El árbol de la esquina

Foto: Dazra Novak.

Foto: Dazra Novak.

Nuestra calle, a la mañana siguiente al huracán, era todo un desastre. Como tantas en la ciudad y en el país, si bien no de las peores. Tímidamente fuimos asomando las cabezas más allá de las ventanas para verlo con ojos propios recién despiertos: a Cary se le voló la antena. A Pepe la tapa del tanque. A María Elena se le olvidó asegurar las tuberías. Aurora asomó también su cabeza y gritó un grito como los que siempre grita, imposible de ignorar: ¡al fin, se cayó el álamo! ¡se acabó la brujería frente a mi casa!

El viejo árbol –centenario según declaraciones de muchos– se había levantado la falda llevándose en el gesto un buen trozo de asfalto y un cachito de acera. Desmayado estaba sobre la cerca del jardín infantil, y algunos juraban que la luz no la pondrían hasta que se secara aquel tronco inmenso, pues motosierra no hay en este país capaz de aserrar semejante diámetro. “Como no venga Changó y la tasajee con un rayo”, expresó Dagoberto con el fatalismo que le caracteriza y calculando mentalmente el tiempo que demora en pudrirse un tronco.

La verdad es que todo el mundo en la cuadra perdió algo, pero casi nada comparado con la triste suerte de otros. El daño se resumía a antenas, persianas, agua colada por alguna hendija, cables caídos, o algún material que se cansó de aguardar en los techos el momento de ser usado como parche. No obstante, cuando Aurora dijo aquello de ese modo, con aquel tono tan antiyoruba, tan antiecológico, sentí que algo más que el huracán nos había pasado. Dudé si sería la misma Aurora que cuida su jardín con tanto esmero. Llegué a pensar que el viento le había zafado de la cabeza su santo coronado.

Por suerte para ella a esas horas el vientecito todavía soplaba lo suyo. Nadie pareció sentirse aludido y nos metimos otra vez para dentro de las casas. Pero mientras me concentraba en secar el agua destilada por el refrigerador y barría las hojas que habían entrado, no dejaba de pensar en el pobrecito árbol. Yo he vivido en este barrio desde que nací y hasta recuerdo con especial cariño al hombre del saco –no el del cuento sino distinto, este no le metía miedo a nadie–, uno que se hizo viejo recortándole los retoños dizque para alimentar a sus conejos.

Un buen día descubrí que el árbol, en realidad, era su sustento. Con el que le había dado cuerpo al hijo y la herencia que tiene hoy: el negocio de yerbero.  El árbol, más allá de mi cuento, no solo había llegado antes que nosotros, sino que era el guardián de la cuadra, el que nos avisaba que ya estábamos en casa, al que había que saltarle las raíces para llegar a la bodega, el que, de niños, nos servía para amarrar un hilo de pita y hacer tropezar a los transeúntes. Nosotros también mentíamos, como el yerbero, diciendo que no, el hilo… ¡qué va!, ¿nosotros?

De todos modos, cuando se corrió la noticia, gracias al omnipresente radio portátil del viejo Dagoberto, que la luz eléctrica tardaría en restituirse y no precisamente por el álamo, todos olvidamos lo que había dicho Aurora. A mi cuadra la invadió un estado febril de “dale al que no te dio”, pero en ese sentido positivo que ya creíamos olvidado.  Hubo quien dio carne, cubos de agua, fósforos, laticas de refresco caliente, galletas de sal, como si las viejas rencillas entre vecinos también hubieran sido arrancadas de raíz por los feroces vientos del huracán.

La calle se inundó, sin pretexto de fiesta popular, de un sabroso olor a carne de puerco frita (única manera de salvarla de la descomposición). Y todos coincidían en el asombro de que nunca habían comido tanta carne de una sentada como si fuera arroz. Y a la vieja Cuca se la veía feliz de tener a tanta gente con la que dialogar sobre una tragedia fresca, fresquita como telenovela recién estrenada. Y el hijo de Dagoberto, a pesar de haber heredado mucho del pesimismo de su padre, volvió a cantar como en los viejos tiempos «La era está pariendo un corazón».

Claro que aquel día reconciliador se vio ensombrecido por las archiconocidas adversidades del azar cubano. Restablecieron la luz, pero explotó nuestro transformador y fuimos los únicos a oscuras en todo el barrio. Vinieron con la motosierra y picaron la parte del árbol que había caído sobre la cerca, pero dejaron el largo tronco a duras penas adherido a la tierra como una inmensa boca quejosa. No vino el agua. Se acabó la carne frita. Aurora volvió a maldecir la brujería que seguirían dejando en el álamo que calma la ira de Changó, espantando a los chiquillos que se encaramaban sin medir consecuencias.

Fue entonces que comenzó lo que pudiéramos denominar ese susto retroactivo. Una noche había sido suficiente para trastocar nuestro orden de cosas (que no son tantas, pero es nuestro orden). Antes nos quejábamos por lo-poquito-que-teníamos y de pronto nos ganó ese susto, que dura todavía, ante la idea de perder también ese poquito.  He querido culpar a la madre naturaleza, a falta de otro responsable, pero al doblar la esquina esta mañana he visto al álamo todo jorobado, con las raíces por fuera… retoñando. Y descubrí en la metáfora de su gesto el tipo de cosas que uno no paga, que nadie te regala, pero son tan extrañamente tuyas.

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