La primera fascinación con la fotografía la tuve cuando ni por asomo imaginaba que una cámara sería alguna vez una extensión de mi cuerpo. Tenía 8 años y estaba de paseo por La Habana, en medio de una semana de receso escolar. Era mi primera vez en la capital cubana y la gran ciudad deslumbró a aquel niño holguinero.
De mi viaje inaugural a la urbe que décadas después me adoptaría y sería protagonista de gran parte de mis fotografías, recuerdo con nitidez el día que mis tíos Manolo y Alicia, con mi primito Michel, me llevaron a conocer el Capitolio.
Más que el imponente recinto, su impactante Estatua de la República de 14,60 metros de altura o el misterioso diamante, punto cero de la Carretera Central que atraviesa la isla, recuerdo que al pie de las inmensas escalinatas había una legión de fotógrafos apostados con grandes cámaras antiguas.
Con la majestad del Capitolio como escenografía, retrataban de manera artesanal y en blanco y negro, como se hacía más de un siglo atrás, a los visitantes que por allí pasaban.
Tomarse la foto en el Capitolio era una especie de rito para todo forastero. Era la prueba fehaciente del paso por La Habana. No había entonces celulares, ni cámaras digitales, ni redes sociales. Tampoco decíamos selfie.
Por supuesto, nos hicimos la foto de rigor. Me pareció un acto de magia el pararnos quietos por un par de minutos frente al artefacto, que su dueño sacara una tapita del lente y, en forma de luz, entrara a aquella caja oscura nuestro recuerdo habanero. Guardo el silencio del acto fotográfico. Aquellas cámaras no hacían clic, la onomatopeya universal de la fotografía que responde a la obturación.
Luego aquel mago metía su manos en la caja y sacaba un papel con nuestras figuras. En mi ávida curiosidad, quise saber cómo había sido posible; cómo era aquella caja por dentro. Y es así como recibí mi primera lección fotográfica.
La fotografía con cámara de cajón tiene una serie de características que la hacen única. La foto trae de manera analógica una estética antigua y nostálgica. La falta de nitidez y enfoque le dan un aspecto suave y difuso. Es una escena de ensoñación.
Hoy, con las herramientas básicas de Photoshop o un filtro de Instagram se logra esta estética. Pero en lo que la fotografía digital no compite con aquel proceso es en poder estar ahí y palparlo. Más que un artefacto para atrapar la luz, las cámara de cajón y los fotógrafos minuteros son un patrimonio del tiempo y la memoria.
Cuarenta años después, en un mundo dominado fotográficamente por lo digital, en el que con un celular atrapamos y guardamos las imágenes de nuestros paseos y más, frente al Capitolio han desaparecido los fotógrafos de cajón o minuteros, como se le decía.
En marzo de 2019 me crucé en el Parque Central, a una cuadra del Capitolio, con uno. Era José del Toro, uno de los últimos practicantes del oficio. Estaba con su cámara de cajón retratando a turistas que, curiosos, se le acercaban.
En esa oportunidad, entre foto y foto, José me contó cómo cada vez se hacía más complejo sostener el oficio, más allá de la disponibilidad de clientes. Por un lado, era casi imposible encontrar en Cuba papel fotográfico y químicos para revelar las fotos y, por otro, los obstáculos burocráticos de los permisos para trabajar como cuentapropistas.
La cámara testigo de nuestra conversación, protagonista maravillosa y desvencijada, tenía más de un siglo. Era una Kodak de 1900; aunque, entre remiendos y adaptaciones, era ya más criolla que Kodak. Era la misma cámara que por las icónicas calles habaneras usaron el padre, el abuelo y hasta el bisabuelo de José para ganarse la vida. Con remiendos e inventos había permanecido de pie, en su trípode de madera, fotografiando a generaciones y generaciones de cubanos y gente de todo el mundo.
José sacaba las fotos en un papel de unas 3 x 4 pulgadas. Chequeaba con la punta de la lengua cuál era la parte de la emulsión. Colocaba el papel dentro de la caja. En el instante, tomaba una fotografía negativa, la revelaba y le hacía una foto positiva en blanco y negro. Las copias se lavaban en agua.
El principio de funcionamiento de las cámaras de cajón es el de la cámara oscura; no se utilizan rollos. Es el principio de la fotografía, donde la luz entra por un agujero y forma una imagen invertida en la parte opuesta de la caja.
Los principios del mecanismo los emplearon Aristóteles, varios inventores y artistas de la Edad Media y el Renacimiento, como Leonardo da Vinci. Siglos después, serían desarrollados en función de la fotografía por los franceses Joseph Nicéphore Niépce y Louis Daguerre.
Fue precisamente en el siglo XIX cuando se comenzaron a fabricar las primeras cámaras de cajón. La popularidad se debió en gran medida a la invención de la fotografía, que permitía capturar imágenes de la realidad de una manera precisa y detallada. Las cámaras de cajón eran una alternativa más económica y sencilla a las cámaras de placas o películas, lo que las hizo accesibles a un público más amplio.
En Cuba, desde los años 20 comenzaron a instalarse fotógrafos minuteros en torno al Capitolio. En la década del 50 ya eran furor, muy populares. Llegaron a ser conocidos como “los fotógrafos del Capitolio”. Por esas fechas también surgió la leyenda de retraerse con el gran edificio al fondo, como prueba irrefutable de la visita a La Habana.
Desde 2010, durante las labores de restauración de la actual sede del Parlamento cubano, los fotógrafos siguieron ahí, trabajando. Pero poco después los desplazaron hacia el Parque Central.
He estado indagando entre amigos que a diario pasan por allí, y me dicen que hace mucho no se ve a estos magos de la luz con sus viejas cámaras-cajón. ¿Se extinguieron los fotógrafos del Capitolio?