Estimada editora:
Por favor, no me pidas que escriba un texto sobre fotografías ajenas. Ya lo he hecho antes, y termino siempre escribiendo un retrato de mí mismo, o algún detalle aumentado hasta la locura de un retrato mío. Como ahora.
En vista de que soy cubano o algo así, pudiera argumentarse que aquí está mi gente, y que, por ejemplo, la señora cuyo rostro se adelanta como un navío dulce y cariado por el tiempo habría podido ser también mi abuela, o la abuela de un amigo de hace muchos años, y que gracias a ella, de algún modo, puedo yo desembarcar en mi infancia, que entonces sería, en el instante en que observo la foto, una costa menos remota, menos inconquistable. La infancia, y ya nunca más otra, es la edad de las abuelas.
Podría decirse que nunca vi unos ojos de reptil tan cordiales, benévolos y quietamente esperanzados como los del hombre que sostiene entre sus dedos la frágil ancianidad y el cercano final de un placer sencillo como la vida, o sea, un hombre que se sostiene a sí mismo y se goza a sí mismo mientras se esfuma hacia la nada. Ahora mismo el hombre tiene humo dentro, pero ese humo desde luego no alcanzamos a verlo. Tal hecho, evidente, entraña una singular ironía, aunque no puedo estar seguro de cuál es. Puedo en cambio imaginar que esa mirada es la mirada de alguien que ha estado bebiendo, no anoche, sino muchas otras noches en que el siguiente amanecer era una pared lúcida y traidora contra la que, si de cualquier manera había que chocar, era mejor hacerlo como Dios manda. Al hombre pudieron llamarle negro o ambia o compañero o señor, hijo, amor, padre o, enigmáticamente, X. Pudo ser revolucionario, escoria, santo, hijo de puta, tercera base, ladrón, jefe del sindicato, todas esas cosas a la vez o una después de otra. Pero ahora, como se lee en el candado que cuelga a su derecha, el circo está por cerrar y está bien que así sea.
No sería imposible afirmar que este lugar es La Habana y que en La Habana hay niños felices y que tal felicidad me emociona y que dicha emoción es tan nítida y tan ligera como ese punto de luz que toca en la frente a cada uno de nuestros personajes. Eso son. Y La Habana es un teatro magnífico.
Desde hace un tiempo cada fotografía de alguien en La Habana, incluso esta bromista en que el Caballero de París se ha detenido junto a una estatua ficticia, y esta otra escena en que las herramientas, las efigies de un rústico San Lázaro y de una chica a punto de desvestirse, la vieja radio casetera, las prendas de ropa, el neurótico ventilador con alma de lavadora, los trastos de toda la vida se han vuelto para atestiguar, como en el Coliseo romano, el escalofriante espectáculo de un ser humano leyendo; cada retrato habanero, decía, hace que se dispare en mí una alerta y me recuerda una historia de Roberto Bolaño.
Un fotógrafo exiliado y gay ha sido llevado en la India a un extraño burdel cuyo interior semeja una iglesia, sórdida e imperturbable. Dentro, le entregan un niño de unos diez años que más bien parece una niña. Tiene una expresión: “Aterrorizada y burlona al mismo tiempo”. El fotógrafo no comprende aquel rostro. Entonces le saca una foto. “Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. Sólo una foto”. Él aborrece aquella oferta y aquel lugar, pero intuye que no debe marcharse aún. A continuación, ve la imagen de un dios y siente rabia; un chulo lo guía por pasillos en penumbras, junto al chico, hasta otra habitación; en la escena siguiente alguien, un sacerdote o un médico, le explica al fotógrafo cierto ritual, cierta fiesta popular de grandes proporciones y cierta comunión con la divinidad que se alcanza, cada año, cuando a esta se le ofrece un niño castrado para que en él encarne. Ocurre que mientras dura la festividad, los padres del elegido reciben regalos y cumplidos, pero más tarde el pequeño eunuco se convierte en tara y en vergüenza familiar, así que termina en los burdeles de la ciudad. En la estancia donde le revelan estas cosas al fotógrafo hay también otro niño, de seis o siete años, que ha sido seleccionado para el próximo sacrificio. Los hechos se aceleran cuando el fotógrafo se rebela y logra escapar con los dos chiquillos de la mano, atravesando la urbe y luego el país. Después de algo más de un año, una enfermedad alcanza la aldea donde habían ido a ocultarse y los dos muchachos son barridos por la muerte. El fotógrafo, exiliado latinoamericano y ex revolucionario, sobrevive para regresar a Europa y contarle esta historia, en una madrugada de Berlín, a quien nos la cuenta a nosotros.
