Son las 10:07 AM y Lázaro mira de soslayo el reloj de la sala. “Ya nos van perdonando siete minutos”, dice, pero en lugar de alegría es angustia lo que traslucen sus palabras.
Cinco minutos después, su desazón es evidente. Ha vuelto a mirar varias veces el reloj de pared, al menos una vez por minuto, y apenas puede mantenerse sentado en el sofá y seguir el ritmo de la conversación que intentamos mantener.
No pasan otros cinco minutos antes de que finalmente se levante y comience a dar paseítos nerviosos por la sala. Sus ojos vuelven una y otra vez a las desesperantes manecillas y su ansiedad termina por contagiarme, por empujarme a la agónica persecución del minutero.
Por fin, a las 10:18 de la mañana se va la corriente. De golpe, se apaga el eco de la turbina del edificio y también la voz de Rudy La Scala, que desde hacía un buen rato se empeñaba en martirizarme desde un apartamento vecino. Lázaro deja escapar un suspiro de alivio y su expresión regresa a la afabilidad acostumbrada.
“Al fin, compadre —me dice—. Es que yo no soporto la incertidumbre. Si siempre la quitaran a las 10:00, que es cuando toca, fuera mucho mejor. Porque luego esos minutos de más no los disfruto, me los paso esperando que quiten la dichosa corriente y, además, no es que en realidad te los perdonen, porque después muchas veces te los cobran. Vamos a ver cuándo la ponen hoy.”
“Así mismo”, apostilla Maritza, la esposa de Lázaro, que llega a la sala con tres humeantes tazas de café. Se sienta también en el sofá y antes de dar el primer sorbo a su taza me cuenta que ella ve siempre la telenovela que ponen a las 2:00 de la tarde —“la que sea, no importa que sea repetida”—, pero que cuando toca “el solidario” casi nunca puede verla desde el principio porque “la luz la ponen lo mismo diez minutos que media hora más tarde, sobre todo cuando la quitan después de las 10:00”.
Sé perfectamente de lo que hablan. Somos vecinos y compartimos el mismo bloque para los cortes eléctricos, el tercero de los cuatro en los que está dividida La Habana para los apagones programados, oficialmente de cuatro horas por el día, entre las 10:00 AM y las 2:00 PM. Además, la planificación anunciada semanalmente por la Empresa Eléctrica habanera también contempla afectaciones nocturnas, rotativas como las diurnas, y de seis horas de duración, entre las 6:00 y las 12:00 PM, aunque estas no siempre se extienden tanto e, incluso, pueden no ocurrir si no se producen “salidas imprevistas” de plantas generadoras en el país y el déficit de electricidad en ese horario no alcanza niveles elevados, algo, no obstante, bastante inusual por estos días.
Luego de que se anunciara el inicio de los apagones programados en la capital cubana, a fines de julio, los cortes nocturnos eran excepcionales —a diferencia de lo que ya sucedía desde hacía meses en el resto de la Isla—, pero a medida que la situación del sistema eléctrico cubano se ha ido agravando, con afectaciones regulares por encima de los 1000 MW en el horario pico, estos se han hecho cada vez más frecuentes. Ello, aun descontando las interrupciones prolongadas ocurridas en La Habana —y en toda Cuba— tras el azote del huracán Ian, que motivaron cacerolazos y protestas.
Así, lo que fue presentado inicialmente por las autoridades como un gesto de “solidaridad” de la capital con el resto del país —de ahí su sarcástica calificación popular como apagones “solidarios”— no tardaría en convertirse en un momento habitual en el calendario cotidiano de los habaneros, que ha azuzado el descontento de muchos y los ha obligado a planificarse y convivir con sus efectos y oscuridades. Un momento —o, en verdad, momentos— que, por otro lado, poco o nada ha servido para aliviar los apagones en las restantes provincias, que siguen siendo iguales o, incluso, más largos que cuando se iniciaron los cortes en La Habana —salvo algún que otro alivio momentáneo—, y que, aunque cause quejas y molestias entre los capitalinos, sigue siendo una afectación mucho menor que la del resto de los habitantes de la Isla.
Lázaro y Maritza, vecinos jubilados con los que acostumbro conversar y aceptarles de tanto en tanto una taza de café La Llave que les envía su hija desde Estados Unidos, aseguran estar conscientes de ese “privilegio”. “Es un poco feo estar quejándose de no poder ver la novela una o dos veces a la semana cuando casi toda Cuba se pasa el día apagada —sostiene la mujer—, porque las cosas fuera de La Habana están terribles. Según me cuenta mi hermana en Camagüey, han llegado a tener menos de cinco horas con corriente en todo el día. ¿Tú te imaginas? Pasan las de Caín para cocinar y lavar, no pueden conservar la comida, por las noches apenas pueden dormir con el calor y los mosquitos, y todo eso con su nieto, que es un niño chiquito, en la casa. Terrible. Pero, por otro lado, ¿qué culpa tengo yo de que a ellos les quiten tanto la corriente?”
