Aburrido de pasar noches enteras sentado en el muelle de la Fé, me dispuse buscar un buen lugar para soltar las pitas. Un lugar donde el mar estuviera virgen aún, aunque tuviese que caminar por senderos inescrutables y atravesar herméticos montes por donde nadie cruzó nunca.
Mi abuelo, sabio y conocedor, me había mencionado un lugar cercano a la vieja finca donde él nació en Malpotón. Fue alrededor de las 2 de la madrugada cuando le volví a preguntar cómo se llegaba. Me esperaba al regreso de mis pesquerías para burlarse de lo escaso de mis capturas, y otras veces para ayudarme a identificar algunos pejes que yo echaba al morral sin saber si se comían o no.
Había llegado en bicicleta, después de pedalear 9 kilómetros sin luz, calculando a ciegas el borde derecho de la carretera. Los baches había que memorizarlos, a veces los más pequeños, que pueden ser más profundos, cambiaban de lugar, y la rueda delantera de mi “Forever” china frenaba dolida en mi casa, a punto de perder el acero.
La pesca es un arte que crea vicio. Los verdaderos pescadores no tienen problemas en regresar a casa con las manos vacías, los días malos existen. El hecho de soltar los cordeles, de imaginarse por dónde anda el pez y del tamaño que será es ya un aliciente. La pesca es un desafío natural que se lleva en los genes, como una necesidad o un reflejo incondicionado. Para mi abuelo era tan cierto como que “El ave vuela, el pez nada y el hombre pesca”.
Después de ver los cuatro galleguitos que no pesaban ni un cuarto de libra se sonrió y me dijo: “Mira que eres criminal. Échale eso al gato que le va a hacer más provecho que a ti”.
Cada vez que sucedía eso era como caer en la deshonra, la siguiente pesca sería nada más para impresionar al viejo Caro. “Qué mala suerte caraj”, me lamentaba en el pensamiento.
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“Ya te lo he dicho un par de veces, cuando vayas a los Esteros de Jucaral no te vas a arrepentir…”.
Los esteros quedaban bastante lejos. Por suerte tenía a Barbarito, más conocido como Cambolo, que se había mudado años atrás a Sandino pero creció en La Jarreta, cerca de Malpotón. A cada rato me acompañaba en los intentos de capturar algo bueno en la Fé.
“Ese guajirito que le dicen Cambolo es nieto de Joseíto Castro, que se sabe todo el Cabo de memoria”, me suelta el viejo, y prosigue: “La clave para llegar al mapa, lo único que te faltaba. Cuando pases por la zanja toma de esa agua y luego me dices si te has encontrado alguna así en toda tu vida”, sonrió.
A Cambolo no había que convencerlo mucho, ¿y por el abuelo? “No te preocupes mijito que este es el nieto preferido de papá. Cuando lo ve llegar le brillan los ojitos y si quiere monte, monte le da, lo que Barbarito le pida”, me dijo su madre.
Nos montamos en la guagua de las 6 de la mañana que para cerca de la entrada de Villa Miseria. Es un recorrido que lleva a los maestros hasta las escuelas en el campo. Los dos en plan pesca, con sombreros, camisas de mangas largas, mochilas y morrales de carretes -estos últimos con su respectivo hedor de marisco. El chofer enseguida acusó con la mirada, y un par de profesoras de más de 50 años susurraban en voz baja y hacían el clásico ademán con la mano aventándola ante la nariz.
Todos en la guagua Girón soportaron nuestra presencia hasta que llegamos a un entronque que se abría entre palmas. Tres kilómetros después se encontraba la casa de la tía a cargo de Joseíto, el abuelo de Cambolo. Por el camino en cada bohío que aparecía intermitentemente lo saludaban como si fuera un hijo. Todos le recordaban lo maldito que había sido durante los primeros años de su niñez.
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Llegamos. El viejo está durmiendo aún. La tía prepara una leche sabrosa con café, aceptamos un jarro para cada uno y luego Cambolo atrapa un chipojo verde en el horcón de la casa y se escurre hasta el cuarto donde dormía su abuelo. Se lo pega al viejo a una oreja, el reptil lo muerde y el viejo, ya despierto, va con santa paciencia y devuelve el chipojo al patio espetando: “Si no eres tú Barbarito, no es nadie. Venga acá y dele un beso a su abuelo”. El nieto le dice papá.
“Queremos ir a pescar a Jucaral, a los esteros, yo creo que me llevaste una vez allí. Es que este tiene ganas de pescar cuberas grandes. Ya le expliqué que eso es en la uña del mangle y que hay que hacer un humazo para poder aguantar las plagas de mosquitos y jejenes. Yo sé que él no aguanta una noche allí. Pero si quiere probarse, lo vamos a llevar”, le dice Cambolo.
El viejo Joseíto tiene más historias que canas y su pelo es de un blanco cenizo. Se sonríe al ver al nieto hablar con esa propiedad sobre el monte, se siente orgulloso y dice: “Pues nos vamos ahora mismo pallá abajo. Nos llevamos a Maikel, que hace rato quiere ir a pescar”. ´
Maikel es su nieto también, vive en otra casita cercana, con sus padres. Es joven como nosotros y vuelve a ser el mismo –según él- cuando ve llegar a su primo Cambolo, único compañero de aventura en toda aquella sabana.
