de eso no ganar nada. No quiere decir necesariamente que hayamos hecho algo mal. Es muy importante como músicos y como personas perder el miedo al rechazo, al no, al “fracaso” (solo es fracaso cuando no lo volvemos a intentar).
El momento en el que le perdí el miedo a los concursos fue en el que comprendí que, el día de la presentación que tanto tememos, es en realidad el menos importante del proceso. Tocar frente a un jurado es un momento, que llega tan rápido como se va; lo que permanece por siempre es la preparación que hicimos antes de ese instante y las enseñanzas que nos llevamos de él. Ese es el verdadero premio.
Para los no músicos la vida nos enfrenta a “concursos” siempre que ponemos a prueba nuestras habilidades y conocimientos en la profesión que seleccionamos para desempeñarnos; así que Malva, tus experiencias y conclusiones son válidas… más allá del piano.
Como siempre te leo,opino. Además es muy agradable hacerlo y hasta lo considero sano ,pues es alentador ver en perspectivas, desde cualquier dirección, tus esfuerzos.
Hay algo que siempre ustedes se llevarán. Ustedes, los músicos que concursan(refiriéndome al tema),mas allá de un premio o de varios premios o no ; tendrán siempre aplausos, y eso ya es mucha ganancia , que se ve luego en mejoría de sus ejecuciones y en la prueba de sus temples.La vida luego entregará muchas cosas buenas para los que se esfuerzan.
Solo es cuestión de tiempo y….. aplausos!.
Interesante artículo que puede extrapolarse a la literatura, a cualquier otra manifestación artística y al deporte.
“… lo que permanece por siempre es la preparación que hicimos antes de ese instante y las enseñanzas que nos llevamos de él. Ese es el verdadero premio.”
El filósofo escritor Matshona Dhliwayo, oriundo de Zimbabwe, escribió al respecto:
“Para ser campeón, compite; para ser un gran campeón, compite con los mejores; pero para ser el mayor campeón, compite contigo mismo.”
Malva me remite a mi propia percepción acerca de los concursos en un medio tan distinto a la pianística como la radiodifusión. Y es interesante que llegáramos a conclusiones similares en contextos, lugares y condiciones tan disímiles.
Esta columna en general, esta de Malva, me gusta no solo porque me muestra una nueva faceta de alguien que identificaba solo como músico además porque, como pocos textos en la urdimbre heterogénea del ecosistema digital, desnuda el alma de la artista creadora sin poses ni altisonancias. Gracias a OnCuba por eso.