“La verdad es que, si te pones a ver, con todos esos cuentos que uno oye de la gente de otras provincias, que uno no se explica cómo pueden vivir de esa manera, acá en La Habana somos reyes —apunta Lázaro—. Lo que pasa es que somos reyes como mismo son reyes los tuertos en el país de los ciegos. Pero eso no significa que, porque estemos mejor que los ciegos, nosotros estemos bien, porque seguimos estando tuertos, ¿no? Para estar bien lo que no debería es haber ni tuertos ni ciegos.”
Sistema eléctrico en Cuba. Complicaciones por lo menos hasta diciembre de 2022
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Después de tomarme el café me despido de Maritza, que vuelve a la cocina a terminar el almuerzo. Ya lo tiene “casi todo adelantado”, me dice al devolverle la taza, porque los días que toca “el solidario” se levanta más temprano a cocinar el arroz y ablandar los frijoles en la olla eléctrica, y solo le queda “darles el último toque” en la olla de presión y “hacer un picadillo con las papas que llegaron el otro día por la libreta”. Lázaro, en cambio, aprovecha mi salida para acompañarme y así “estirar las piernas”, y mientras bajamos las escaleras retoma nuestro diálogo previo al apagón, sobre “el desastre” que él considera será la publicitada Liga Élite del Béisbol Cubano y “el ridículo” que en su opinión —y en la de muchos aficionados— han hecho las autoridades beisboleras de la Isla con la no llegada a tiempo de los uniformes y el retraso en el inicio del torneo.
No llegamos a debatir mucho del tema —en el que, por demás, estamos prácticamente de acuerdo—, porque, ya en la calle, una discusión entre dos hombres a la entrada de un edificio vecino nos desvía la atención. No es una conversación violenta ni con palabras ofensivas, al menos por el momento, pero su volumen y el lugar en que ocurre le impiden pasar desapercibida. Y también el tema: los apagones y la situación del sector eléctrico en Cuba. En consecuencia, ya otras personas, desde la acera de enfrente o balcones cercanos, enfocan sus ojos y oídos hacia ella; siguen, con más o menos discreción, los argumentos de uno y otro, y ahora nosotros también lo hacemos.
Los hombres son dos vecinos a los que no conozco mucho, aunque sí lo suficiente para saber que sus puntos de vista sobre la realidad cubana no son para nada coincidentes y que no es la primera vez que se enfrascan en discusiones públicas sobre política y otros temas de la actualidad en el país. “Mire, Armando, no me hable más del bloqueo, que usted sabe bien que esa no es la única razón”, escucho decir al más joven, sin importarle al parecer que haya media cuadra oyéndolo. El otro resopla y vuelve a la carga con un “claro que te tengo que hablar del bloqueo, porque si no hubiera bloqueo no estuviera pasando esto de los apagones, aunque haya gente que quiera negarlo”. Y cuando intenta seguir, el más joven lo interrumpe para dejarle claro su desacuerdo y replicarle que “bloqueo hay desde hace 60 años, y ni siquiera en el Período Especial las termoeléctricas estaban como ahora, que se pasan la vida rompiéndose”.
“Porque antes estaban más nuevas y ahora por el bloqueo no se pueden arreglar bien”, contrataca Armando, que sube más la voz para cortar a su oponente, pero hace enseguida por bajarla cuando comprueba que hay varias personas observándolos. “¿No se pueden arreglar, pero sí se pueden seguir construyendo hoteles por toda Cuba?”, aprovecha el otro para retomar la iniciativa y lanzarle una ráfaga de preguntas: “¿Y por qué no les pasaron antes la mano, cuando las cosas estaban un poco mejor, o usted no sabe que hay termoeléctricas como la Guiteras que llevan como diez años sin un mantenimiento en condiciones y por eso tienen que estar cogiéndole los ponches a cada rato? Porque eso lo han dicho hasta por el noticiero. ¿Y por qué no se ha podido utilizar el famoso crédito ruso y, en cambio, se está pagando una millonada por el alquiler de las plantas flotantes turcas? ¿Y por qué no se pusieron más para las energías renovables, con tanto sol que hay en este país? ¿Y por qué no dejaron mucho antes que la gente pudiera traer paneles solares por su cuenta?”
“Ay, muchacho, la verdad que tú no entiendes”, atina a responder Armando, y Lázaro, que ha estado siguiendo la discusión a mi lado, me sugiere continuar con nuestra caminata “porque estos dos nunca se van a poner de acuerdo”. Sigo su consejo y empezamos a alejarnos del lugar, pero aún tengo tiempo de ver que el más joven —“es Osmany, el hijo de Mireya, la que vende tarjetas de recarga telefónica”, me explica Lázaro— le responde al otro que “el que no entiende es usted” y le da la espalda para dejarlo sin oportunidad de réplica. “Viven fajados, pero la sangre nunca llega al río —me advierte impasible mi compañero de andanza—. Ya los verás por la tarde, después que venga corriente, ahí en la esquina tirándose puyas en la mesa del dominó.”