Bordeamos la lagunita y fuimos los tres a recoger al primo en su casa. Debíamos llevar un par de calderos para cocinar arroz y pescado, además de una red de pequeño atrape para capturar la carnada. Estos últimos implementos aguardaban por nosotros en el mismo lugar. Maikel vio los cielos abiertos cuando llegamos: “¡Abuelo, dime que nos vamos de pesca!”, gritó. Y enseguida agarró sus andariveles.
Cuatro partimos rumbo a Jucaral. Este había sido el lugar por donde algunos gallegos sacaban el carbón de contrabando. No querían pagar a los terratenientes de inmensas extensiones de monte espeso y se las arreglaron para hacer una larguísima zanja que llegaba al mar, donde según cuenta El Peje (Joseíto Castro), esperaba una goleta que cargaba para Cancún y luego ese carbón calentaba a los americanos durante el invierno.
No hice más que ver la zanja después de unos 10 kilómetros atravesando ciénaga para lanzarme a tomar agua. Pensaba en la certeza de mi abuelo: “El agua más rica y limpia de tu vida”, con razón, es la única posibilidad de tomar agua en todo aquel lugar.
La zanja la construyeron durante la colonia. Dice Caro que todos los años la limpiaban y él se ofrecía a trabajar por 38 kilos al día. Cuando me la topé estaba toda cubierta de berro, el mismo que se come la gente en ensaladas. No sé exactamente la distancia que tendrá. Según El Peje son más de 30 kilómetros desde que comienza en el monte y se fue llenando de agua de muchos manantiales. Poco profunda, metro y medio quizá, muchas jicoteas, enormes y ningún pez a simple vista.
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Llegamos a un lagunazo que se forma antes del manglar, vimos un par de alcatraces volando: buena señal de que había sardinas.
Luego de veinte pases de un lado al otro con la red, solo acumulamos tres libras de sardinas. Caminamos por la uña del mangle, que es la raíz, y comenzamos a soltar las pitas en una estrecha apertura por donde solían pasar cuberas de respetable porte. El primero en atrapar algo fui yo, una cuberita de dos cuartas de largo, más pequeña de lo que imaginé cuando se mandó anzuelo en boca. Luego El Peje atrapó otra de 8 libras que dejó para llevarse ese mismo día a su casa y Cambolo se robó una picúa pequeñita, parecida a un termómetro. La enganchó por un ojo milagrosamente.
Una hora sin picar y salimos a cocinar algo. Mi cubera y la picúa serían el plato fuerte. El Peje tenía que irse porque en la mañana comenzaba a arar tierras. Nos dejaba solos en medio de aquella perdición. Mientras escamaba su cubera nos aconsejaba: “Si les coge la noche dentro del manglar no pueden salir, porque la marea sube y ustedes no van a dar con la vereda por encima de las raíces. Además, acostumbran a entrar un par de cornudas cuando es de noche, aparte de su caimancito que se riega de vez en cuando por aquí…”.
¿Cornudas? ¿Tiburones martillos bajo nuestros pies? ¿Caimanes? Aquello estaba costando un poco caro, y la luz mortecina de la tarde ya amenazaba con desaparecer. Entrarle al mangle era de hombres. Pero nosotros nos creíamos pescadores.
Adentro otra vez. La primera que picó tenía que ser grande, lo supuse luego de que me partiera un cordel que aguantaba 40 libras. Ahí me desenfrené. Saqué un “60 libras” y me imaginé que volvería a picar.
No bastó que la picada hubiera comenzado tan temprano. El primo Maikel empezó a corroerle el cerebro a Cambolo: “Primo, vamos echando pa´ la casa que yo me sé el camino. Ya es de noche y si nos coge un bicho aquí no aparecemos más. Habla con el periodista y vamos…”. Por fin lo convenció y a mí lo que me dio fue coraje: “Yo te juro que me quedara solo aquí. Lo que pasa es que no me sé el camino de regreso y ese monte hace que cualquiera se pierda…”.
Me dieron el machete ya a oscuras con el agua al cuello y comenzamos a salir. Ellos detrás de mí, como escudándose agarrados de mis hombros. Si algo aparecía, chocaría conmigo…
Bajo un torrencial aguacero que llegó para sumar calamidades, llegamos por fin a la casa de El Peje, casi a las 4 de la mañana. El viejo nos abrió la puerta con una chismosa que alumbraba su sonrisa. “Yo sabía que ustedes no iban a aguantar… ¡se creyeron la historia de las cornudas!”.
Jajajaja buenísimo!!!!
ta bueno eso.. verdad que los pescadores viejos son jodedores a más no poder…!!!
yo me sé una historia parecida que le ocurrió a mi primo en los manglares de la Isla… se fueron a pescar y cuando viraban al atardecer todos apendej… por historias de caimanes en la zona… y todos en fila con el agua por la cintura…. y de pronto uno de los últimos pisa una penca de palma por una punta y el resto de la penca empezó a levantarse del agua y la corredera y gritería que se armo fue del carajo y el que iba delante gritaba que a él lo había arañado por la espalda el caimán y lo había hundido pero se había escapado de milagro… y era que el que iba detrás le había clavado las uñas para pasar por encima suyo en el tropelaje… de truco los cuentos esos de pescadores!!!
Chama te botaste jajaj tu sabes como cada lunes esperando a leer hoy es martes pero no me quedo de más que esperar jajaj y desde ya esperando al lunes.