Pocas figuras son tan atractivas como la del escritor. El literato es un personaje que muchos suponen extravagante y oscuro. Otros, abierto y locuaz. Reverenciado por algunos, por otros mirado con reserva. Se mueve entre leyendas de fulgor, locura y raras manías.
Pocas figuras son tan usadas como la del escritor. Acostumbraban los reyes a rodearse de aedas en su corte y esa costumbre ha llegado a los tiempos modernos. Los estadistas de hoy en día se precian de exhibir en sus cenas, encuentros familiares y mesas de protocolo a literatos de alta valía. Sus firmas pueden pesar en cualquier carta de apoyo o de repudio político. Y su palabra mediar en los más delicados conflictos.
Un escritor es útil lo mismo para un ministro que para el director de una pequeña empresa. El escritor, o su palabra, pueden ser usados para mítines de todo tipo. En Cuba sucede en actos políticos, asambleas del sindicato, fiestas de fin de año, matutinos…
Un verso lapidario puede poner fin a la discusión más encarnizada. La presentación de un libro como colofón reviste de solemnidad cualquier acto público. En esos casos el escritor –o el supuesto escritor– pasa por un instante a ser el centro de la actividad, y muchos quisieran estar en su lugar.
Que tire la primera piedra aquel que alguna vez no haya escrito un verso. O una carta de amor. Y si le ha faltado el valor o el recurso de la escritura, seguramente se ha acercado a alguien para que a su nombre exprese su sentimiento en negro sobre blanco.
Todos, o casi todos, los humanos alguna vez hemos soñado con escribir un poema, un cuento, una novela… un artículo de opinión. Todos, o casi todos, alguna vez lo hemos intentado. Muchos han cedido a la vergüenza y condenado a morir en el fondo de un bolsillo o de una gaveta al frustrado texto. Pero muchos, al menos, han dejado su caligrafía en un intento literario en la libreta de la amiguita que le pide una firma y un versito el día de fin de curso.
Quién no ha escrito un comunicado: “Nosotros, los alumnos del Octavo B, repudiamos la acción injerencista del imperialismo yanqui…” O: “Nosotros, los trabajadores de la EMPROMORTA*, apoyamos las decisiones del Tercer Congreso de…”.
Muchas personas sueñan con ser escritores. El militar se retira y quiere dejar escritas sus hazañas; no para que guarden su memoria sus hijos y nietos, sino porque todo el mundo necesita conocer sus actos heroicos, su vida ejemplar. Los empresarios de éxito quieren explicarle al mundo cómo consiguieron hacerse millonarios y levantar el imperio que es su empresa. Los políticos revisan sus discursos y los dejan para la posteridad, escriben sus memorias, validan su pensamiento en letra impresa. Los médicos, antes que escribir libros de medicina, prefieren hacer públicas sus crónicas del quirófano o del consultorio. Será que vivimos en la era de los superhéroes.
Pero hay más. Los músicos quieren cronicar sus vidas. También los actores y actrices. Los pintores se lanzan a escribir poemas, que al fin y al cabo debe ser más fácil que llenar de formas y colores un lienzo. Los bailarines y bailarinas sucumben ante la tentación de contarle al mundo los avatares de su carrera. Y los deportistas no se conforman con dejar su huella en los libros de tiempos y marcas, y también se empeñan en relatar cómo se enfrentaron a entrenadores que no les veían perspectivas, a comisionados que no confiaban en su talento, a las antojadizas lesiones, para finalmente saborear las mieles de la victoria.
Así llegan felices a una casa editorial con el cartapacio de hojas bajo del brazo para consagrarse como escritores. Cierto es que en muchas ocasiones el editor sucumbe ante la presencia de esa estrella mediática que supera en popularidad a cualquier escritor de su catálogo; una colección de chistes de un cómico de la televisión puede ser un palo editorial.
Alguna que otra vez el editor acierta. Conozco de verdaderas joyas literarias que han salido de la escritura de personas ajenas en un inicio al mundo literario: músicos, militares, deportistas…
Sin embargo, cuánto papel del bueno se ha derrochado en otros, y ahí están, al final de su carrera, paseándose por las ferias del libro, ocupando sitios en salas de presentaciones, cintillos de prensa y minutos de los noticieros culturales.
Al final de su carrera. Porque en los años de niñez y juventud nunca pensaron acercarse a un grupo o taller literario. Tenían cosas, y eso sí es cierto, más importantes que hacer.
Muchos queremos ser escritores, pero pocos desde un inicio nos decidimos por tan ingrata carrera. Especialmente en estos tiempos de exacerbado pragmatismo.
Los niños, más que la esperanza del mundo, son la esperanza de su familia. Un niño es el futuro. Un seguro para la vejez de sus padres, y para él mismo. Así los papás y mamás, con sus vástagos de la mano, recorren escuelas de deportes y casas de cultura buscando un futuro mejor para el niño y, por carambola, para ellos también.
Y se sacuden los bolsillos comprando los implementos deportivos para que el niño pueda participar en la competencia. Y pagan instructores de teatro, con la esperanza de que el niño o la niña salga preparado para ingresar en la escuela de arte. O matriculan al infante para que aprenda baile flamenco, aunque tenga el pie plano.
Pero solo a excepciones se les ocurre pasar por el taller literario. Quizás alguno lo hace cuando se convence de que su hijo no tiene otra opción. Es muy probable que tampoco tenga la de ser escritor, pero ahí se lo dejamos al especialista de literatura porque para algo tiene que servir el muchacho.
Lo cierto es que ser escritor siempre es una opción. Una vocación que descubre la persona en el momento justo. Para decirlo con una frase algo gastada, ser escritor “es una actitud ante la vida”. Muchos pasan por la vida ignorando que tienen esa gracia, igual que otros que no la tienen en algún momento optan por serlo.
De cualquier manera, todos los días se fundan talleres literarios a pesar de la poca concurrencia de alumnos. Todas las semanas se publican libros que ayudan a formar al escritor. Todos los meses se convocan a concursos en los que los principiantes tienen la oportunidad de medir su talento.
“Usted también puede tener un Buick”, anunciaba una propaganda capitalista de la década del cincuenta. No todos los que querían pudieron tenerlo.
Usted también puede ser escritor. Pero si no lo es nunca lo será.
*Supuesta Empresa Provincial Productora de Mortadella.
Ser escritor. Vaya sueño. No da mucho dinero, pero da riqueza del alma. El autor ha sabido manejar el tema con desenfado y gracia. Lo felicito.
A medida que pasan los años reconozco con más fuerza la importancia que tienen los talleres literarios en la preparación de aquellos que disfrutan y quieren escribir, no para sí mismos, pues eso en mi opinión no es ser escritor, sino para agregarle algo más de sustancia a esa realidad que siempre supera cualquier ficción, para escribir sobre lo que conocemos y agregarle nuestro punto de vista esperando encontrar lectores que concuerden, o mejor, que no lo hagan y se embullen a expresarlo también mediante la escritura. Yo quiero ser escritora, lo he deseado siempre. Gracias Lorenzo