Hace 10 años por estos días estaba durmiendo en casa de mi amigo Omero, en el Trastevere romano, cuando escuché un ruido en la cocina. Ruidos de cacerolas. Eran casi las 4 de la mañana. ¿Quién será?, me dije. ¿Serán fantasmas, será gente… ladrones?
No. Era Omero cocinando en calzoncillos, con un cigarro en la comisura del labio y la ceniza regada por todos lados, incluyendo la sartén en la cual preparaba un Risotto ai funghi. Y no parecía dormido, estaba bien despierto, atento a cada detalle. El asunto, como diría mi amigo Benito, es que cocinar de madrugada relaja bastante.
Omero es periodista como yo y en este viaje a Roma me enseñó el truco de cocinar de madrugada: hacer cosas sencillas pero que tarde su tiempo, que sean un poco laboriosas para darle a uno la oportunidad de pensar en el día de trabajo que ha terminado.
Cocinar, me explicó Omero, te relaja de todo, olvídate del ordenador, la televisión, hasta de un libro. “Aquí estás tu solo contra el plato”, recuerdo que me dijo. La receta era sencilla y él la preparaba con mucha habilidad, romano al fin y al cabo.
Aquí la clave era el vino blanco, el caldo y el arroz, me enseñó. La cocina de Omero es la ideal para cocinar Au Clair de la Lune. Resulta que su padre era pintor y forró parte del techo de la casa con tejas transparentes para que la luz reflejara mejor los colores y tonalidades de las acuarelas. En noches de luna llena la luz eléctrica puede llegar a ser superflua.
De modo que Omero cocinaba bajo las estrellas y allí nos quedamos nosotros conversando de nuestras vidas, el rumbo de la cosas y qué nos podía deparar el destino. Yo estuve 10 días en su casa, todas las noches había clases de culinaria de madrugada –Silvia, la mujer de Omero se iba a la cama y nos dejaba solos– y yo iba aprendiendo que a los espaguetis no se les echa aceite, y que las lascas de pasta para la lasaña deben estar debidamente cuadradas y montadas en intervalos regulares.
Fue una de esas noches que me enteré, por ejemplo, de que la salsa Alfredo no es italiana, sino un invento de los inmigrantes en Estados Unidos, algo así como el arroz frito con carne de puerco que hacen por acá. En Beijing lo miran a uno con mala cara si se atreve a sugerir semejante herejía. De hacerlo, un chino es capaz de soltarle a uno una mirada cargada de maldiciones que se remontan a la dinastía Ming.
Aprendí con él también la cuestión de los vinos. Cuando era chico mi abuelo me decía que los vinos portugueses eran los mejores del mundo. Cuando comencé a viajar por este mundo me di cuenta de que los abuelos también se equivocan. Las cosas hay que verlas en su perspectiva.
Existe el error, me explicó Omero, de creer que la pizza y el espagueti se acompañan con vino blanco. De hecho, los dos platos se deben comer con vino tinto, el blanco se usa más para la pizza “blanca”, que no lleva tomate sino queso mozarella.
En Italia hay muchos vinos y todos son buenos (malos son los griegos, en serio, los he probado) aunque Omero a las 4 de la mañana cocinando su rizzoto aconseja el Barolo, de Piamonte. Me explicó que es un vino que se puede guardar durante muchos años, prácticamente no muerte y al paladar no es ni dulce ni seco. “Algo en el medio”, repetía. “Pero suave”. Me perdonan los escépticos, pero Omero es del Lazio, testarudo, habrá que creerle entonces.
Y en eso pasábamos horas, cocinando, aprendiendo y conversando. Una vez nos enfrascamos en una discusión sobre el Borgoña. No sé si han probado este vino francés pero es buenísimo.
Una noche Omero no vino a cenar a casa y yo decidí meter mano a una botella de Borgoña sin contar con él. Cuando se enteró, salió a relucir su costilla del Lazio. La voz tronó por los cimientos levantados, quizá, en los tiempos de Marco Aurelio. El Papa seguro que se despertó en el Vaticano. Pero hasta el día de hoy no entendí que le molestó más: que hubiera tomado la botella sin él o que la hubiera escogido. Nunca más toqué ninguna botella de la casa.
Omero no está bien. No sé si volveremos a cocinar algo de nuevo durante la madrugada. Pero yo sí lo voy hacer, porque como los periodistas son muy parecidos a los taxistas, es ya un hábito regresar de madrugada a casa tras una noche manejando Uber y ponerme a cocinar, porque realmente relaja. Y mientras lo hago voy “conversando” con Omero.
Lo que no les he contado es que aquella noche una vez terminado de hacer el risotto, Omero lo mandó directo para el refrigerador. Ese es el secreto del cocinar de madrugada. Es solo para relajar, no para comer. Comer sería un sacrilegio. Además a la mañana siguiente seguro que sabe mejor. Basta calentarlo, con una gotica de aceite.