En un texto anterior describíamos el desarrollo más bien logístico de las “visitas de la comunidad” de 1979 y algunas reacciones que provocaron. En esos elementos macrosociales de la historia, identificamos las raíces de varias problemáticas que todavía lastran la relación entre la Isla y sus nacionales en el exterior.
Sería injusto limitar ese recuento histórico a la estructura de los paquetes turísticos empleados, o el intercambio de bienes que desafió los códigos del orden material socialista y su igualitarismo en los años 70. Después de todo, no todos los exiliados que visitaban en aquel momento se fanfarroneaban de sus exitosas vidas en los Estados Unidos, porque muchos no las tenían. Ni todo cubano de la Isla perdió su sentido de identidad o pertenencia política tan solo con contemplar algún producto made in USA.
La trascendencia del momento también se ubicaba en un plano personal y político. Los exiliados devenidos “comunitarios” personificaban el pasado que la Revolución supuestamente había dejado atrás. A la vez, sus recuerdos de (y sus nostalgias por) la última Cuba que habían visto empezaron a entrar en contacto con los recuerdos entre los isleños de las experiencias que habían vivido bajo el socialismo, que muchos visitantes apenas conocían. Por eso hay que prestar atención al lado humano de sus historias, reflejado mejor en testimonios orales y bastante ausente en la escasa cobertura de la prensa que hubo. Las visitas fueron tan impactantes no solo por el intercambio de regalos, sino también porque sirvieron para desenterrar (y no siempre sanar) viejas heridas. Tampoco sorprende que el intercambio de ideas, historias y referentes pudiera romper los prejuicios que un lado tenía del otro, y también inspirar, tanto en el visitante como en el visitado, dudas sobre su presente.
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Tomemos el caso de Dora Amador y su primo hermano Luis Miguel Valdés. Ambos venían de una familia de clase media de la ciudad de Pinar del Río. Pero también era una familia marcada por divisiones políticas. Tanto el padre de Dora como el padrastro de Luis Miguel habían sido policías bajo diferentes gobiernos de Fulgencio Batista. En 1962 a Dora la mandaron a vivir en los Estados Unidos con su padre (ya fuera del país), mientras que Luis Miguel se quedaría en Cuba con su padre biológico, de filiaciones izquierdistas y se formaría como artista integrado a la Revolución. Con esta historia familiar como trasfondo, es comprensible que, al regresar con veintitantos años, Dora tuviera la sensación de haber aterrizado en un mundo extraño, lleno de fantasmas. Estando una noche en la casa familiar en Pinar del Río, un toque en la puerta de “la mujer del CDR (Comité de Defensa de la Revolución)” a la una de la mañana le mostró, dice ella, la “cara del sistema”.
Pero el tiempo que Dora pasó con su primo Luis Miguel también le devolvió un sentido de pertenencia cultural que extrañaba en su vida como emigrante. Recuerda con alegría la tarde que pasó con él en la Habana haciendo turismo e incluso planteándose la posibilidad hipotética de regresar a vivir a Cuba algún día. No obstante, también recuerda con pena las palabras que su primo le dedicó en la contraportada de un libro, como si el valor de su visita estuviera condicionado por la posibilidad de su rehabilitación política. “Todo lo que yo haga será poco para recuperarte a la Revolución”, decía la dedicatoria. Luis Miguel, interesantemente, recuerda la interacción de otra forma, más escéptica. Al escuchar a su prima soñar con regresar a vivir en Cuba, dice que le espetó: “El día que se te acabe el Maybelline (la marca norteamericana de maquillaje), se te va a quitar el entusiasmo de volver pa’ ca’, porque aquí esto no es fácil”.1
Otros reencuentros familiares no estuvieron tan cargados de historias de división política, pero igualmente representaron un encontronazo entre dos mundos. Así fue la experiencia de Mary Lynn Conejo, nacida en Nueva York de padres cubanos que habían emigrado a los Estados Unidos a finales de los años 40, pero que solían visitar Cuba cada año con su hija para las vacaciones, hasta 1960. Por lo tanto, la llegada de la Revolución al poder y la posterior ruptura de relaciones entre Cuba y Estados Unidos no supusieron para Mary Lynn y su familia una ruptura ideológica realmente, sino más bien una barrera para mantener unida a la familia. Cuando Mary Lynn por fin pudo subir las escaleras que conducían al apartamento de su tía en la calle San Nicolás 158, entre Ánimas y Virtudes, Centro Habana, fue recibida con el abrazo incondicional de quien había sido una parte importante de su niñez. Como emigrados desde antes de 1959, los padres de Mary Lynn (que la acompañaron en la visita) tampoco llegaban con la carga política o simbólica de haber sido considerados “traidores” a la Revolución.
