Recuerdo con mucha nostalgia mi primer Festival de Cine de La Habana. Ha pasado más de un cuarto de siglo desde entonces y aquella experiencia me sigue pareciendo deslumbrante.
Estudiaba en ese momento en Santiago de Cuba, en la Universidad de Oriente, y junto a un grupo de amigos y compañeros de clases me enrolé en la aventura de viajar hasta la capital cubana sin más objetivo que ver cuanta película fuera posible. El país vivía el crudísimo Período Especial y atravesar la Isla de una punta a la otra para dedicarnos durante 10 días a hacer multitudinarias colas de cine en cine, con poco o nada en el estómago, y luego subir a pie cada noche los 24 pisos de la beca de F y 3ra, más que un acto de idealismo era una mayúscula temeridad. Pero la asumí, la asumimos todos, con el arrojo y el desenfado propios de la juventud, y si algo lamento hoy es que el Festival no hubiese durado, al menos, otros 15 días.
No tengo idea de cuántos filmes vi esa primera vez. No creo exagerar si dijera que unos cuarenta fácilmente. O más. Salíamos temprano de la beca y entrabamos en tromba a los cines desde las 10 de la mañana. Y así pasábamos el día: de tanda en tanda, de película en película. No pocas veces nos sorprendió la madrugada en esos trajines, porque en aquellos años había incluso tandas que iniciaban a la medianoche. Nos sosteníamos con pizzas paupérrimas, bocaditos de lo que fuera y empanadas de pasta de oca, auténticos manjares de entonces que atesorábamos en las mochilas mientras recorríamos La Habana sin apenas conocerla.
Sí, porque a diferencia de ahora, todavía en esa durísima época la urbe capitalina tenía un amplio circuito de salas de cines, muchas actualmente derruidas, cerradas o metamorfoseadas en otra cosa. Gracias a ello, y a los tronantes y tumultuosos “camellos”, que constituían casi en exclusiva el transporte urbano de la ciudad, pude adentrarme por calles y repartos inexplorados por mí hasta entonces y ver películas lo mismo en Guanabacoa que en Diez de Octubre, en La Habana Vieja que en Marianao, además de los céntricos cines de la calle 23, en el Vedado, sobrevivientes de aquellos tiempos oscuros y a la vez dorados para el festival.
Corrían los años 90, con sus agobiantes apagones y carencias, y la gente, contra toda lógica, abarrotaba las salas y convertía las filas para entrar en “molotes” kilométricos, en los que podías pasarte horas sin tener siquiera la certeza de que lo conseguirías. No importaba si el filme se exhibía al mediodía o a las 10:00 de la noche, en el majestuoso Yara o en el pequeño 23 y 12, la cola siempre estaba ahí, como el dinosaurio de Monterroso, un reptil tempestuoso y voraz, dispuesto a quebrar vidrieras y derribar las barreras policiales, y que con los años ha venido apaciguándose y reduciéndose como el evento mismo, aunque de tanto en tanto recupere su fragor adormilado.
En aquel, mi primer Festival, viví de todo. Desde pasar una eternidad en puntillas de pie, comprimido por la marea humana que desbordaba las afueras del Yara para ver la perseguida “Caballos salvajes”, del argentino Marcelo Piñeyro; hasta dejarme arrastrar por un tropel desaforado que hizo añicos las puertas del Trianón ―hoy sede del grupo de teatro El Público― ante la impotencia fatal de la policía, para disfrutar de la afamada “En el nombre del padre”, del irlandés Jim Sheridam, en una presentación especial con la presencia del mismísimo director.
Colarnos en masa, escondernos en los baños entre tanda y tanda, escabullirnos por debajo de los cordones policiales, jurar y perjurar a la portera que el ticket de entrada se nos había caído “ahora mismo” en medio del tumulto, fueron algunas de las jugarretas que aprendimos (y aplicamos) entonces. Y al terminar aquellos días, antes de tomar rumbo a Santiago en un tren herrumbroso y paquidérmico, nos despedimos de La Habana más escuálidos y exhaustos, pero, sin dudas, más felices, con mucho cine “entre ceja y ceja”, y un gusto ya inevitable por aquella cita desenfrenada y adictiva.
Después de aquella primigenia ocasión, estuve en el Festival cada vez que pude. Que no fue siempre. Primero los estudios y luego el trabajo conspiraron en mi contra no pocas veces, aunque por varios años ajusté mis vacaciones a esta época del año y viajé a La Habana dispuesto a ver todos los filmes que me permitieran mis ojos. Y aunque nunca llegué a la ―todavía para mí, legendaria― cota de mi debut festivalero, varias veces encadené jornadas memorables, con tres o cuatro películas por día, intentando, eso sí, plantarme frente a la gran pantalla con algo más sólido en el estómago que los frugales platillos que me salvaron la vida en los años 90.
Paradójicamente, ha sido después de mudarme para la capital cuando menos películas he visto en los festivales habaneros. Los avatares de la vida, los horarios y compromisos laborales, el peso de la cotidianidad, y ―quizá― la pereza que llega con los años, han menguado mis posibilidades y mi entusiasmo, aunque intento siempre no irme en blanco cada diciembre. No ha ayudado tampoco la reducción drástica de las salas de cine en Cuba, en comparación con las existentes antaño, ni el hecho de que luego varias de las cintas ―las más exitosas, las más premiadas― sean transmitidas muchas veces por la televisión o aparezcan en “el paquete” y estén al alcance de una memoria flash. Aunque, ciertamente, nada como verlas en la sala oscura.
Hace dos años, antes de la irrupción de la pandemia, me concentré principalmente en las muestras internacionales: filmes españoles, alemanes, franceses, que, salvo los acompañados por un gran éxito de taquilla o críticas rutilantes, suelen garantizar buenas experiencias cinematográficas y ―no menos importante― colas más tranquilas. Nadie podía entonces imaginar que la COVID-19 cambiaría el rostro al mundo y, con él, al Festival, y obligaría a una edición sui generis, divida en dos partes, con el concurso latinoamericano pospuesto hasta este diciembre y con mascarillas y aforo limitado como condiciones obligatorias. Aun así, en 2020 logré ver algunas películas.
Y ahora, que ya corre la segunda parte del Festival, intentaré nuevamente regresar al cine. Sé que no será igual que otras veces, que no podría serlo. Los traumas acumulados, los cambios establecidos ―como la venta de entradas por días, pero no por cines y horarios―, el nuevo ritmo de la vida y la lógica incertidumbre, hacen lo suyo. También las experiencias y los años que, al menos en mi caso, me hacen privilegiar a estas alturas la selectividad y la calma por encima de las correrías tumultuosas y el pantagruélico apetito fílmico con que desandaba el festival 25 años atrás.
Pero algo veré para desquitarme la nostalgia. En el Yara o La Rampa, en el Riviera o el Acapulco. Ya tengo las posibles candidatas marcadas en la cartelera. He leído las reseñas y he cotejado los horarios para, en lo posible, evitar sorpresas. No sé si serán, a la larga, las ganadoras del Coral o del Goya, o las candidatas al Oscar por sus países. No es eso, al final, lo más importante. Lo más importante es disfrutar del cine, paladear buenas historias, crecer con las películas, aunque como obras puedan no ser perfectas. Y para ello, el Festival de La Habana es una oportunidad única, inmejorable. Hace ya más de un cuarto de siglo lo aprendí y desde entonces trato de no olvidarlo.