Caletones, un pueblito de pescadores y casas de veraneo a 52 km de la ciudad de Holguín, cerca de Gibara, es un común denominador muy fuerte en la historia de mi familia. Es ese lugar donde se sucedieron días felices y al cual nos aferramos en los recuerdos ahora que algunos de la familia vivimos en otras partes del mundo.
Mi abuelo Bartolomé llegó hasta ese punto recóndito en la costa norte de la región oriental de Cuba un día del año 1948. El viejo, por entonces joven comerciante, se enamoró de esos parajes y de la bondad de su gente. Levantó una casita y nunca más en su vida volvió a bañarse en otro mar que no fuera el de Caletones.
Sus hijos y nietos heredamos ese amor. Tanto así que con orgullo y honor proclamamos que somos “caletoneros”. Esa es una especie de categoría que se adquiere única y exclusivamente por sentido de pertenencia hacia ese sitio.
Por eso de las más disímiles maneras siempre estoy volviendo a Caletones. Julio y agosto, la época en la que solíamos ir, tiene desde entonces para mí olor a campo y salitre. Incluso cuando hace ya más de una década que vivo en Argentina, un país donde en esos meses de mitad de año arrecia un crudo invierno, yo sigo pensando que es verano. Aún abrigado hasta la cabeza, tiritando de frío y en medio de días grises, pienso en aquellas épocas de playa, con calor, un sol fulminante y yo meciéndome en una hamaca verde, colgada en el portal a pocos metros del mar, acariciado por una brisa costera única.
Recuerdos como esos no pierden nitidez. No importa cuántos años pasen o cuán esporádica sea, —cada vez más—, mi vuelta física a Caletones por la lejanía geográfica. Conservo latentes los recuerdos de las noches en que íbamos a bailar en una improvisada discoteca en el único bar del pueblo. Era un sitio sin paredes, con mesas y bancos de cemento. La única oferta de la barra: ron a granel y pan con pasta (nunca supimos de qué era la pasta). También tengo grabadas en mi memoria las caminatas en las noches con mi madre y mis tías en busca de un televisor para ver la telenovela brasileña La esclava. ¿Y los juegos de dominó? Verdaderos campeonatos, a la luz de una lámpara china, que se armaban en la terraza de la casa de Carlos Peralta.
Los lugareños de Caletones son parte indisoluble también de mi imaginario entrañable. Armandito, un símbolo de la bondad, es uno de ellos. Vivía con su familia en una casita muy humilde, precaria, a pocos metros de la nuestra. Es el menor de cinco hermanos. Casi que esa familia subsistía de lo que pescaban día a día.
Mandi, como cariñosamente también le llaman, tiene una condición diferente a la mayoría de las personas. Aunque a ciencia cierta no podría afirmarlo, creo que nació con síndrome de Down.
Lo apartado y casi desolado del poblado; la lejanía con la ciudad, donde podría haber tenido desde su niñez atención especializada; un complejo contexto familiar y, sobre todo, la brutalidad de la sociedad poco inclusiva en la vivimos, hicieron que Armandito creciera siendo foco de muchas discriminaciones.
Desalmados e ignorantes se referían a él como “Armandito el bobo”. En algunas oportunidades recuerdo que hasta algunos de esos adultos usaban su figura para infundirnos miedos a los más pequeños. Por suerte otras personas lo querían. Lo acogieron y ayudaron.
Y Armandito iba por Caletones sonriendo, sin hacerle daño a nadie. Siempre familiar y servicial. Uno de esos veranos, cuando yo tenía 8 o 9 años, otros niños mayores que yo intentaron arrebatarme un racimo de anoncillos. Tenía miedo. Estaba acorralado y no podía salir corriendo. Cuando estaba al borde del llanto apareció Armandito. Como un superhéroe de esos que salen en las películas impidió que se cometiera tal injusticia. Armandito me salvó aquella tarde.
Ese día me escoltó hasta mi casa. Por el camino nos fuimos devorando los anoncillos. En cada lugar, cada pueblo, por más recóndito que pueda ser, habitan ángeles guardianes de carne y hueso, para decirlo en una liturgia romántica. Armandito es sin dudas el de Caletones.
Pasaron los años. Cada vez eran más distantes en el tiempo mis vacaciones en Caletones. Cada uno de la familia fue tomando su rumbo hacia otras geografías. Antes de morir, mi abuelo vendió la casa o lo que quedaba de ella, porque le era imposible sostenerla. Luego pasó un huracán y fue tan siniestro que cambió radicalmente la fisonomía del pueblo.
En enero de este año logramos reunirnos con gran parte de mi familia, entre ellos los nuevos integrantes. Y volvimos unos días a Caletones. Era enero, pero sentíamos que estábamos en julio o agosto.
Éramos veintitrés. Nos hospedamos en la casa de los Peraltas, al lado de donde estuvo por más de 60 años la casa de mi abuelo.
Una tarde apareció desde la costa, caminando, Armandito. Ahí estaba, ahora con unos cincuenta años pero con la misma sonrisa de antaño. Definitivamente ir a Caletones es como viajar en una máquina del tiempo a los momentos en que fuimos felices.
Fuimos un fin de semana, un pequeño grupo de compañeros a casa de un amigo que como tu tenían una casita allí. Las fotos y el relato me han transportado de nuevo a aquel tiempo. Gracias por compartir¡¡¡¡¡