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Vamos hasta la otra cuadra, donde un grupo de personas apostadas en las afueras de la tienda nos indica que están a la espera de alguna mercancía. “Debe ser lo que faltaba del pollo”, me comenta Lázaro, que lo confirma con uno de los apostados. El camión, le dice el hombre que descansa a la sombra en un banquito de madera, debe llegar después del mediodía y, si es así, la venta de los paquetes de pollo empezaría después que pongan la corriente, cuando “cuadren” lo que llegó y organicen la cola. “Ya yo lo cogí cuando vino el otro día, así que ahora no me toca”, apunta mi compañero y le respondo que yo todavía, así que me acompaña hasta donde se reúne el grueso de los centinelas y él mismo se enfrasca en hallar el último en la madeja de vecinos que esperan estoicamente aquí y allá, en una acera y la otra, hasta que da con él. O, en realidad, con ella, porque, como es habitual en estas colas, la mayoría son mujeres.
Llamo a mi esposa para decirle que estoy en lo del pollo, que me avise cuando esté el almuerzo para ir a comer rápido y virar enseguida con el carnet y la libreta, no vaya a ser que el camión llegue temprano o la cola se caliente, que nunca se sabe, y cuando termino la llamada ya Lázaro hasta ha dado el último por mí, a una muchacha. “Me voy a quedar contigo un rato —me dice—, que los días de apagón me aburro un mundo en la casa y aquí por lo menos puedo ver a la gente”. Y sí que la hay, aun siendo día de semana y a pesar de que ya buena parte del barrio compró el pollo en el viaje anterior del camión. Como el propio Lázaro. Y como María Elena, que pasa y saluda y nos dice que ella ya se comió el paquete que le tocaba —luego de indagar qué estábamos esperando en la tienda—, y también nos pregunta, “solo para confirmar”, si esta mañana quitaron la corriente.
“A las 10 y pico —le contesta Lázaro—, ¿qué tú esperabas?”, y la mujer, sonriente, afirma que “uno nunca sabe” y, de paso, nos cuenta que había madrugado para ir a hacer un trámite a la dirección de la vivienda, y que por eso no estaba en su casa a la hora del “solidario”, pero que por el silencio que había en la zona cuando venía llegando ya suponía que estábamos apagados. “Ahora hasta las 2:00 o 2 y pico”, sostiene, y Lázaro, después de asentir, le pregunta, curioso, si había “luz” en la oficina a la que ella había ido. “Sí había, porque no estamos en el mismo bloque —responde María Elena—. Tuve que averiguarlo antes de ir, no fuera ser que me embarcara. Pero al final, me embarqué igual. Fui por gusto, porque la jefa a la que tenía que ver hoy no fue.”
“No es fácil”, reflexiona mi compañero, mientras la mujer se aleja con la intención declarada de “fajarse” en la cocina, porque, asegura, a sus nietos “no hay quien les diga que el almuerzo va a estar tarde ni por todos los apagones del mundo”. “Yo voy a tener que hacer lo mismo que María Elena, y averiguar cuál es el bloque de la oficina del carnet de identidad —me comenta Lázaro—, que el mío se me está rompiendo y tengo que ir a cambiarlo. Y no me haría ninguna gracia hacer esa cola, que dicen que está peor que las del pollo con tanta gente sacando el pasaporte para irse a ‘ver los volcanes’, y luego no poder resolver porque se vaya la corriente. Deja ver cómo puedo enterarme cuándo le toca el apagón.”
Llegó la hora de aprender a convivir con los apagones (y de paso, planificarlos)
En esa estamos cuando el hombre del banquito, que resulta ser uno de los primeros de la cola, un vecino de los habituales en el dominó de la esquina, viene hasta donde estamos nosotros y otro grupo de personas, y nos dice que ya hoy no van a vender el pollo. “Le avisaron a gente de la tienda que el camión debe venir ya por la tarde, o mañana temprano, porque como aquí estamos ahora en apagón les dieron prioridad a otras tiendas —informa diligente—. Entonces, aunque venga hoy, nada más contarían lo que llegue y lo guardarían para empezar a venderlo mañana, así que podemos irnos ahora para la casa sin problema y almorzar tranquilos.” “¿Y la cola entonces?”, inquiero preocupado. “La cola sigue igual —me contesta—, con eso no puede haber invento. Más tarde volvemos a vigilar la cosa, no vaya a ser que el camión se aparezca de momento y en la tienda cambien de idea, así que no te marees.”
El hombre se marcha a decirle a otros vecinos, y Lázaro me lanza una mirada piadosa. “Cuando te toca, te toca —me consuela—. Vamos para la casa y le digo a Maritza que haga otro poquito de café”. Le respondo que no hace falta, que casi de seguro ya mi esposa tiene listo el almuerzo, que puedo pasar más tarde, de regreso a vigilar la cola. Pero él insiste. “Si hubiera corriente hacía un batido con unas guayabitas que compré ayer en el mercado, que no están malas, y una leche en polvo que compré ‘por la izquierda’, pero ese vas a tener que ir a tomártelo por la tarde, después del ‘solidario’. Así que no dejes de pasar, que hoy dan fútbol por la televisión y quiero verlo tomando batido, aunque no dé tiempo a que se ponga muy frío”.