“Cuando bombardean es peligroso salir de casa, sobre todo en la noche; pero yo quería seguir viviendo. Mientras iba a la casa de mis amigos pensaba: ‘Ahora me va a caer un misil’”, recuerda el gazarí Hasan Najjar sobre su día a día en una zona de conflicto.
Nació en la ciudad de Gaza y tiene 38 años, de los cuales lleva once en Argentina. Su padre nació en Asdod, hoy israelí, y junto con su familia fue obligado a instalarse en la Franja luego de que Israel declarara su independencia: “Ni yo ni mi hija vamos a olvidar de dónde son nuestros antepasados”.
La infancia de Najjar transcurrió bajo el mando directo del Gobierno de Israel, porque no fue hasta 1993 que la Autoridad Palestina tuvo el control administrativo del territorio. “Cuando era niño los soldados entraron dos o tres veces a mi casa. Solo buscaban molestarnos y nos rompieron un panel solar que usábamos para calentar agua”.
No logra evocar mucho más de su infancia; pero tiene recuerdos específicos que se grabaron a fuego en su mente: “Algunos chicos les tiraban piedras a los autos israelíes y los soldados respondían a disparos”. Ir a la escuela secundaria también fue un reto constante: “Me tenía que trasladar al sur, es mucha distancia”; además, el camino se alargaba por razones no geográficas: “Salían los tanques —cuenta—, no te dejaban pasar y perdías el día de clase”.
Una vez que Najjar lograba llegar a su secundaria —si lo conseguía— tenía que padecer la violencia de colonos israelíes que se habían asentado ilegalmente en Gaza: “Estábamos a 300 metros de un asentamiento y varias veces nos dispararon. No con balas pequeñas, sino con unas de gran calibre. La pared de la escuela estaba llena de agujeros”.
Para los palestinos nada es fácil. Najjar asegura que en los buenos tiempos no tenía acceso al agua más de tres veces por semana; Todos tenían depósitos para acumularla. Además, “la presión era muy baja, necesitabas bombas para subir el agua y no siempre había electricidad. Tenían que coincidir esas dos variantes”. La empresa estatal israelí Mekorot es la que controla el agua en todo el territorio y fue denunciada por la ONU por negarle el acceso al agua a los palestinos.
“Aquí en Argentina me sorprendió que abres la llave y sale el agua, incluso puedes tomarla. Me gusta bañarme durante mucho tiempo, por lo menos media hora; toda mi vida antes tuve que apurarme o se agotaba el agua”, confiesa Najjar.
Comprar cualquier cosa también era complicado porque los productos eran controlados por Israel. La economía entera de Palestina está sujeta a la israelí como otra forma de dominación. El pequeño puerto de Gaza está cercado por la armada sionista que controla y detiene a quienes pretendan ayudar a los palestinos por mar. Las pequeñas granjas y plantaciones árabes tampoco están permitidas por Israel.
“Hubo muchas cosas que dejaron de entrar, incluso algunas que no tenían nada que ver, como las gaseosas. No era nada que se pudiera utilizar para hacer bombas. Incluso materiales de construcción dejaron de entrar”.
Salir de Gaza es prácticamente imposible. Hacia Israel está prohibido, salvo en caso de tener “una enfermedad muy grave, según el acuerdo de Oslo”. Luego hay una saluda al sur, por Egipto, a veces accesible mediante la coima: “Tuve que pagar 300 dólares; pero mi hermana tiempo después pagó 1 500”. Según la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Próximo, los palestinos viven con menos de un dólar por día.
Najjar explica que moverse en su propio país siempre era odisea. Del centro de Buenos Aires a Chascomús hay 122 km que se recorren en 1 hora y 20 minutos en auto. Para un palestino la misma distancia conlleva mucho más tiempo, situaciones adversas y riesgos que pueden llegar a costar la vida. “Mi hermana estudió en Cisjordania y aunque la distancia es de 100 kilómetros, para nosotros era mucho. Tenías que cruzar los controles israelíes y necesitabas un permiso que llevaba tiempo tramitarlo. A veces te lo rechazaban”.
¿Qué empeoraraba aún más una situación tan delicada? El sonido de las bombas. En 2008 el Gobierno de Israel lanzó la operación Plomo Fundido, que tenía como objetivo, como en la que desató desde el 7 de octubre, “eliminar la infraestructura terrorista”. Najjar asegura que los veintidós días que duró aquel enésimo ataque a Gaza han sido los peores de su vida: “Yo estaba en la facultad, escuchamos explosiones y fuimos al último piso para ver qué pasaba. Vi columnas de humo negro elevándose en el cielo. Un edificio de diez pisos cayó como si estuviera hecho de galletitas”.
Najjar cuenta que las bombas cayeron, sobre todo, en estructuras que nada tenían que ver con el gobierno ni con Hamas: “Las bombas cayeron en una sede gubernamental que estaba rodeada por tres escuelas. Como era mediodía, los chicos de la mañana salían y los de la tarde entraban. Muchos de esos niños fueron asesinados ese día”.
“Supongamos que Hamas usa a las personas como escudos humanos, ¿eso te da el derecho de bombardear al azar? Imagínate una situación de toma de rehenes aquí en Argentina donde la policía entra disparando y matando a todos. No tiene sentido”, reflexiona.
Los horrores que vio ese día lo sacudieron; y enseguida se dio cuenta de algo: su hermana vivía muy cerca de las explosiones. “Me dio un ataque de pánico. Fui corriendo hacia su edificio y empecé a encontrar sangre en la escalera. Las puertas y las ventanas de todos los departamentos estaban destrozadas. Su casa estaba llena de tierra y esquirlas. Inmediatamente llegó mi hermano junto con mi cuñado y me explicaron que 5 minutos antes del bombardeo habían ido a la casa de mis padres. Todas las personas que estaban en la calle cerca del edificio murieron”.
“Una vez fui a la verdulería que estaba frente a mi casa, y apenas cerré la puerta cayó una bomba en la calle. Tuve mucha suerte”, rememora Hasan Najjar, aludiendo a lo cerca que se está todo el tiempo de una muerte segura bajo ataques indiscriminados.
Recientemente el ejército sionista rodeó y atacó el hospital de Al-Shifa, el más grande de la región, con la excusa de eliminar a líderes de Hamas y cerrar túneles que estos habrían construido. No sólo no encontraron nada, sino que el ex primer ministro Ehud Barak admitió que los túneles bajo el hospital los habían cavado los soldados israelíes.
“Ha habido un montón de hechos en los que siempre me pregunté: ‘¿Por qué?’ Yo conocí una pareja que vivía en el mismo edificio de mi hermana. Los padres de ellos no querían que se casaran; pero lucharon para poder hacerlo. También tuvieron un hijo. En 2008 el marido estaba en el balcón con su suegra, y una bomba los mató a ambos. La mujer sobrevivió junto con su hijo; aunque quedaron muy heridos. Sigo preguntándome por qué hicieron eso. Eran personas que yo conocía, que no eran de Hamas; gente común y corriente que no tenía que ver con nada. Querían sobrevivir y tener una vida normal como cualquiera. No hay una respuesta, no tiene sentido”.