A veces me viene a la mente aquella seguidilla de mi infancia: “Tongo le dio a Borondongo, / Borondongo le dio a Bernabé, / Bernabé le metió a Buchilanga, / le echó Burundanga y le hincha los pies, / Monina”. Ese dale al que no te dio, aquel contacto brusco era la manera en que, al parecer jugando, se trasmitían cariño esos personajes de nombres tan sonoros.
Quienes fuimos niños en los 50 y 60 teníamos nuestro “paquete”. Más de la mitad del tiempo útil fuera del aula se lo entregábamos a la radio. Crecí en el batey de un ingenio azucarero, no teníamos televisor, y entre Leonardo Moncada (el titán de la llanura), Kazán el cazador (amo de la selva), Taguarí (el rey blanco del Amazonas), Tamakún (el vengador errante), Los tres Villalobos, Jackie el pecoso, Chan-Li-Po y Nelson el intrépido, apenas nos quedaba tiempo para un pitén de pelota a la bamba. Aunque, con justicia, los juegos no eran segunda sino primera prioridad: “A la una mi mula”, “La quimbumbia”, “Viola y el paso”, “El viejito pega-pega”, “Paso gigante”, “Aceitera vinagrera”…
Teníamos un “paquete”, sonoro y táctil, no audiovisual y virtual como el de hoy. Creo que por eso quienes nos formamos entonces sabemos escuchar y practicamos la empatía, bien lejos de la pasividad con que muchas personas hoy se sientan frente a una pantalla, simplemente a ver, o a jugar con seres que no existen, ni gozan ni padecen. Ajenos al individualismo que tan bien se fertiliza con los códigos actuales de “participación social”, nos vamos convirtiendo en bichos raros.
Siempre los objetos que reinventan o simulan la vida acaban secuestrando a la verdadera, con más fuerza a niños y adolescentes: pudiera ser un libro, un álbum de postalitas, cómics, soldaditos plásticos, una guerra entre indios y cowboys… Pero por lo general aquellos “productos” donde esa vida inventada se relaciona de manera más directa con lo sensorial, ocupan el mayor espacio en la pantalla interna donde a cada rato nos rodamos a nosotros mismos, con banda sonora, efectos especiales y subtítulos en jerigonza.
Los sabios dicen que la verdadera felicidad no está fuera sino dentro de uno; no obstante valdría una precisión: todo lo que llevamos dentro lo incorporamos del entorno; nacemos vírgenes de sensaciones, y lo externo nos nutre el arsenal. En la medida en que ese toque iluminador rebasa a los efímeros contactos sensoriales y el alma se diseña, construimos inocentemente el guion de nuestra subjetividad, con emociones, rechazos y jolgorios incluidos.
Todos los juegos, incluso aquellos en que hacíamos reencarnar a los héroes hertzianos, tenían una alta dosis de contacto físico, porque el componente abracado (decíamos abracao) estaba presente en la mayoría. Otro tanto sucedía en los duelos con espadas de palo que, muy frecuentemente, concluían con algún mandoble triturador de nudillos, o cuando una de las cimitarras de los tigrecillos de Mompracem hacía añicos el sable de un enemigo y este se abalanzaba sobre el pirata para caer en un forcejeo de toretes hambrientos en pos del arma sana. Cuando uno de los contendientes lograba prender una estocada vegetal en la tetilla izquierda del contrario, sanseacabó.
El contacto físico siempre ha constituido un buen componente para el fomento de los sentimientos de solidaridad, hermandad y aceptación de la igualdad que subyace en lo dispar. De ahí que el apretón de manos, o el abrazo constituyan platos fuertes en el menú universal de los gestos afectivos. Nos hacen más humanos, nos permiten comprender cabalmente que los otros también son cuerpos inteligentes tratando de sumarle jugos a la vida.
Sabemos que la cultura oriental prescinde de exhibir el contacto físico, por eso nunca vemos a una pareja de japoneses besándose en pantalla. Pero tal situación no quiere decir que esa etnia renuncie a los ardientes contactos, en espacios más privados. Si su comportamiento en el exterior de la pantalla coincidiera con el que exhiben dentro, no existiría explicación alguna para el predominio numérico de los asiáticos sobre el resto de los homo sapiens.
