Irrumpir en el taller o estudio de un artista, sin previo aviso, puede ser un acto desafortunado. Sin proponértelo puedes tronchar una idea, mandar a volar un gesto que hubiera podido ser el principio de un camino prometedor, el final feliz de la persecución de una imagen, una palabra, el hallazgo del hilo que trajera a tierra lo que tantas noches se ha entrevisto.
Una tarde cualquiera, a sabiendas del riesgo, quise conocer a la artista de la plástica Martha Jiménez en el lugar donde crea, después de disfrutar las criaturas (La Chismosa, el vendedor de agua, el lector de periódico, la pareja de enamorados), vecinos o transeúntes, que sedujeron su pupila y sus manos y quedaron para siempre en la Plaza del Carmen de la ciudad de Camagüey, donde esta artista habita, funda, enseña.
Pero Martha es una mujer inteligente. Antes de que uno pueda acceder a sus predios debe pasar por varias habitaciones donde se exponen sus obras. Y allí quedas varado, entre sus creaciones, desentrañando los símbolos con los que nos habla de la identidad, la nación, de las mujeres y sus batallas cotidianas, pequeñas y trascendentales, todo a un tiempo.
Encuentras lienzos que corresponden a las diversas series que ha preparado, entre ellas “Anhelos” o “Mujeres que vuelan”, donde las mujeres rotundas, gruesas, de amplias caderas, soñadoras y con los pies puestos sobre la tierra, son el principio y fin de su discurso expresivo. Al mismo tiempo aparecen otros objetos, puntos clave de sus reflexiones, como las máquinas de coser, los botes y los remos, que nos hablan de las búsquedas, de los caminos que escogemos para ser, del destino apenas entrevisto que nos aguarda.
En las salas expositivas conviven también sus creaciones en cerámica esmaltada, en barro, que vuelven sobre los mismos temas y otros, relacionadas con el lugar de la mujer, desde el que mira y crea, con la nación, con otros textos como los poemas de José Martí.
Y ya casi al final de la casona, se encuentra Martha, entre un amasijo de tubos de pintura, lienzos, cartulinas, libros. También está la mecedora donde debe sentarse para pensar, para mirar desde la distancia algún nacimiento, para descansar de los rigores que impone la creación.
El estudio se abre al patio de diseño colonial, donde cohabitan sin complejos el añejo tinajón, símbolo de una ciudad, y una de sus mujeres que tiene en la mano una jaula donde está encerrada otra mujer, como queriendo decirnos que los enclaustramientos no siempre vienen de los otros, de sus imposiciones y creencias. Pero Martha no nos responderá la pregunta, dejará que nosotros solos busquemos la respuesta.