En su clásico libro Historia de la sexualidad, el teórico social Michel Foucault hace un exhaustivo recorrido en torno a las relaciones entre el sexo, la sexualidad y los dispositivos retóricos que han regulado históricamente esa dimensión de la experiencia humana, sobre todo en el mundo occidental y las llamadas sociedades burguesas de las que emanó la figura moderna del Estado. Recluido en el campo de una mera función reproductiva, no solo del ser humano sino también del modelo asociativo de la familia nuclear, el sexo fue despojado absoluta y lingüísticamente de todo tipo de asociación con el placer o el disfrute para convertirse en un asunto tabú.
Pero, como he aclarado en varias ocasiones, quienes imponen la norma no pueden evitar que la lengua tuerza sus caminos hasta encontrar otras formas de hacer referencia a aquello que ha sido censurado por el pacto social. Desde escritores e intelectuales hasta las capas más populares de una sociedad, demuestran cuán creativas pueden ser esas rutas para llegar al punto donde dos personas se entregan al delirio de los cuerpos. La literatura, por ejemplo, posee un rico archivo de giros metafóricos para aludir a las relaciones sexuales: el candado y la llave, la pluma y el tintero, el anillo y el clavo, el pilón y el mortero, el raspado del barril, la caza del ruiseñor, meter el diablo en el infierno… son todas formas que han permitido hablar de aquello que ha sido prohibido.
En el habla popular las variaciones son innumerables y las elecciones lingüísticas dependen de diversos factores: grupos etarios, contextos culturales, prácticas religiosas, registros de lengua, situaciones comunicativas, etc. Por eso, podemos encontrar desde giros absolutamente neutros desde el punto de vista moral, hasta aquellos que resultan más impactantes por su capacidad de explicitación. Hay dos variantes que destacan en el extremo conservador de la lengua: “hacer el amor” y “tener relaciones”. La primera es una fórmula absolutamente cándida e idealizada del sexo, que le hace depender de una atadura sentimental: es a través del contacto de las carnes que el amor se vehicula, se fragua, nace. La segunda, es fórmula socorrida cuando el tema sexo surge, por ejemplo, en conversaciones entre padres e hijos, o entre estudiantes y profesores. Digamos que es uno de los puntos más alejados de la idea del sexo como actividad que produce placer.
Muy curiosos son los casos de formas verbales que desarrollan un nuevo significado al asociarse con las relaciones sexuales. Acá encontramos ejemplos clásicos de formulaciones elípticas (evitan la alusión a la actividad sexual estableciendo una conexión con el otro participante de la relación), desde las más neutras hasta las más contemporáneas e irreverentes. Conservadoras y, por lo tanto, más extendidas en el registro coloquial, serían términos como “acostarse” (me acosté con Fulano), “estar” (estuve anoche con Mengana, o ¿ya ustedes estuvieron?) y “hacerlo” (los dos queremos hacerlo). Descendiendo del registro coloquial nos encontramos con formas verbales que llevan la relación sexual casi al salvajismo y la antropofagia. Es el caso de “comer” (me estoy comiendo a Fulanito, o incluso más extraño para un extranjero: me comí al mango ese), “jamar” (a esa jeva me la jamé, qué ganas de jamármelo), “echarse” (me eché a Esperancejo), “meterse” (me metí a Fulana), o “dar”. En el caso de “dar”, sorpresivamente, ha pasado de un uso muy extendido a través de formas perifrásticas diversas (darse un revolcón, dar linga, dar cabilla, dar tranca, dar barra, dar pirabo…) al uso restrictivo de la forma verbal, como en los primeros ejemplos, y cada vez de forma más frecuente entre las nuevas generaciones: estoy para darte, quiero que me dé lo mío y lo de mi prima, etc.
Si seguimos descendiendo, como Dante, en la escala de lo moralmente reprobable, noción que ya hemos aclarado lo suficiente, nos encontramos con los cuatro jinetes del Apocalipsis: “singar”, “templar”, “clavar” y “quimbar”, a las que podría unirse el regionalismo “pisar”, no tan extendido como las cuatro primeras. Entre ellas, “singar” sigue reinando como fórmula más agresiva frente a la norma, al punto de que, en ciertos contextos, el uso de templar, clavar, quimbar o pisar, es casi eufemístico. No obstante, todas estas variantes muestran un posicionamiento sólido en el habla popular a partir del desarrollo de derivaciones múltiples: de singar (singueta, singadera, singón… y otras no relacionadas con el sexo como singao o resingar), de templar (templeta, templón), de quimbar (quimbeta, quimbadera), de clavar (claveta, clavadera, clavao o clavá). Y a quien piense en este punto que vamos en una dirección que no interesa al buen oído, pues le remito a una célebre copla española que me recordaba hace unos días un colega: “Si a Cristo me lo mataron /con tres clavos solamente,/ por qué no muere mi prima/ que la clava tanta gente”.
Otros términos más localizados geográficamente para referirse a las relaciones sexuales son “afincar”, “raspar” o “pirabear” (de origen gitano). Hoy ha ganado cierta popularidad la variante ibérica “follar”, especialmente entre los jóvenes, y la música urbana ha hecho lo suyo transformándola en “follankele”. Hace unos años, se escuchaba también el oriente de la isla el término “fokear”, apropiación creativa del fuck inglés, incorporado a influencias musicales caribeñas como el rap o el reguetón. Bastante ríspido me ha parecido siempre el uso de “partir” para hacer referencia a la primera relación sexual, especialmente de las mujeres, dada la asociación con la natural ruptura del himen. No obstante, también puede escucharse en referencia a hombres que pierden su virginidad.
Un camino todavía más creativo y metafórico es el que han desandado las fórmulas perifrásticas. Moreno Fraginals, en su clásico libro El Ingenio, hace referencia a las variantes que emanaron de la dura vida de la plantación a partir de los sistemas de lugares y prohibiciones alrededor de los cuales el esclavo podía consumar sus relaciones sexuales. Es el caso de expresiones como “echar un palo”, “darle un cuerazo”, o ser “buen hoja”. Otras formulaciones buscan un tono íntimo y hasta infantil: el “cuchi cuchi”, el “chiqui chiqui”, el “ñiqui ñiqui”, “hacer un rapidito”, “echar un palito”. Otras hacen gala de la fértil imaginación del cubano y su capacidad para realizar las asociaciones más inesperadas: “echarse al pico”, “echar un cantazo”, “pasar la cuenta”, “meterle caña”, “pasar por la piedra”, “pasar por la chágara”, “mojar el pescao”, “matar jugada”, “meter el yipi en el fango”, “verla pasar”, “hacer el delicioso” o “actualizar el antivirus”. Una amiga me decía que un conocido suyo, ante la posibilidad de una relación furtiva que surge inesperadamente, se marchaba de prisa aludiendo “complicaciones pélvicas”.
Según nos recuerda Lezama Lima en su novela Oppiano Licario, fue Cervantes quien apuntó que templar era buscar el acople de la melodía en el instrumento. Esos “acoples” van siendo para nosotros múltiples e ingeniosos, conectan la imaginación popular con las más elaboradas fórmulas del arte y la cultura nuestros. Si no, cantemos con suspicacia renovada el célebre “Chan Chan” y descubramos, para terminar por hoy, esos códigos cargados de ardiente picardía:
Cuando Juanita y Chan Chan
En el mar cernían arena
Cómo sacudía el jibe
A Chan Chan le daba pena.
Limpia el camino de paja
Que yo me quiero sentar
En aquel tronco que veo
Y así no puedo llegar.