Lo que intento decir es que la gente de cualquier edad, en los retratos de La Habana, me parecen siempre, aunque solo sea por un segundo, los sobrevivientes mutilados de alguna contienda religiosa, fanática, o bien las víctimas propiciatorias de un sacrificio inminente en el altar de un dios que ya es del todo inexplicable. Una parte de mí, absurdamente, quiere agarrarlos de la mano y escapar con ellos. Sin embargo, está claro que no tiene por qué haber mejor suerte en otro sitio.
Como ves, me ofuscan estas imágenes.
Braceo mar afuera lo mejor que puedo, y eso no es mucho, la verdad. Por ahora me he colocado fuera de cuadro, aunque cualquiera diría que La Habana es mi lugar en el mundo. Cada retrato es una historia y, una vez más, el fotógrafo ha hecho aquí un buen trabajo. No es su culpa que yo no esté a la altura.
Abrazos.
¡Te felicito! Tus palabras están a la altura de las imágenes que ni yo, crítica de arte y madre del fotógrafo que tan bien ha capturado esas imágenes, podría haber descrito mejor y es que no me ciega la pasión: “honor a quien honor merece”. ¡Bravo por los dos!
2do intento de colar mi comentario…
Oiga autor, con esas fotos, (muy buenas), en blanco y negro unas, otras en un casi sepia triste, fondos desenfocados (buena técnica y tecnología), y esa prosa fantasmagórica que describe a una Habana sentimentalmente cataclísmica, (tal suitehavanesco remake). Casi logra el efecto de deprimirme. Solo no lo logro por un pequeño detalle, tan pequeño que no tendrá más de 5 o 6 años, y una sonrisa que encandila y da una destellante luz a toda esa oscuridad con la que se quiere vender a La Habana. Esa foto arruino el propósito. No obstante, en lo personal, agradezco la pifia. Gracias a ella volví a la realidad de mi Habana, de mi Cuba.
Pero que no se sienta culpable el autor del texto ni el fotógrafo. Hace un año, en un evento científico internacional, una mexicana que por primera vez visitaba nuestra isla me dijo que las dos cosas que más le habían impactado de Cuba eran: lo distinta que era la realidad a lo que le habían mostrado y la libre y espontánea risa de los niños. Evidentemente esa alegría ajena a la sórdida oscuridad que se le quiere indilgar es imposible esconder, por mucho que sea el dinero que se le pague al “artista”.
Preciosa fotos. La esperanza y la alegria se imponen a la decadencia y las necesidades. A TM61 le hubiese gustado mas fotos en la piscina del Kempinsky, en el Club Habana o en la Zona Especial del Mariel, que tambien son reales pero que pueden esperar por otro foto reportaje
No Atanasio, para nada quiero ver fotos del Kenpinsky, o El Meliá, o de un crucero, como representativas de mi Cuba, para nada.
Estas mismas fotos están muy buenas, ya lo dije, solo que sin la intención del blanco y negro, ni la oscuridad de un Px. Por favor, que si algo nos sobra en Cuba es luz, luz de ese sol que como bien dijera el maestro Zumbado, “si pudiésemos enlatar sus rayos y exportarlos…” (digo yo: entonces si se acabaría ese Periodo Especial que para unos cuantos de nosotros aún persiste), y como nos plantea la física elemental, donde hay luz, hay colores.
Repito, las fotos, muy buenas, así es Cuba, pero a todo color y sin una prosa de fondo que entre otras emotivas frases tiene una como esta:
“…la gente de cualquier edad, en los retratos de La Habana, me parecen siempre, aunque solo sea por un segundo, los sobrevivientes mutilados de alguna contienda religiosa, fanática, o bien las víctimas propiciatorias de un sacrificio inminente en el altar de un dios que ya es del todo.”