Aun así, la visita provocó inquietudes. Por un lado, a Mary Lynn le impresionó que su familia en Cuba mantuviera una vida normal en muchos sentidos —trabajaban y cuidaban a sus seres queridos— en contraste con la imagen sobredimensionada que ella tenía de la vida dentro de una sociedad comunista. Por otro, la mera presencia de alguien que vivía una vida relativamente cómoda en Nueva York, sin lujos, pero sin penurias, desmentía las historias que sobre todo los miembros más jóvenes de su familia habían escuchado toda su vida, sobre las condiciones de la clase trabajadora en el país vecino. “Lo que los niños te pregunten sobre tu vida en los Estados Unidos, quiero que tú digas la verdad. Pero no quiero que estés alabando a los Estados Unidos así de gratis”, le ordenó su tía, preocupada de que un exceso de entusiasmo por parte de los muchachos pudiera traer consecuencias en la escuela. A Mary Lynn le complació respetar ese deseo. Pero el tamaño de los bufets en el hotel donde oficialmente tenía hospedaje, a los cuales llevó a su familia a comer un par de veces, probablemente hizo más que cualquiera de sus palabras para estimular un posible cuestionamiento de las contradicciones del socialismo cubano en su etapa más “soviética”.2
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Como estos testimonios, hay miles. Cada uno es particular en sus detalles, pero todos evidencian que el momento tenía singular importancia para el visitante y el visitado. Caminando por las calles del país que los vio nacer, los emigrados y exiliados convertidos en turistas (y algunos de sus descendientes) se distinguían enseguida por su forma de vestir, pese a sus intentos de pasar desapercibidos. Hasta se decía que olían distinto. Alrededor de las mesas, en miles de comedores, en miles de casas, residentes de la Isla participaban en ritos del reencuentro con sus seres queridos de otras tierras hasta las horas de la madrugada, un proceso que una entrevistada calificó con una bella metáfora: “velorios al revés”.3
Para concluir, urge al menos compartir algunas ideas sobre las consecuencias de estos reencuentros. Esto, porque en abril de 1980 ocuparon la embajada de Perú en la Habana 10 000 cubanos, y todo el mundo, dentro y fuera de la Isla, parecía saber qué o quiénes tenían la culpa. El creciente escándalo internacional, decía un habanero a un periodista de El Miami Herald, era “una consecuencia de las visitas a Cuba de la comunidad”.4 En la consigna “¡se va por un pitusa!”, escuchada en los días de la “Marcha del Pueblo Combatiente,” también topamos con una evidencia indirecta de esa conclusión. Encontramos un antecedente de esa conexión en la poco conocida historia de Humberto Ortega, un cubano de 28 años que llegó a EEUU en agosto de 1979, como polizón en un avión de Cubana de Aviación que regresaba a Miami con exiliados que habían visitado la Isla.5
De ahí que algunos han insistido en que la verdadera importancia de las visitas de 1979 reside en que son la causa de otro suceso histórico: el éxodo al año siguiente de 125 000 cubanos por el puerto del Mariel.
Al regresar con regalos y, más aún, hablar de sus vidas en los Estados Unidos, los exiliados, se dice con frecuencia en Miami, “le quitaron la fachada al socialismo cubano” o desafiaron los preceptos oficiales de “la Revolución”, provocando una explosión. Si bien es cierto que las visitas motivaron a muchos cubanos a cuestionar aspectos de su pasado y su presente, esa explicación sigue siendo demasiado simplista. Sugiere que el Mariel fue principalmente el resultado de un esfuerzo deliberado por parte de los exiliados de socavar la Revolución desde el exterior, cuando en realidad dentro de Miami las visitas recibieron más oposición que apoyo.
Esto indica que la relación entre las visitas de 1979 y el éxodo de Mariel requiere más reflexión. De cualquier forma, sigue siendo necesario examinar los sucesos de 1979 no solo para buscar la clave de lo que vendría después. Hace falta, como he intentado aquí, entenderlos por lo que fueron en su momento. Constituyeron un inédito escenario en que lo potencialmente bello de la reunificación humana se complicó por su inevitable intersección con rezagos del pasado y señales vivas de una historia nacional plagada de polarización.
Mucho ha llovido en los últimos 40 años. La transnacionalización de las prácticas y los referentes culturales en ambos lados del estrecho de la Florida es un hecho notable, que contrasta con la situación cuatro décadas atrás.
Permanencias y cambios en la “nueva” migración cubana a Miami (I)
Pero todavía hay ecos de esos reencuentros tan emotivos, muchas veces cargados de memorias difíciles de 1979, cuando muchos emigrados cubanos regresaron a su país de origen de visita, sobre todo después de haber estado ausentes por causas políticas que les eran ajenas, o por un largo período. Para sucesivas generaciones de cubanos y sus emigraciones todavía es difícil, o hasta ilusorio, delinear los posibles términos de una “reconciliación” duradera.
Termino, entonces, con un último testimonio, que refleja lo quimérica que sigue siendo esa meta, o que al menos nos debe obligar a rechazar cualquier apelación superficial al concepto. En 1977, Emilio Cueto fue uno de los primeros cubanos del exilio posrevolucionario que consiguió un permiso excepcional para visitar a su familia, antes de iniciarse “las visitas de la comunidad” como tales. Le costó más de cuatro años de cartas y telegramas a la embajada cubana en París, donde residía y trabajaba como abogado después de haber llegado a Estados Unidos a principios de los 60, como parte de la Operación Pedro Pan. Al aterrizar en la Habana desde Madrid, lógicamente su primer deseo fue ver a su madre. Pero igual de importante fue ver a Raquel, una amiga íntima de su mamá, que también había sido un soporte imprescindible para él después del fallecimiento de su padre.
Sin embargo, la visita nunca tuvo lugar. Después de que Emilio hablara con ella por teléfono y acordaran una cita para verse, Raquel lo llamó para cancelar los planes. “No quiero verte”, dijo. “Me has hecho recordar quién fui. La Raquel que tú conocías ya no existe”.
Notas:
1 Dora Amador, entrevista con el autor, 26 de junio de 2018, Miami, FL.; Luis Miguel Valdés, entrevista por teléfono con el autor, 27 de junio de 2018.
2 Mary Lynn Conejo, entrevista por teléfono con el autor, 10 de junio de 2018.
3 Eliana Rivero, entrevista por teléfono con el autor, 23 de julio de 2018.
4 Alfonso Chardy, “Mariel: Tema obligado en el Coppelia”, El Miami Herald, 17 de mayo de 1980, 3.
5 Humberto Ortega: “Stowaway after Arriving on Cubana Airways Plane in Wheel Compartment”, WTVJ News (Miami, FL), 7 de agosto de 1979, Wolfson Florida Moving Image Archives, Miami-Dade College, Miami, FL.