Esta historia no surge de mí sino de una conversación con un colega de Uber. Por estos días nos encontramos en una ventanilla de café en la calle 8 de la Pequeña Habana y vino a colación el tema del coronavirus. Nos preocupa el fenómeno por nuestro espacio de trabajo: cómo protegernos y proteger al cliente ante la diseminación del nuevo coronavirus en el área geográfica en Miami.
El asunto es que hay mucho desconocimiento por parte del público. La gente piensa que con taparse la boca ya es asunto resuelto, un poco de gel antibacteriológico y ya está. Pero es mucho más que eso. Hay que tomar otras medidas.
Mi colega me dice que ha decidido no cubrir ni el aeropuerto ni el puerto, las áreas más lucrativas. Y si se suben clientes separados se coloca una máscara, aunque tiene claro que no sirve de mucho. Yo tengo no sé qué cantidad de sprays desinfectantes, pero no es suficiente, me dice.
Me he enterado de que hay quien ha colocado una enorme hoja de plástico separando las filas de asientos. Aun así, no hay seguridad.
Sigue el colega explicando que ha tenido que soportar preguntas tontas de la clientela: si ha estado recientemente en China, Italia e incluso en Irán, como si un chofer de Uber tuviera plata para viajar a China, Italia e Irán. Por poco tuvo una bronca porque se le ocurrió preguntarle lo mismo a un cliente. El hombre se ofendió y se quejó a Uber, que terminó amonestando a mi amigo.
Uber tiene una política curiosa: te dice que puedes quedarte en casa si no te sientes “seguro” pero no te paga, y te da el derecho de rehusar al cliente sin penalidades. Pero no se pregunta si las razones que llevaron una persona a trabajar con Uber se mantienen, y por lo tanto el día en que vamos a trabajar, lo hacemos con el dilema de salud contra dinero.
Solo si uno se enferma y lo ponen en cuarentena le dan una licencia con paga por dos semanas, al decimoquinto día se acabó la ayuda. Pero todavía no se sabe a cuánto asciende esa ayuda.
Normalmente en el Uber tengo amenidades para los clientes: botellas de agua, servilletas, pañuelos de papel, golosinas para los niños, mapas para los turistas, revistas y cables para recargar el celular. Ahora se hacen necesarios el gel antibacteriológico y las máscaras aunque, de nuevo, no sirvan de mucho. Pero la gente lo pide.
Esta semana una mujer me pidió una máscara, le dije que no tenía y no valió de nada explicarle que estaban agotadas. A otro cliente le dije que tampoco tenía gel (por la misma razón). Me dijo, literalmente, que estaba prestando un mal servicio y me dio una nota mala. Yo le puse un 3 y ahora no lo voy a ver más nunca en mi vida.
Sin embargo, afortunadamente no siempre es así. El viernes una estudiante universitaria, cuando la llevé a la Universidad, me obsequió una máscara al darse cuenta de que yo no tenía ninguna. “Tiene que tenerla, es obligatorio”, dijo. No tuve corazón para decirle que no era “obligatorio”, pero le quedé infinitamente agradecido. Hay gente buena en este mundo.
No creo que estos tiempos del coronavirus vayan acabar con Uber u otras plataformas, pero tienen un impacto sensible sobre nuestras vidas.
Los pocos clientes que quedan serán de una exigencia alucinante. Se está acabando lo más bonito de este trabajo: la conversación con el cliente sentado atrás y el estrechón de manos al despedirnos. Por ahí ya apareció uno, en Nueva York, que pidió que el auto fuera desinfectado en su presencia antes de montarse.
Quedó varado en tierra, por supuesto.