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El juez federal James Boasberg no es una figura muy conocida fuera del gremio legal de Estados Unidos. Fue nominado por el presidente republicano George W. Bush para juez del Tribunal Superior del Distrito de Columbia, cargo en el que estuvo de 2002 a 2011.
El presidente demócrata Barack Obama lo nominó para un puesto de juez federal en el Tribunal de los Estados Unidos para el Distrito de Columbia. Fue confirmado por el Senado en marzo de 2011 con una votación de 96 a 0.
Su expediente legal es menos conocido todavía. Pero digamos que uno de sus casos más notables es haber intervenido en el embrollo de los correos electrónicos de Hillary Clinton durante su mandato como secretaria de Estado, tema/problema que le funcionó como un látigo durante su campaña de 2016. Nada prodemócrata, si de política se trata: Boasberg falló, en algunos casos, a favor de un grupo conservador que buscaba hacerlos públicos.
En 2023 le ordenó al ex vicepresidente de Trump, Mike Pence, testificar ante un Gran Jurado sobre los intentos de presionarlo a fin de que impidiera la certificación de la derrota electoral en 2020.
En 2014 fue designado para integrar un tribunal que gestiona solicitudes secretas de vigilancia gubernamental sobre amenazas de inteligencia extranjera. Lo nombró nada menos que el presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos, John Roberts.
En 2020 fue nombrado miembro del Tribunal de Deportación de Terroristas Extranjeros y designado su juez principal.
Se le conoce en el giro por su voz de barítono y por ilustrar sus opiniones legales eventualmente con citas de la cultura pop. En uno de sus dictámenes citó una referencia a la saga de Star Trek: “Resistir es inútil”. Lo hizo para desestimar una demanda que un asesor de Trump presentó contra el Comité del Congreso que investigaba el ataque al Capitolio el 6 de enero de 2021.
Tiene, por último, ciertas peculiaridades que lo distinguen de sus colegas. Una es la de actor, al haber interpretado el personaje de un fiscal en una obra escrita por el exjuez de la Corte Suprema Anthony Kennedy acerca un juicio a Hamlet, el atormentado personaje shakesperiano.
El caso del Tren de Aragua
La Ley de Enemigos Extranjeros es una reliquia reciclada de 1798 que le permite al presidente detener y deportar a ciudadanos de una nación enemiga. La original se refiere a contextos bélicos; pero es, sin embargo, la plataforma legal a la que han apelado Trump y sus asesores para deportar a El Salvador a inmigrantes venezolanos y de otras nacionalidades sin audiencia previa y bajo acusaciones de pertenecer al Tren de Aragua, una organización criminal clasificada de terrorista por el Gobierno.
El 15 de marzo el juez Boasberg ordenó la suspensión temporal de las deportaciones de inmigrantes a una cárcel para terroristas en El Salvador al cabo de un acuerdo con el presidente de ese país, Nayib Bukele.
Después de legislar en contra del Gobierno, el presidente Trump llamó al juez Boasberg “un lunático de izquierda radical”, “designado por Barack Hussein Obama”. Y también: “Un alborotador y agitador”. Para rematar: “¡Este juez, como muchos de los jueces corruptos ante los que me veo obligado a comparecer, debería ser destituido!”.
Este último elemento llevó al presidente del Tribunal Supremo, John Roberts (que de liberal no tiene nada, y menos aún de radical), a darle una respuesta a Trump sin mencionarlo.
“Durante más de dos siglos —escribió— se ha establecido que la destitución no es una respuesta apropiada al desacuerdo sobre una decisión judicial. El proceso normal de revisión de apelaciones existe para ese propósito”. Esta declaración, a todas luces inusual, se produjo apenas horas después de que Trump diera a conocer su andanada.
Juez federal rechaza de nuevo deportaciones a El Salvador bajo la Ley de Enemigos Extranjeros
Pero hay más. En una orden verbal adicional, el juez Boasberg indicó que la Administración debía detener los dos aviones que ya estaban volando a El Salvador con los deportados. Pero los abogados de Trump se negaron a acatarla y en las semanas posteriores presentaron argumentos contradictorios para justificarlo.
Al principio argumentaron que no tenían que acatar la orden verbal, pero después sostuvieron que podían ignorarla porque los vuelos se realizaban sobre aguas internacionales.
Después de un proceso de apelación del Gobierno a la Corte Suprema, en un fallo de 5-4 el máximo tribunal de la nación le permitió seguir utilizando la Ley de Enemigos Extranjeros para deportar a presuntos miembros del Tren de Aragua. La decisión revocó, de hecho, una audiencia que había convocado el juez Boasberg.
Pero lo de la Suprema tuvo una segunda cara: exigir que se informe a los detenidos sobre sus derechos y se les permita impugnar su deportación en las cortes. Fue, sin dudas, una victoria para instituciones como la ACLU.
La Administración Trump sostiene que el fallo de Boasberg excede los límites judiciales y obstaculiza la facultad de gestionar las operaciones de seguridad nacional y la política exterior del presidente.
La fiscal general Pat Bondi declaró: “Estos jueces liberales [sic] creen que pueden controlar la política de todo nuestro país. El fallo de ayer marcó un hito para el Estado de Derecho, y es fundamental porque estos vuelos continuarán con estos terroristas. Son terroristas extranjeros. Son enemigos extranjeros de nuestro país. Y seguiremos deportándolos”.
