Ella siempre hablaba del pueblo. Que si es un lugar hermoso en medio de un valle, que si allí viven sus abuelos, que si en él pasaba los veranos en su infancia, que si las fiestas… Yo la escuchaba, enamorado y atento (cada vez menos atento y más enamorado), porque me daba igual. Para mí el pueblo, su pueblo, era sencillamente uno más.
Hasta que fuimos juntos la pasada Navidad. Y Berceo, que así se llama el bendito pueblo, me enamoró a primera vista. El paisaje de montaña, el frío seco y cortante, el cielo limpio, despejado, de un azul tremendamente intenso, me convencieron de que ella tenía razón.
Ubicado en el Valle de San Millán, en La Rioja, Berceo, de origen celta, es un pequeño pueblo de la España profunda en el que viven poco más de 150 personas, casi todas ancianas. Comparte el valle con otras dos comunidades, el diminuto Estollo y San Millán de la Cogolla, que da nombre al valle. Con solo caminar media hora se llega de uno a otro.
En San Millán de la Cogolla se encuentran los monasterios de Suso y Yuso, ambos declarados Patrimonio de la Humanidad, por ser cuna de la lengua castellana. Concretamente en Suso vivió Gonzalo de Berceo, un clérigo que en el medioevo escribió los primeros poemas en castellano, y en Yuso se hallaron las glosas emilianenses, el primer testimonio escrito en castellano.
Los monasterios pude verlos y retratarlos solo por fuera. Son espectaculares, pero están cerrados por la pandemia de COVID-19 y también por culpa del virus las calles del pueblo están casi desiertas. En mis largas caminatas a la caza de alguna buena imagen fueron pocos los parroquianos con los que me topé. Gente de campo al fin y al cabo, resultaron amables y buenos conversadores, eso sí, distancia social y mascarilla de por medio, que con sus edades y lo duro que ha pegado la pandemia en España, todos estos abuelos andan más que precavidos.
Berceo es de esos pueblitos que solo había visto en películas: antiguo, de calles estrechas y laberínticas, casas de piedra o ladrillo rojo con pórticos de madera centenaria, techos de tejas y, a lo lejos, la cima nevada del Pico San Lorenzo.
Y fue precisamente acercándonos al pico mayor cuando nos sorprendió una nevada breve, pero intensa. ¡Mi primera nevada! Tengo que reconocer que soy de los cubanos a los que la nieve le importa tres pepinos (prefiero una playa en el caribe, cerveza en mano), pero aquella nevadita, en aquel paraje recóndito y solitario, me emocionó. Fue como si aquel valle tan lejano de mi calurosa isla me recibiera de manera especial, con un regalo frío e inesperado.
Luego de aquella nevada vino el frío, incluso cayó alguito de nieve en el pueblo, pero el vino riojano ayuda y con las manos heladas seguí retratando su pueblo, aquel al que ya estoy deseando volver.