Pueden pasar horas jugando al ajedrez. A veces el día entero. Juegan en las calles de La Habana, sentados en un banco, en el piso o donde sea, siempre rodeados de “sapos”.
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Son hombres de todas las edades, de distintas posiciones sociales, de oficios variados, pero unidos por el vicio del ajedrez.
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Pueden ser médicos, ingenieros, obreros, desempleados, jubilados, policías, ex delincuentes o no tan ex. Blancos, negros, chinos y mulatos. De La Habana o de provincias. Da igual, mientras juegan o ven jugar las diferencias no existen. Solo existen las piezas y el tablero.
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No son jugadores profesionales, pocos acuden a clubes o escuelas. Son autodidactos, pero con un profundo conocimiento del juego ciencia. Saben de estrategia, de ataques y defensas, de jugadores insignes y partidas históricas. Capablanca es su ídolo por partida doble: cubano y campeón mundial, o viceversa.
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“El Mozart del ajedrez”, como era conocido Capablanca, ayudó a forjar en Cuba la afición por el juego ciencia, que luego fue fomentada por Revolución, que incluyó el ajedrez en los programas educativos y organizó numerosos torneos, el más prestigioso el Capablanca In Memoriam.
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Apasionados por el ajedrez, estos discípulos de Capablanca juegan en plena calle, ajenos a los curiosos o al ruido de las guaguas y almendrones, al bullicio eterno de La Habana, al calor o los repentinos diluvios que inundan la ciudad, indiferentes incluso al paso de alguna mujer hermosa. Se aíslan del mundo mientras juegan.
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Amenizan las partidas con un mal ron, como buenos cubanos. Incluso gritan y se insultan entre risas, como buenos cubanos.
A veces reciben la visita de algún padre con su hijo para que éste se entrene en lides callejeras. Acogen y aconsejan al futuro trebejista que nunca gana una partida, pero que aprende mucho de estos ajedrecistas del asfalto.
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Este trabajo sencillo, sin alardes periodísticos o literarios, me ha gustado mucho, porque nos ha acercado a una realidad que resulta poco visible para algunos. Las riquezas que se anidan en nuestras calles, parques y ciudades son enormes y creo que tenemos que seguir explotándolas cada día más. Bien por este cronista..