Fotos: Arien Chang Castan
El año es ejemplo de proceso cíclico; guarda una relación analógica con procesos tales como el día, la vida humana, el devenir de una cultura… todos con una fase ascendente y otra descendente. El fin de un año es siempre para el ser humano ocasión de balance y recuento; momento propicio para repasar éxitos y fracasos, y contrastar lo conseguido con lo que no se alcanzó. A las doce de la noche del 31 de diciembre se cierra una etapa que da paso enseguida a otra que se abre con nuevas metas que a veces vienen de antes como esos siempre anhelados e invariablemente incumplidos propósitos de abandonar el cigarrillo, visitar a la vieja tía enferma o rebajar el peso corporal.
Las fiestas navideñas y de fin de año comienzan con bastante anticipación. Desde que entra diciembre los grandes comercios nos recuerdan, con motivos alegóricos y tímidas rebajas de precio, su cercanía y la puesta del arbolito, con sus luces y bolas de colores, es una fiesta para la familia. Crece el júbilo y el ritmo laboral decrece. Las enfermedades dan un respiro. O la gente da un respiro a sus enfermedades y, aunque los males sigan ahí, se aplaza hasta enero la visita al médico. Los que muy de tarde en tarde prueban las bebidas alcohólicas, no vacilan entonces, por aquello de que «un día es un día», en darse su trago y, a veces, más de uno, y el que mira hacia otro lado para no saludar a nadie, hay que aguantarlo para que no apurruñe entre los brazos al vecino. Llegan las tarjetas de felicitación. Dicen más o menos lo mismo: «Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo».
Son las fiestas por el nacimiento del Niño Dios. Pero en Cuba, al igual que sucede en otros muchos países, la celebración se ha de-sacralizado y esos días pasaron a ser grato motivo de reunión familiar y de reencuentro de amigos, aunque los templos católicos se llenen de feligreses, no siempre devotos, para escuchar la misa del gallo, que se oficia a las once de la noche del 24 y que ahora puede ser a las nueve o a cualquier otra hora, según la agenda del sacerdote disponible.
La cena del día 24, la Nochebuena propiamente dicha, es el centro de la celebración. Ese día —puede ser también el 31— para muchos es importante estrenar una pieza de ropa, sea una chaqueta o un calzoncillo. La familia cubana no tiene, en la ocasión, una hora fija para cenar. Se impone, sí, en la mayor parte de la Isla, hacerlo en familia, y se espera tenerla toda a la mesa para empezar a degustar los frijoles negros dormidos y el arroz blanco desgranado y reluciente, la yuca con mojo, el puerco asado o el pavo relleno o sin rellenar que, junto con los postres caseros, como los buñuelos de Navidad, y una amplia gama de turrones españoles, son los platos —también el guineo en salsa negra— que conforman la comilona de la fecha que, en un país sin tradición ni cultura vinícola, se riega por lo general con cerveza helada. No son frecuentes en la Nochebuena cubana el cordero ni los pescados y mariscos, habituales en otras latitudes.
Decía uno de nuestros grandes costumbristas, que para el cubano promedio no es tan importante lo que llevó a la mesa en la Nochebuena, sino lo que sobró, a fin de poder comentar que hubo tanta comida que en su casa no se hizo necesario cocinar al día siguiente. En realidad, la cubana no suele meterse en la cocina el 25, que es el día de la llamada montería, esto es, de comer lo que quedó del puerco de la noche anterior. Se quiere un 25 lo más tranquilo posible, ideal para la visita, acabar la botella que quedó mediada de la noche o para aliviar el ajetreo de jornadas anteriores. Aunque ha ganado espacio en los últimos años la cena del 31, se prefiere una comida ligera en casa para celebrar la fecha en grande en la calle y recibir el año y empezar un nuevo ciclo con el almuerzo del 1º de enero.
Tanta proeza metabólica deja, al que más y al que menos, con el aparato digestivo sobresaltado. Queda aún un día más, el de la llegada de los Reyes Magos, los tres sabios que aparecen en los Salmos y que, como una representación omnisciente de la humanidad toda, rindieron homenaje al Niño de Belén. Con ellos, se acaban las fiestas. Queda en un rincón, nadie sabe por cuántos días más, el arbolito ya oscuro y cada vez más empolvado. Si se montó con la ilusión de los días por venir, quitarlo se convierte en una tortura que se pospone una y otra vez hasta que alguien en la casa se llena de valor y lo desmonta para guardar con cuidado las bolas de colores y las luces que se utilizarán de nuevo al final de ese año.