A veces los semáforos parecen hidalgos caballeros, Quijotes que controlan el tráfico, imponen orden en una esquina y hacen fluir la caravana. Otras, son realmente un fastidio, para decirlo por lo bajito.
Es lo que sucede todo el tiempo en Miami, donde la cosa no llega realmente ni a nivel de Sancho Panza, personaje que por lo demás me cae de lo más simpático.
El asunto es que en Miami los semáforos están poco coordinados, en tiempo y en espacio. Tanto pueden tardar un minuto en cambiar de luz como 10 y no importa si la calle es principal o secundaria. Es como si una gran fuerza invisible se pusiera de acuerdo para que la circulación vial fuera una anarquía y las luces no ayudaran para nada. Ni siquiera para colorearnos la existencia.
Lo cómico es cuando uno trata de indagar por qué los semáforos miamenses son tan particulares y la policía no tiene idea de lo que pasa. Lo preguntas a cualquiera de ellos en una esquina y casi siempre la respuesta es la misma: es una cuestión del condado. Lo de ellos es las multas.
El condado, esa especie de Gobierno municipal que tenemos en el sur de Florida, es toda una entelequia. Es puro folclor. Aunque tiene un puesto de mando centralizado, no todos los semáforos está conectados porque el área metropolitana se compone por varias ciudades.
¿Qué quiere decir esto? Pues que uno puede ir manejando tranquilamente por una calle que a lo largo tiene 10 semáforos, por ejemplo, pero cuatro de ellos dependen de una ciudad y los demás de otra. Y como cada una impone su propia cadencia en el cambio de señal, uno se mueve por la calle como si estuviera en medio de un ataque de hipo. Hic… (rojo) hic… (verde) hic… (amarillo)… hic…
Reconozco que es una contribución de las autoridades municipales de Miami, una de tantas, a nuestra vida diaria. Pero no me negarán que es original. Por eso digo que tiene algo de quijotesco, porque un poco terminamos cabalgando y no manejando un Uber o un Lyft. Compadézcanse de nosotros.