Boasberg: el otro round
El miércoles 16 de abril, el juez Boasberg emitió un dictamen extremadamente inusual en la historia de Estados Unidos al establecer que la Administración Trump probablemente habría incurrido en desacato.
Señaló que existía causa probable para sugerir que la “desobediencia deliberada” de sus sentencias anteriores constituía, en efecto, un desacato por parte de miembros de la Casa Blanca, lo cual constituye un delito federal. Boasberg estableció que “las acciones del Gobierno ese día demuestran una indiferencia deliberada” por lo que él había dicho que debía suceder.
El magistrado fue entonces tan claro como enfático:
La Constitución no tolera la desobediencia deliberada de las órdenes judiciales, especialmente por parte de funcionarios […] que han jurado cumplirla. Permitir que esos funcionarios anulen libremente las sentencias de los tribunales de Estados Unidos no solo destruiría los derechos adquiridos en virtud de dichas sentencias, sino que constituiría una burla a la propia Constitución.
Y le ordenó al Gobierno responder en una semana antes del inicio de las audiencias de desacato.
Sin embargo, le dio una oportunidad de que las audiencias pudieran desestimarse si la Casa Blanca coordinaba con El Salvador el retorno a EE. UU. de las personas deportadas.
“La manera más obvia para los demandados de [evitar un fallo de desacato] es afirmar la custodia de las personas que fueron deportadas en violación de la [orden de restricción temporal] del Tribunal, para que puedan ejercer su derecho a impugnar su deportación mediante un procedimiento de hábeas corpus”, sostuvo el documento del juez.
Si esto no sucede, Boasberg podría recomendar el procesamiento penal los responsables de desafiar sus órdenes. En ese caso, “procederá a identificar a la(s) persona(s) responsable(s) de la conducta contumaz”, determinando qué “acto u omisión específico causó el incumplimiento”.
Indicó, por otra parte, que empezará por exigir declaraciones del Gobierno. Y que si estas resultan insatisfactorias, “procederá a audiencias con testimonios presenciales bajo juramento o a declaraciones de los demandantes”.
Como último paso, barajó la posibilidad de designar a un abogado independiente para procesar al Gobierno por desacato. “El siguiente paso sería que el Tribunal, de conformidad con las Reglas Federales de Procedimiento Penal, solicite que el desacato sea procesado por un abogado del Gobierno”. Si este se niega o “el interés de la justicia lo exige”, el tribunal “designará a otro abogado para procesar el desacato”, escribió.
Un portavoz de Trump declaró que la Administración estaba apelando este fallo. Pero Boasberg no es el único juez que considera cargos de desacato contra funcionarios de Trump.
La jueza federal Paula Xinis
En un caso relacionado con la deportación de Kilmar Ábrego García, un residente legal salvadoreño que, según el propio Gobierno, fue enviado por error a su país natal, y acusado de ser miembro del Tren de Aragua, la jueza federal Paula Xinis sugirió que también podría iniciar un proceso por desacato.
Antes había dictaminado que la Casa Blanca debía “facilitar” el regreso del joven a Estados Unidos. El verbo que dio origen a verdaderas piruetas por parte de los abogados de Trump acerca de su significado.
A finales de la semana pasada, la Corte Suprema confirmó esa decisión, pero desde entonces la Administración no ha aportado pruebas de que lo esté haciendo, afirmó la jueza Xinis. “No he recibido ninguna respuesta real ni justificación legal real para no responder”, declaró.
En una orden escrita emitida tras la audiencia del martes, la magistrada añadió que si la tendencia a negarse a proporcionar pruebas continúa, los abogados de Abrego García “tienen la libertad de solicitar sanciones adicionales de forma expedita”.
La jueza le dio a la Administración Trump dos semanas para responder sus preguntas.
¿Crisis constitucional?
Estos casos no pueden entenderse sin considerar que el presidente Trump viene promulgando desde su primer día en la Casa Blanca una hemorragia de órdenes ejecutivas que han creado, por su alcance y naturaleza, un conflicto entre ambos poderes del Estado (el judicial y el ejecutivo), absolutamente atípico en la historia de Estados Unidos.
Las reacciones de los jueces federales son un resultado, en última instancia, de las acciones de un “ejecutivo hiperventilado” cuyo primer efecto consiste en la ruptura de los equilibrios de poder y la suplantación de funciones del Congreso.
Una crisis constitucional ocurre cuando una rama del Gobierno ignora las órdenes legítimas de otra, aunque los expertos legales difieren acerca dónde ubicar el límite. Algunos argumentan que un presidente que desobedezca una orden judicial o actúe ilegalmente se consideraría una crisis; otros, que el presidente tendría que desafiar, específicamente, un fallo de la Corte Suprema y presentarse un escenario en el que la Constitución no contempla qué hacer.

De los dictámenes de los jueces Boasberg y Xinis se deprende una primera pregunta: qué podría ocurrir si se declarara a la Administración Trump en desacato.
Por definición, el judicial depende en gran medida del ejecutivo para hacer cumplir sus decisiones, incluyendo imponer las penalidades por desacato, que por ley pueden oscilar de multas a prisión.
Y una segunda: qué sucedería cuando se le pide al poder ejecutivo, y en particular a este poder ejecutivo, que se imponga sanciones a sí mismo. Y hasta una tercera: ¿tienen los jueces federales la facultad de obligar a la Administración a cambiar su curso?
Los resultados contribuirán en gran medida a responderlas. Por ahora, la flecha ha sido lanzada.