III
El discurso de Fidel Castro el 26 de julio de 1970 en la Plaza anunciando el fracaso de la Zafra de los Diez Millones constituiría, de hecho, el fin del llamado periodo heroico de la Revolución Cubana (1959-1970). Una herejía, en efecto, pero que produjo una economía calamitosa con altos índices de improductividad, ineficiencia y ausentismo laboral, elementos todos que acabarían sumiendo al país en serios problemas. El proyecto había acumulado dos reveses en línea: el Cordón de La Habana (1967) y la Ofensiva Revolucionaria (1968). Y ahora, al inicio mismo de la nueva década, se sumaba a esa lista la Gran Zafra, llamada a ser “el gran salto hacia delante”.
A partir de los años 70 aparece un nuevo término en el idiolecto nacional: “institucionalización”, palabra con la que se decidió bautizar a 1977. Era un proceso de homologación con los soviéticos y el llamado socialismo real, empezando por la adopción del sistema de dirección y planificación centralizada de la economía, vigente hasta el día de hoy. Fue una movida caracterizada, entre otras cosas, por lo siguiente:
- Entrada de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME, 1972).
- Congresos quinquenales del PCC (con altibajos temporales desde 1975).
- Creación de los órganos del poder popular y la Asamblea Nacional (1975).
- Adopción de una nueva Constitución (1976).
- Nueva división político-administrativa (15 provincias y un municipio especial, 1976).
En los planos de la educación, durante la institucionalización la Historia de Cuba desapareció de los planes de estudio y fue sustituida por la del Movimiento Obrero y Comunista. Era una movida de péndulo: el socialismo se ubicaba entonces en las antípodas de lo que establecía José Carlos Mariátegui; es decir, era “calco y copia”, no “creación heroica”.
En la enseñanza de la Filosofía se impuso lo que el profesor Jorge Luis Acanda denominó una vez “la Vulgata marxista”. Las instituciones de nivel superior se vieron colmadas de Afanasievs, Leontievs e Ilienkovs, aquellos mismos manuales rechazados al inicio por sus simplificaciones y dogmas. Después de disueltos el Departamento de Filosofía y la revista Pensamiento Crítico, en 1971, sus miembros quedaron en el aire por imperativos categóricos; tanto, que les fue aplicada una mota negra que les impedía enseñar incluso cualquier otra cosa en los centros universitarios o publicar una sola línea en las publicaciones cubanas.
La carrera de Sociología de desapareció de las universidades una vez anatematizada como una ciencia burguesa. “El sociólogo, una especie en extinción”, contestó en El Caimán Barbudo el joven poeta Víctor Rodríguez Núñez. La Escuela de Letras y Arte dejó de serlo de pronto para convertirse en la Facultad de Filología, una categoría traída del otro lado del Atlántico por los cuadros y metodólogos del recién creado Ministerio de Educación Superior, con su escolástica al evaluar profesores y clases, lo cual generó una resistencia interna testimoniada por un poema de inspiración quevedesca de Guillermo Rodríguez Rivera, el “Soneto metodológico”:
Pitágoras no hacía plan de clases,
Sócrates nunca redactó un P-1
y lo peor, que de los dos, ninguno
dividía sus charlas en tres fases.
Cuando Erasmo ejercía la docencia
no usaba la retroalimentación
y es muy poco probable que Platón
diera la baja por inasistencia,
¡Oh, metodólogo!, en tu magnificencia,
perdona a los maestros ya pasados.
Aunque anduvieran, los pobres, errados,
metodólogo, ten benevolencia:
comprende que se hallaban enfrascados
en las superfluas cosas de la ciencia.
Por otra parte, las ciencias sociales de la institucionalización tenían un problema mayor: no develaban ni contradecían, solo comprobaban presunciones oficiales, como mismo lo hacían a 9 550 kilómetros. En la URSS las tesis doctorales comenzaban por citar en su primera página lo que se afirmaba respecto al tema seleccionado en el último Congreso del PCUS, lo cual se recortó y pegó. Se llegó incluso a ordenar la bibliografía utilizada no por su estricta secuencia alfabética, sino colocando en primer lugar a Marx, Engels y Lenin, y luego todo lo demás. Esto tenía el inconveniente de colocar en una posición subrogante a figuras claves de la cultura política cubana —por ejemplo, a José Martí, Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Antonio Guiteras, entre muchos otros.
