Donald Henry Rumsfeld fue secretario de Defensa de Estados Unidos dos veces, primero con Gerald Ford y posteriormente con George W. Bush. Alcanzó a ser jefe de despacho del primero y durante el mandato del segundo participó en el dibujo y planificación de la guerra de Afganistán y la segunda guerra de Irak, tras los atentados del 11 de septiembre del 2001.
Es la segunda guerra de Irak la que ha dejado la huella más profunda en su legado y la que los historiadores recuerdan por esos días en que Rumsfeld ha fallecido en Nuevo México a los 88 años de edad.
Yo lo recuerdo por algo menos prominente. Diría que por un pequeño apunte al pie de página. Si aún estuviera vivo, Rumsfeld no tendría por que acordarse de ello.
Todo comienza en el verano del 2005 cuando un periodista tiene acceso al despacho del entonces ministro de Defensa portugués y se percata de la existencia de una relación muy próxima del funcionario con Rumsfeld. Algunos estantes del despacho están abarrotados de fotos, placas, dedicatorias y todo tipo de parafernalia, ofrecidas por el estadounidense al lusitano. Algo ahí indicaba una relación muy estrecha.
Poco después, durante una cena, uno de sus asesores habría de confirmar el aprecio mutuo. “Son muy amigos, se hablan constantemente”, se dijo. El ministro portugués, de nombre Paulo Portas, había sido editor del periodista antes de que este se mudase al sur de Florida. Meses más tarde, esta relación se iba a poner interesante.
Rumsfeld realiza una discreta visita a Irak en medio de un misterio intrigante y, al regreso, en vez de volar directo a Washington, lo hace por Miami para participar en un conferencia de ministros de Defensa de Latinoamérica. En la agenda solo hay una entrevista a medios en español y le corresponde a una cadena de televisión. Y, la burocracia del Pentágono no permite alteraciones.
Queda apenas una alternativa: hacerle saber al secretario de Defensa que él y un periodista en la sala tienen un “amigo” común. El dato levanta curiosidad y minutos después estamos sentados frente a frente. La entrevista dura más tiempo que la concedida a la cadena televisiva, versa sobre el viaje a Irak y tiene una parte que nunca se ha publicado, por falta de espacio.
Se habló de Cuba, casi de corre-corre, pero con interés. En esos momentos, entre bambalinas, los dos países estaban conversando sobre un tema inédito: Estados Unidos había decidido abrir una cárcel en la Base Naval de Guantánamo y estaban curiosos de saber que posición asumiría el gobierno cubano respecto al confinamiento allí de los presos de la guerra contra el terrorismo.
Las posiciones parece que estaban divididas, reveló Rumsfeld. Fidel Castro se oponía al uso de territorio cubano para esos menesteres, pero sin gran firmeza; mientras que Raúl Castro aseguró que devolvería a la base todo preso que lograra evadirse. Recuerdo que el secretario de Defensa estaba contento con esta última declaración.
De hecho, Rumsfeld tenía un buen concepto sobre la colaboración entre las tropas a los dos lados de la cerca. Elogió las reuniones mensuales, la comunicación permanente, que dijo que era específicamente técnica y no hizo valoraciones políticas —fue una conversación relajada con un periodista, muy relajada—, pero lo que le había impactado más, cuando se enteró, fue de la existencia de una sala en el hospital de Guantánamo, fuera de la base, preparado para recibir alguna evacuación del recinto militar en caso de que hubiese un desastre.
Recuerdo que apuntó: “Fue un gesto que tuvieron (los cubanos) que bajó mucho la tensión”. Sin embargo, no sabía cuándo fue habilitado. Pero recuerdo bien el elogio: “Son profesionales”.
Tiempos después le hago el cuento al ministro portugués, ya fuera del gobierno, y me sorprende: “Sé lo que hiciste, me llamaron a confirmar que te conocía antes que te entrevistaras con él. Claro que dije que sí, pero que no tenía idea qué le ibas a preguntar”. Apenas contesté que hablamos de Irak. De lo demás, se entera hora.
Rumsfeld fue, quizá, uno de los burócratas más disciplinados de los gobiernos por donde pasó, pero tenía su carácter. Sus peleas con el exvicepresidente Dick Cheneyfueron legendarias y vinieron desde que ambos trabajaron en la administración de Gerald Ford. Si Cheney se lleva los laureles de haber sido el gran arquitecto de la caída de Sadam Hussein, Rumsfeld fue alguien muy fiel a su gente por su preocupación por la seguridad de las tropas en el campo de batalla.
Pero ambos estuvieron de acuerdo en algo: mintieron a más no poder para justificar un conflicto que no tenía justificación. Dijeron que habían armas de destrucción masiva escondidas en Irak, que nadie encontró jamás, y el mundo se tragó el cuento en ese momento. Y esa “jugarreta”, que costó tantas vidas y dolor, es algo que no resulta fácil de borrar.