Para Laidi
Según Julio Cortázar en su Historia de cronopios y famas (1962), los cronopios son seres verdes y húmedos con rasgos como el desorden, la sensibilidad y el escaso convencionalismo. Pero en la cultura cubana, bastante mezclada o níspera, como se dice en un famoso prólogo, operan categorías híbridas que, por lo mismo, no discurren en compartimentos estancos. Esto significa que en esos personajes pueden coexistir ciertos rasgos de famas, seres rígidos y doctrinales, en especial cuando hablan en público. Pero también de esperanzas: repetitivos y emocionales, por ejemplo. Una ojeada por simple inspección o acudiendo a lo que los sociólogos llaman observación participante, arrojaría por lo menos dos tipos: los cronopios clásicos y los caras de coco glasé.
Los clásicos son más o menos los mismos: confunden martes con viernes, llegan tarde o, simplemente, no se presentan a una cita sin pedir después la más mínima disculpa. A menudo dejan sus memorias flash enganchadas en la computadora del trabajo, razón por la cual resulta bastante raro encontrarlas al otro día, problema filosófico-existencial que caracterizará sus vidas hasta nuevo aviso, un poquito prolongado si no saben nadar en otras aguas, juegan béisbol solamente en un equipo o carecen de FE (familia en el extranjero). En esos casos emerge lo que hay de esperanzas en ellos, sujetos nada líricos a no ser que se considere un ejercicio de poiesis gritar, maldecir, dar patadas en el piso y lanzar deyecciones lingüísticas que incluyen tanto a la Madre María como a Ceuta, muy similares o idénticas a las urticantes propuestas del siempre políticamente incorrecto reguetón.
Los caras de coco glasé constituyen una impostura parapetada tras los clásicos, en cuya cáscara se refugian a ver si les sale bien la movida, planificada por añadidura con total premeditación y alevosía. Esta especie, a su vez, podría subdividirse en dos: los figurantes y los olvidadizos.
Distinguiendo a la legua la condición no nacional de un hombre o una mujer –en general bajo la acción de estereotipos, pero con eficiente puntería–, y vestidos con todos los atuendos que la sacrosanta globalización manda, los figurantes se les acercan a preguntarles la hora (los cronopios clásicos, claro, nunca la saben) para poder determinar la procedencia geográfica de ese bípedo implume no identificado caminando bajo el sol tropical y tirarle su correspondiente garfio, lo que los anglos nominalizan como hook: “habanos”, “chicas” o “paladar” son tres de sus palabras predilectas. Muchos y muchas sueñan con serpientes de mar antes o después de una o varias sesiones de discoteca y restos de humedad. Y a veces lo logran, aunque sin llegar adonde dicen se hace el cine con mayúsculas, sino volando a la derecha, sobre el Atlántico, y estableciéndose en Madrid, Roma, Berlín o París.
Los olvidadizos salen por el aeropuerto a encuentros académicos, estancias de investigación o becas. Habiendo recibido una cantidad de dinero que va de magra a razonable, demasiado a menudo dejan las billeteras en sus habitaciones cuando alguien los invita a algún sitio. Se trata del mismo tipo de cronopios que en un evento, a la hora de almorzar o cenar, desaparecen como David Copperfield solo para encontrarse a sí mismos en un Mc Donald’s de Miami o Montreal, una taquería de Ciudad de México o un puesto de fritangas en Managua, porque la timidez y el ahorro, esas dos grandes virtudes nacionales, constituyen la manera de poder llevar de regreso una parte de tales emolumentos para destinarlos a lo que un judío alemán llamó alguna vez la canasta de bienes que un individuo consume para vivir y reproducirse.
Y aquí también se verifican, desde luego, conductas previsibles cuando durante el receso de un congreso, taller o seminario, un colega de Nueva York, Madrid o Frankfurt los insta a un acto tan socorrido como tomar un café con un croissant –digamos en un Starbucks. Los caras de coco glasé, que parecen tener las manos fundidas en plomo, no hacen gesto alguno sobre el bolsillo una vez concluida la actividad, y con el dependiente a flor de vista. Asumen se trata de un gesto solidario que el otro considera de antemano a la hora de sentarse con ellos. Sus profundas voces interiores les machacan la legitimidad de su manera, persuadidos de que para eso los invitaron y de que, después de todo, también para eso mismo se vive en el Primer Mundo.
Si se trata de ir compras, sus homólogos latinoamericanos y caribeños acostumbran a colocar en sus maletas un detalle, una bebida típica, una prenda de vestir local o un souvenir. Pero los cronopios cubanos son aquí, de nuevo, excepcionales: van compulsivamente a pulgueros y tiendas buscando posesiones tan diversas como desodorantes Degree, jabones Dove, máquinas de afeitar Gillette, creyones Avon, tenis Nike o Adidas, televisores LEDs, teléfonos celulares chinos y otros portentos tecnológicos, mucho más asequibles que en la Isla, esa donde la inmensa mayoría de los habitantes, cronopios, famas, esperanzas, y sus híbridos, no reciben salarios en billetes llamados Cuban convertibles (CUC) –más conocidos entre los paseantes como “cucos”, “fulas” o “chavitos”–, sino en moneda nacional, expresión que lo deja a uno con la sensación de que constituyen un medio de cambio galáctico y no papeles secundarios puestos a circular por el Estado en 1994, cuando George Washington y Alexander Hamilton, esos patriotas con bucles, dejaron de señorear por barrios y calles cubanos.
En Historia de la vida del buscón llamado Don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños (1626), Don Francisco de Quevedo y Villegas –entre cuyas obsesiones estaban los viejos, los avaros, los cornudos y Luis de Góngora– relata que este pícaro, que “tenía la nariz entre Roma y Francia” y “dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas”, decidió un día huir a América buscando una situación más propicia para acomodarse, aunque al final no lo consiguiera. Sin embargo, por esa misma época uno de idéntica estirpe logró embarcarse en un galeón sevillano y a fin de cuentas establecerse en Cuba, Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias.
Y llegó para quedarse, mutando a cronopio en generaciones sucesivas.
Fernando Fernán es considerado español por casi todo el mundo, lo que está bien. Nació en Lima, Perú, de padre español y madre española.
Conozco otro caso donde el hombre nació en la Vana de padre español y de madre española, pero es considerado cubano.