Proliferaron por entonces visiones sovietizantes sobre José Martí. A pesar de la resistencia de quienes pudieron hacerlo, porque nada en la vida es plano, se trataba de sostener que en filosofía el hombre de la Edad de Oro era materialista, dado que, según los manuales, el materialismo era progresista y el idealismo lo contrario. Después lo clasificaron como “demócrata revolucionario” a lo Chernichevsky o Bielinsky a él, cuya médula era la liberación nacional y anticolonial, y no la transición hacia ninguna parte, como no fuera a una República participativa e integradora que no llegó a fundar por su caída prematura en los campos de Cuba.
En otro orden de cosas, la adopción del llamado ateísmo científico como doctrina implicó una militancia de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) particularmente involucrada en los llamados Planes de Preparación para el Ingreso (PPI) de jóvenes destacados por sus resultados docentes y participación en las actividades de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), que reservaban un lugar especial para los creyentes que habían logrado pasar ciertos filtros iniciales. A ellos había que demostrarles que su fe constituía el remanente de un pasado ya superado, porque la religión era “un reflejo distorsionado y fantástico de la realidad” y, en definitiva, el “opio del pueblo”, expresión convenientemente sacada de contexto por los manuales y libros traducidos al español y de amplio uso en el sistema nacional de las Escuelas del Partido, creadas en ese entonces.
El problema consistía en que el ateísmo, así con ese apellido tan positivista, se extendía sobre el tejido social precisamente cuando la Teología de la Liberación (TL) y las comunidades eclesiales de base venían desafiando los modos tradicionales de ser iglesia en América Latina, con el surgimiento de una iglesia popular y en el contexto del Concilio Vaticano II, lo cual implicó la emergencia de un tipo también nuevo de cristianos que condujo a Fidel Castro, durante su visita al Chile de Salvador Allende, a hablar de la “alianza estratégica entre cristianos y marxistas”, un llamado que no hizo mella alguna en la línea oficial en cuanto a abrir la puerta a los religiosos a las filas del PCC y la UJC y un hecho abordado tiempo después, en 1985, por el propio Fidel Castro en su libro de respuestas al dominico brasileño Frei Betto. Y lo que es más: no se les permitió ingresar en ciertas especialidades universitarias —periodismo y filosofía, por ejemplo— porque tenían “problemas ideológicos” que los hacían incompatibles con el esquema. No les dieron más opción que ingresar en ingenierías civiles, mecánicas o eléctricas, porque estaban inhabilitados para laborar, una vez graduados, en las llamadas esferas de la conciencia social.
Los modelos que los creyentes revolucionarios discutían con quienes los harían supuestamente abjurar de su fe, iban desde el sacerdote-guerrillero colombiano Camilo Torres y Frank País —un bautista asesinado en las calles de Santiago de Cuba, Jefe Nacional de Acción y Sabotaje del M-26-7—, hasta el padre Sardiñas con su sotana verde olivo de la Sierra Maestra y el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pero estos datos no parecían ni arañar la lógica de los adoctrinadores, quienes muy a menudo tenían bastante menos cultura general y política como para hacer una discusión a fondo con muchos cristianos que les sacaban en estos y otros predios dos o tres palmos de ventaja.
Por descontado que también tenían “problemas ideológicos” quienes mantenían “correspondencia con el extranjero”, como se inquiría en las planillas, pregunta que venía de los años 60 y que por lo demás comenzó a entrar en crisis con las primeras visitas de “la comunidad cubana”, como resultado del Diálogo del 78 y de los cambios en las políticas oficiales en esa área.
Y sobrevino la Época Gris, inaugurada por el Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971), que en buena ley fue bastante más allá de cinco años. Se anatematizó la diferencia, a menudo enviando a quienes la ejercían al otro lado o al ostracismo por un conjunto de razones que pasaban por su preferencia sexual o por tener creencias religiosas —o por ambas cosas a la vez.
Continuará…