Las postales turísticas suelen ser relucientes, una explosión de colores. Los efectos cubren los defectos y emiten una imagen edulcorada, casi irreal, de lo retratado. Pero el verdadero encanto de un lugar no está en sus fotografías trabajadas digitalmente, sino en sus valores no ficcionados, en sus matices y contrastes.
La Plaza de la Catedral de La Habana, uno de los sitios más icónicos de la capital de Cuba, no necesita de retoques para revelar su médula. Su hermosura radica en lo que es, en su monumentalidad e historia, en la conservación de una arquitectura que la distingue en toda la Isla y la eleva a la categoría de patrimonio.
Aunque no sea su vista tradicional, aquella que se multiplica en revistas y fotos promocionales, el uso del blanco y negro —con su amplia escala de grises— descubre su belleza intrínseca. Los claroscuros enfatizan las profundidades y diferencias, el juego de luces y sombras que saca a relucir detalles normalmente inadvertidos para el turista, para el espectador más atento a las superficialidades.
Así, la Plaza de la Catedral, la que alguna vez fue la “de la Ciénaga”, antes de construirse en su entorno los edificios que hoy la identifican, se muestra tal cual es: sólida y majestuosa, ajena al fugaz ajetreo de los hombres, triunfante sobre el tiempo y las frivolidades que han intentado reducirla a una postal.
Y así se revelan diversas perspectivas de sus adoquines y columnas, de su singular iglesia de fachada barroca y torres asimétricas —dedicada a la Inmaculada Concepción y donde alguna vez reposaron las cenizas del Gran Almirante—, de sus imponentes edificaciones coloniales —como la Casa del Marqués de Arcos y el Palacio de Lombillo—, y hasta de la escultura del bailarín Antonio Gades, colocada allí muchos años después, como testigo silencioso de las personas y las piedras.
Ahora que en menos de un mes retornará el turismo a toda Cuba, la plaza —una de las principales del centro histórico habanero— debe volver a llenarse de vida. Las imágenes que hoy les mostramos, obra del perspicaz lente de Otmaro Rodríguez, quedan como testimonio de la esencia misma de este sitio, de su espíritu pétreo y atemporal.
En ellas, con la Catedral como corona y el cielo como inmejorable cubierta, la plaza persevera triunfante, cercana y, a la vez, inalcanzable, perpetua en blanco y negro.