El servicio de taxi más frecuente a partir de la 7 de la noche es llevar a la gente a un restaurante. Aunque en Miami, las barriadas de Coral Gables y Coconut Grove tienen lugares interesantes, las áreas más populares son Miami Beach y el centro de la ciudad.
En términos de público, pueden ser favoritas, pero no necesariamente son las de mejor calidad de comida o servicio.
Uno de los comentarios que se suele escuchar al manejar Uber o Lyft, es que hay días de la semana en que tanto calidad como servicio dejan mucho que desear, casi siempre a los fines de semana. Una de las razones, me contaba hace un par de semanas un conocido gourmet español, es que en Miami se han masificado los chef.
Hoy día todo el mundo es chef. Todo el mundo se cree chef. Es chic ser chef. Tiene glamour ser chef. Te presentas como chef y asciendes en la sociedad. Como nadie se presenta es como cocinero. Y me pregunto si un chef no necesita haber ido a una escuela de culinaria para ser chef.
Vienes de cualquier país a Miami y nadie te conoce. Pero dices que eres chef, convences a alguien de que invierta –o lave– algún dinero en un restaurante, y anuncie que tiene al frente de la cocina a un chef cuyo nombre nadie conoce pero… bum. Es sinónimo de calidad.
A esto contribuye un detalle no menos importante. El menú tiene que ser “algo”, sea fusion, ligero, degustación, concertado, gastronómico (este nombre me encanta en particular porque implica que puede haber un menú que no tiene nada que ver con la gastronomía), cerrado, o ejecutivo. O sea, las cocinas dejaron de ser cubana, española, italiana, francesa, mexicana o brasileña.
¿Y qué decir de los nombres de los platos? Por ejemplo, uno va a un restaurante chic y encuentra algo así como “œufs broyés avec du riz sauté saupoudré d’herbes aromatiques et d’oignons”, lo que en la práctica no es más que huevos machacados con arroz salteado salpicado con perejil y cebolla. Vamos, un simple arroz con huevo.
Hace unas semanas me dio por probar un “sándwich cubano a la peruana”… ¿Qué fue? Un par de panecillos más pequeños que los de 100 montaditos, con trocitos de jamón plástico y carne de pavo, servido con una pequeña porción de papas fritas pero, y esto es la clave, el plato viene diseñado con un par de rayas de Ketchup y salsa verde.
Hay más. De repente, una carne asada con setas y salsa de sangre y mantequilla, verduras y una rodaja de piña, puede ser comercializado con el simpático nombre de “bife dulce al ananás”. He visto cosas como un simple pescado al horno con papas hervidas y verduras ser llamado “fruto de mar a la moda de la abuela del chef”. En serio. El restaurante era portugués y no duró seis meses.
Así es como “los chefs” transforman un simple plato cualquiera en algo exquisito dándole un nombre diferente que suene a calidad y abusan del hecho de que uno siempre confía en las abuelas.
Como explicaba mi cliente gourmet, esto sucede en Miami por un par de razones. En primer lugar porque los periódicos locales no tienen críticos de restaurantes, solo divulgan fiestas de apertura, en reportajes donde los platos normalmente no cuentan, sino los socialites que a ellas asisten. Pero cuando cierran meses después, nadie se da cuenta. Esto sucede porque lo primero que un cocinero hace cuando quiere despuntar en Miami es irse a ver una empresa de relaciones públicas que le monta una campaña para convencer la clientela de que está a punto de abrir en la ciudad una espécie de sucursal del Maxim’s de París.
Otra razón es que el público de forma general es bastante ignorante de estas cuestiones y puede pagar una fortuna por un plato cuyo nombre apenas puede pronunciar. Pero, frente a los amigos, es chic. Además, hay un detalle de relaciones públicas muy importante. En estos restaurantes a veces el chef sale de la cocina, va a la sala y le pregunta al cliente si ha comido bien y éste siente que hay algo especial ahí. Me dicen: “¿Qué cliente va a decir que no aun si la comida es una mierda y ni siquiera haya entendido qué comió, si al final la cuenta sobrepasa los 100 dólares? Esto incluye, claro está, el digestivo al final, que el chef dice que va por la casa.
Para mí en todo esto hay un gran misterio: ¿Es tan vergonzoso decir que se es un simple cocinero? Los cocineros han alimentado a la humanidad por siglos. Los verdaderos cocineros, digo. Ahora algunos se autotitulan chef. Es como si un tipo dijera que es presidente de un país sin ir a elecciones. Venden gato por liebre y, al menos en Miami, pueden tener éxito.
Es como si yo me avergonzara de manejar Uber o Lyft y me hiciera llamar pilote, que es como se dice piloto en francés.
Pero, claro está, hay chefs que son otra cosa. Son raros pelos los hay. A comenzar por los que han recibido estrellas Michelin, el Nobel de la culinaria, como el recientemente fallecido Joël Robuchon, el temperamental Marco Pierre White, Alan Ducasse y, claro está, Paul Bocuse.
No se puede olvidar a José Andrés, el único chef en Miami, que además de un excelente menú, ha desarrollado una intensa actividad social alimentando a miles de miles en zonas de desastres y empobrecidas. O Ferran Adrià que, después de cerrar el Bulli (tres estrellas), se dedica ahora a montar una especie de historia de la culinaria en una fundación que será un laboratorio culinario.
Ser chef debiera ser siempre una categoría certificada por alguna institución. Algo que se obtiene por haber aportado a la culinaria, no por cambiar el nombre de un plato.
Me señala mi cliente gourmet que notó que en Miami la cocina cubana no ha sufrido aún de esa enfermedad, al menos ampliamente. Aunque, agregaría, también hay sus dislates en algunos nombres de platos. Todavía estoy por saber por qué hay algo llamado “ropa vieja de pollo”.