Y otros demonios

Crónica de la desgráfica: un amigo me pasó una foto de la recién remozada Terminal de Ómnibus de La Habana.

No conocí a mis abuelos. El materno, según me cuentan, fue todo un señor que manejó bastantes propiedades, allá en Asturias, hasta que las perdió por su afición a las juergas y al buen vino. El paterno, descendiente de los emigrados que escucharon el discurso pronunciado por José Martí en el Liceo Cubano, el 26 de noviembre de 1891 (“Con todos y para el bien de todos”) regresó de Tampa a principios del siglo. Los imagino: pulcros y sofisticados como impuso la época, presumiendo seguramente chaquetas de tres botones cruzados al frente y bolsillos relojeros… British look. Conservadores, nada de Charleston, gangsters o cabarets. Si tuviera que dibujarlos, así los vería: como ellos en un espejo.

Un amigo me pasó una foto de la recién remozada Terminal de Ómnibus de La Habana. Bajo su suelo aún palpita el corazón del mítico Almendares Park, donde brillaron Martín Dihigo y Adolfo Luque. Los diez años que tardaron en terminarla la situaron segunda a escala mundial, después de la de Washington. No es poca cosa. La guinda es la escultura de Florencio Gelabert, La Velocidad, todavía en pie milagrosamente en el jardín frontal.

La terminal está prestando servicios desde 1951. Hoy día otras empresas más “astutas” o mimadas le han robado la buena clientela. De cualquier modo, sus restos reclamaron pequeñas adecuaciones. Una de ellas fue el letrero exterior.

La marquesina de la terminal, con el letrero original y el antiguo reloj al fondo. Foto: archivo.

Por lo general, estas crónicas son de intención leve. Se enfocan en emprendimientos pequeños, en mensajes circunstanciales y en su gesta no falta la buena diversión. Pero hoy me asalta la alarma y con ella hago una advertencia: estamos haciendo el ridículo.

Si me encargan el rediseño de imagen de una institución de más edad que la que tengo, empiezo por empaparme de su historia. Sé por qué los cabezales del New York Times, Washington Post y Frankfurter Allgemeine Magazine están montados en tipografías de espíritu gótico. Su enfoque —con acierto actualizado una y otra vez— no deja de recordar que son instituciones que llevan más de un siglo a la cabeza de sus similares, ofreciendo un producto de excelencia y que ya son símbolos que van mucho más allá de su concurso práctico.

Cabezales del New York Times, Washington Post y Frankfurter Allgemeine Magazine.

El rediseño del letrero del pórtico de nuestra terminal parece estar dirigido a esos vibrantes durakitos que zumban alrededor de las farolas como moscardones. Incorpora un recurso, un meme, más del espacio de las redes sociales e imposible de leer uniformemente. Al traer este signo “digital” a la praxis de la realidad, someten a las nuevas generaciones a interpretar un legado de décadas verbalizando como puedan su logos, subordinado al término que asocien con la representación figurativa del ómnibus que cierra la gráfica. Esto, además de monopolizar generacionalmente un bien común, abate los estándares culturales que lo sostienen.

Terminal de ómnibus de La Habana con el cartel frontal «rediseñado».

Miremos con detenimiento por un par de minutos. El texto está montado en altas o mayúsculas, con una tipografía de las denominadas “serif”, bold o negritas. Recordemos que el uso de las mayúsculas deriva de las capitales romanas, inscripciones públicas que los romanos principalmente grabaron en piedra para identificar edificios, arcos de triunfo y obras monumentales en general. El uso del serif representaría  “lo clásico”, si debemos definirlo en menos de dos segundos, y el “san serif” se relacionaría más con “lo contemporáneo”.

Sin embargo, tras optar por un guiño al transcurrir del tiempo y representar el devenir histórico, avanza en contra de sí mismo introduciendo en la ecuación tipográfica las itálicas o cursivas, naturalmente asociadas con “el avance”, “la velocidad” y, por ende, un “progreso ansioso”. Imagino que olvida su primer presupuesto por la urgencia de graficar atributos de servicio. Dicho en otras palabras: la permanencia y la majestad de la empresa con letras capitales niega la velocidad de sus recursos físicos, asociados con las cursivas.

Esta severa contradicción tipográfica anula las intenciones comunicacionales de base y deja un vacío semántico que tendrá que llenar el cliente al tropezar con la reproducción casi literal de un ómnibus chino, de esos que actualmente circulan por el país y que, de seguir la lógica de los profesionales que decidieron su uso, circularán por los próximos 20 o 30 años. Un cambio en el parque automotriz lanzaría todo el texto a una lectura historicista, demodé, con un pasado no validado y, en mi opinión, lamentable.

Meten la pata —no lo puedo decir de otra manera— los creativos, los decisores y cualquiera que haya participado en este dislate. Cuando trabajamos en el diseño de mensajes perdurables, tenemos que ser muy cautos para no lanzar al porvenir estupideces de momento y para evitar la consolidación en el corpus simbólico de la nación de la guanajería, el chistecito, el memecillo y la cretinada. Es una falta de respeto con generaciones de profesionales que trabajaron duro, que madrugaron y que todavía hoy lo hacen para, en medio del caos general, simular que contamos con transporte interprovincial. Conste que mi alarma no es puntual, acabo de ver otro caso, igual de deprimente, que quiero comentar en otra ocasión.

 
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