Confieso haberme despertado, no pocos años de mi vida, con este viejo tema de los Van Van: “Anda, ven y muévete“. Confieso haber bailado ruedas de salsa dale con el corazón, muévete, hasta quemar la borrachera en incansables gotas de sudor corriendo por mi rostro y espalda. Confieso que en mi temprana juventud yo también torturé al vecino qué tú quieres, si yo no puedo parar con música a todo volumen para amenizar ese baldeo cubano de los sábados donde echamos agua como si todos fuéramos hijos legítimos de Yemayá, como si el agua del planeta no se fuera a acabar nunca. ¿Acabarse?, jamás.
Confieso el meneo de cintura, hasta abajo, hasta el piso como Paulito, con esas maneras de los cubanos que tanto nos reconocen los visitantes foráneos de movernos por el mundo como si le hiciéramos el amor a todas las cosas. Confieso que, en efecto, los cubanos vamos por ahí haciendo el amor hasta cuando nos paramos en la esquina a mirar para ambos lados y saludamos al amigo y al visitante lo llevamos de paseo y señalamos con la sonrisa siempre dispuesta un edificio que está a punto de caerse y del que, hágase el milagro, vivimos tan orgullosos y felices… ¿Felices de qué?, esto nadie lo sabe.
Confieso haber cejado en mi intento de entender cómo funciona todo esto desde aquel día en que secuestraron a mi hermana en el mismísimo barrio, casi delante de mis ojos, es decir, al doblar de la esquina. Un taxista de un almendrón se la llevó unas cuadras de más en su añeja carroza para más tarde traérnosla de vuelta, vivita y piropeada. Y ella regresó así, tan contenta de la vida, con la autoestima por las nubes. Sin siquiera saberlo con aquel sencillo gesto ella también dejaba asentados, en páginas consecutivas del gran libro de nuestra idiosincrasia, el piropo y el meneo. ¿De quién la culpa?
Confieso que no supe de quién era realmente la culpa cuando hace una semana vi a aquel grupo de adolescentes avanzar victoriosos y contemporáneos por las calles empedradas de La Cabaña, en plena FILH 2018, con una bocina portátil con todo y manubrio y rueditas, botando música como si fuera sábado, día del baldeo nacional. Y así, como si le hicieran el amor a todas las cosas, iban imponiendo su presencia musical, silenciando más de una presentación de un libro y su autor, frenando unas letras con otras letras… de reguetón.
Confieso mi temor al verlos allá arriba, a los pies del Cristo junto a la bahía, otra vez rompiendo el silencio grácil de los parques habaneros con sus decibeles portátiles. En medio de aquella gimnasia pre-coital, penosa degradación de nuestro otrora pícaro contoneo nalgatorio, acabé por confesar mi espanto. ¿Qué edad tendrían?, no lo sé. Solo sé que usaban uniformes carmelitas. ¿Dónde vivían exactamente?, no lo sé. Solo sé que eran de mi barrio porque los cubanos, como que vamos por el mundo haciéndole el amor a todas las cosas, nos reconocemos ipso facto.
Confieso haber sido adolescente yo también. Yo fui alguna vez este cuasi virus social con el peligro de esa edad en que se tiene todo, pero no se sabe qué hacer con ese todo que se tiene. No sé qué habría hecho yo con una bocina portátil, de haberla tenido en aquel entonces. Pero sé que Van Van sonaba mucho más dignamente que este reguetón de cuyas letras no puedo olvidarme, pues para colmo ahora recorre en rueditas mi barrio mientras no me queda más que confesar mi incertidumbre: ¿de verdad ahora somos esto? ¿o será que nos estamos poniendo viejos?
Uniforme carmelita…. ya lo dijiste todo.
amazing again !!! No se que haria sin su columna que me hace desear tanto regresar a Cuba, quizas es lo unico que me hace desear tan hodo el retorno.
Menos mal que tambien tienen la columna de Cordovi que aun haciendo todos sus malabares me recuerda el porque me largue. (porque “me fui”, no pasa de ser un eufemismo).