Para los que se toman el cine con furia, que no son pocos, existen en Cuba dos momentos ubicados como polos en el almanaque. El más importante es el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, que aterriza a principios de diciembre en medio del invierno. El segundo cae con las primeras lluvias de mayo y despierta en pleno Vedado una inusitada vocación francesa.
La calle 23, que es en La Habana la calle de los cines, se va poniendo a medida que avanza mayo cada vez más parisina. ¡Cómo es eso posible!, se preguntará alguien que no ha pasado sumergido 15 días en una butaca frente a la gran pantalla. Pero lo es. Son las consecuencias de beberse tres y hasta cuatro películas galas cada 24 horas.
Uno termina creyéndose que la vida real corre dentro y no fuera del celuloide, o peor… cuando caen los créditos nos ataca una congoja que solo se cura si corremos a la próxima tanda.
Es comprensible entonces que al borde del verano prolifere una epidemia de bufandas, más allá de los que siempre las llevan; o que uno se siente en el Coppelia entre tanda y tanda, y se tome el helado con un zumbido de palabras francesas que ni conoce pero que se le han ido pegando filme tras filme; y que regrese a la casa bien entrada la noche mientras se dice que esta vez sí va a llenar la planilla para entrar a la Alianza.
Como en los 15 años que tiene ya el Festival de Cine Francés la películas terminaban abandonando La Habana cuando más cariño les habíamos cogido; este 2012 la muestra se extendió un mes, del 27 de abril al 26 de mayo. Sin embargo, como sucede con todos los amores furiosos, el de los habaneros por el Festival comenzó a muerte este año y se fue extinguiendo a la quincena.
Muchas de las que querían ser Isabelle Huppert, actriz a la que estuvo dedicada esta edición, a las dos semanas olvidaron sus rostros de mirada enjuta, su actuación contenida; y volvieron a convertirse en ellas mismas. La persecución en masa de El artista, que se llevó el Oscar a la Mejor Película, se evaporó en igual tiempo, y eso que las proyecciones del filme antes del Festival pueden contarse con una sola mano.
Casi desde el comienzo del Festival, corrió la voz de que 2 días en París se encontraba entre las películas “que no te puedes perder”, luego alcanzó ese lugar Los nombres del amor y por último Juntos es demasiado, ah también La oportunidad de mi vida. Los sábados y domingos se llenaron de niños rumbo a Una vida de gato y La guerra de los botones. Algunos padres confundidos los llevaron a ver El ilusionista, que es un animado de sensibilidad muy particular.
Esta fue una de las películas perseguidas por los cinéfilos de gusto más exquisito junto a La fuente de las mujeres, Libertad y, por supuesto, la muestra de filmes donde actúa Isabelle Huppert. Hay que decir que por primera vez en muchas ediciones se puede elegir al azar cualquier película y tener la seguridad de, cuanto menos, pasar un rato agradable.
Sin embargo, un mes, está visto, es demasiado para los espíritus aventureros de la nación. Decía Fernando Ortiz que el cubano es neófito por naturaleza, seguidor de modas. Sin llegar a absolutizar como él, sí debemos reconocer que parte de la furia con que se toma el Festival de Cine Francés se debe a la seguridad que tienen los espectadores de que por mucho que corran no van a alcanzar a ver todas las películas.
Esa lucha contra el tiempo fue una de los incentivos que faltaron este año. No hubo necesidad de hacerse estrategias semi militares: en el Yara a la 13:45, en el Chaplin a las 17:00, en la Rampa a las 20:00 y de nuevo al Yara a las 22:00. También los horarios de proyección no permitieron ver más de dos filmes por día.
El Festival de Cine Francés y solo él, nos hace salir de Lyon, correr por 23, comernos un pan con jamonada en la cafetería de Paseo, escuchar que el mejor filme de todos se proyecta en el Chaplin y vernos por azar desembarcando en Versalles. Esa sana presión y ese espíritu épico son parte de sus encantos.