También es de amplio conocimiento, por las películas soviéticas de hace cincuenta años, que ciertas zonas de la cultura eslava conciben como normal que personas del mismo sexo se besen en la boca sin que ello implique homosexualidad. Cada pueblo tiene su estilo de comunicación corporal. El nuestro difiere bastante. Ni por todo el petróleo de Siberia, ninguno de nuestros líderes mostró disposición para entregar, como moneda de cambio, un beso en la boca a un ruso. Los encargados de recibir a las primeras delegaciones lo hacían con el brazo extendido hacia delante.
Las niñas de nuestra infancia jugaban “A la rueda-rueda de pan y canela”, “¿Dónde van, pastores?” o “La candelita”, entre otros. Se tomaban de las manos para ello, se las palmeaban o las chocaban al pasar, de manera que con ese simple contacto se comunicaban coloridas certezas de alteridad.
El repertorio lúdico de los varones era más rudo. Teníamos “El viejito pega-pega”, que consistía en que un “quedado” persiguiera al resto, de modo que al tocar a uno, este debía permanecer inmóvil en la posición en que lo habían capturado. La mayor parte de la veces los toques eran gaznatones. De aquella petrificación no podía salir el tocado hasta que un compañero, con otro aletazo, lo despegara. El quedado dejaba de serlo si conseguía “pegar” a todos los participantes, o si algún pegado se movía; entonces el más antiguo de los pegados, o el movido antes de tiempo, ocupaba su lugar.
Estaba también “El agarrado” que funcionaba con la misma lógica, con la sola diferencia de que a quien agarraban adquiría la condición de quedado inmediatamente. Tocarse, abracarse o agarrarse era, también, una manera de ir sabiendo tempranamente, de cada quien, sus inclinaciones. Un solo ejemplo: el juego “Aceitera vinagrera” siempre fue el que más le gustó a Alfonsito, todo un prodigio dando cintura con el hula-hula.
La dinámica de juego consistía en que un quedado (siempre alguien se jode) se colocaba en posición decúbito supina, con la cabeza en las rodillas del que, sentado sobre la acera, oficiaba como orientador. Comenzaba el ritual: todos al unísono subían los brazos para bajarlos lentamente, como en una reverencia islámica, sobre la espalda del quedado; todo al compás de un estribillo hablado a coro: “Aceitera / vinagrera, / ras con ras, / amagar y no dar / dar sin reír / pellízcale el culo y arranca a huir”. Mucho que disfrutó Alfonsito con la última acción, tanto al hacer de quedado como de pellizcador.
Tras el crudo pellizco comenzaba la persecución, hasta atrapar a alguien, a quien le tocaba entonces empinar el fondillo. Siempre me llamó la atención la poca habilidad de Alfonsito para escapar, el pobre.
Hará unos dos o tres años llegue al Mejunje una noche de sábado. Lo distingue la exclusividad gay, tanto por el espectáculo, la mayor parte de las veces de travestismo, y besos eslavos a diestra y siniestra. No es mi día, pero tenía un asunto urgente que hablar con Ramón Silverio, de ahí que cerrara los ojos y me sometiera al riesgo.
María Bombero me dio la bienvenida en la puerta, con el respeto que la distingue. Busqué a Silverio, pero no aparecía. Puede que mi actitud escrutadora entre la multitud me diera aspecto de cazador, o de viejo bujarrón en celo, de tal suerte que transcurridos unos veinte minutos se me acercó una extraña mujer, ya veterana, toda teta y nalgas, y me lanzó una herética pregunta:
—¿No me conoces, camaján?
—Bueno… la verdad que no –le respondí con susto. Aunque a decir verdad, su rostro me decía algo.
Me miró inquisitivamente, arqueó una ceja, cerró el abanico, me hizo con él un gesto, como apagándome, comenzó a alejarse y mientras se retiraba dio vuelta a la cabeza y me dijo.
—No te hagas, que bastante que me pellizcaste el culo.
Jajaja, extraño juego.
Ese tono desenfadado y a la vez profundamente melancólico, hace de las crónicas de Ricardo Riverón un verdadero tesoro. Se nota la mano profesional del autor. Felicidades!