La nueva economía gig, que es como se le llama ahora a los que también trabajamos dependiendo de las plataformas digitales, comenzó con el transporte de pasajeros pero hace tiempo que superó eso. Ahora, sirve para la prestación de toda una gama de servicios, que van desde la medicina, pasando por la distribución de mercancías y ha llegado a la comida.
La cosa comienza cuando Uber creó un ente llamado Uber Eats que distribuye platos confeccionados por restaurantes que se han asociado al plan. Yo nunca lo he servido pero he usado Uber Eats. A través de una aplicación se consulta los menús de una serie de restaurantes, se hace el pedido y a los pocos minutos un chófer de Uber lo entrega en la puerta de la casa. No rinde mucho, entre otras razones porque es muy inestable, pero al menos en Miami lo usan muchos estudiantes para tener dinero extra. En Europa funciona mejor porque las grandes ciudades facilitan el uso de motocicletas. En Miami eso no es posible. Acá el “sueño americano” va en cuatro ruedas.
Pero esta semana, mientras Miami rezaba a los cuatro vientos para que el huracán Dorian no le cayera arriba, un cliente me ha explicado que lo de Uber Eats ha derivado en algo que nunca había visto, ha creado restaurantes virtuales. Me explico. El restaurante en sí no existe, no tiene una instalación física donde una persona pueda ir y sentarse a comer y la distribución del servicio es una cosa paralela. Lo que estamos viendo, principalmente en Nueva York, según he descubierto consultando en la web después de lo que me contó el cliente, es que se trata de negocios montados alrededor de una cocina, donde se pierde toda interacción con un mesero, un chef y el sabor o aromas que todos los restaurantes tienen y cuyo disfrute hace parte de toda una experiencia epicuresca. Creo que la palabra no existe pero también creo que ya tengo alguna elevación espiritual y literaria y a los 60 años ya me puedo inventar palabras. Les aclaro que viene de Epicuro, el epicureísmo y la persecución de la vida feliz a través de los placeres.
Realmente no le veo ningún placer a no conocer una cocina cuyo trabajo se supone que uno vaya a disfrutar y mucho menos que no pueda conocer al cocinero para felicitarlo si me gustó la experiencia. Amén del hecho de que a estas cocinas, llamémosles “discretas”, no hay forma de controlarle, por parte de los consumidores, sus niveles de limpieza y frescura. Muchas no se saben dónde están, el pedido se hace por una impersonal aplicación y lo único que puede llamar la atención son las fotografías que muestran los platos. Y todos sabemos que existe una cosa llama Photoshop. Además, usualmente los platos nos llegan en cajas plásticas o de styrofoam, las bebidas igual y al final todo suele ser un poco insípido. Parte importante de una comida es que sea servida en platos dignos y vasos de cristal.
No estoy seguro, mejor, no creo, que vaya a servirme alguna vez de este servicio porque a mí me gusta saber cómo se hace la comida y quién la sirve.
Hace décadas que el escritor Alejandro Armengol y yo estamos viajando por el mundo y diría que la cocina ocupa gran parte de nuestras expediciones. Hemos pasado por los grandes restaurantes europeos, algunos de ellos donde solo se ingresa con una reservación hecha con meses de antelación, nos han servido en un número importante de restaurantes en Beijing. Una vez en Puerto Príncipe, el cocinero, como debe ser, nos trajo a la mesa un par de brillantes pescados para que escogiéramos el nuestro y lo preparó como le pedimos.
La mayor parte de los restaurantes serios le dan la posibilidad al comensal de disfrutar de una experiencia total que no se restringe únicamente a comer. Hace unos años en Setúbal, al sur de Lisboa, vi como a Armengol se le deleitaban los ojos cuando entramos en un buffet de pescado. Así es. Se paga un precio módico fijo y se come todo el pescado y marisco que uno quiera. Las bebidas son servidas aparte. Y lo mejor de todo es que el cocinero lo prepara en una cocina que está dividida en dos: una dentro y otra al aire libre. Esta última le permite a uno otra experiencia fuera de liga que es, aun sin saber la dirección exacta, orientarse en las angostas calles de Setúbal por el olor que emana. Es el mejor GPS, se los garantizo.
Es así como en este estilo de cosas cuando uno llega a un país que no conoce bien lo mejor es siempre preguntar al mesero que sugiere que comamos. Nos pasó a ambos en Atenas de inmediato en la primera noche. El hombre dijo que ya volvía y regresó con una muestra de carnero, carne de vaca, pescado y un par de pulpos. Dijo que todo estaba cocinado a la forma local. Estaba fantástico, de hecho fue como una hoja de ruta que nos sirvió para la semana en que nos perdimos entre estatuas de oro, pilares de mármol y anfiteatros hechos de piedras de cuando la humanidad comenzó a cuestionarse en tertulias democráticas.
Ya se que algunos dirán que si uno no sabe nada de la comida de un país puede ser engañado. El asunto es que si uno a estas alturas de la vida no hubiera desarrollado su veta epicúrea no valdría la pena llegar acá. Los mejores restaurantes, lo he descubierto, son normalmente aquellos en que los dueños atienden personalmente a los clientes.
Hace 10 años en Roma, en la última noche de mi estancia allí, entré a un restaurante en la Viale di Transtevere y descubrí una de las mejores pizzerías de mi vida. En la puerta estaba un individuo no muy mayor que me condujo a una mesa y me sugirió de inmediato la pizza de prosciutto con mozzarella, adornado con algo de pesto. “La hace mi mamá”, dijo. Pues, vaya forma de convencer a los clientes, pensé.
Pero es cierto, la pizza, los espaguetis y todo lo demás lo prepara su madre en una angosta cocina con solo un ayudante –a quien ella grita en un dialecto que solo el pobre muchacho entiende– y la casa, que debe tener unas 20 mesas, está llena todo el tiempo. Me gustó tanto la pizza y el vino de la casa (que por cierto, según Marco, el que me recibió en la puerta, lo produce su padre) que pedí para conocer el cocinero. Obvio que tenía la curiosidad de saber si era realmente la madre de Marco. Normalmente cuando uno hace un pedido así el cocinero viene a la mesa. En este caso fue al revés, el cliente tuvo de ir a la cocina. Y fue.
La mamma no me conocía de ningún lado pero ya estaba al tanto de todos mis comentarios durante la cena porque Marco venía por la mesa a cada rato para saber cómo iban las cosas. Es así como la señora me plantó un beso y un abrazo como si me conociera de toda la vida y me jala por un brazo hacia un fogón. “Vas aprender a hacer el espagueti como debe de ser”, dijo. Yo le había comentado a Marco que me iba de Roma la mañana siguiente sin haber aprendido a hacer un buen espagueti y lo lamentaba mucho. El hombre, por su puesto se fue con el chisme a la madre.
No voy a revelar qué errores yo cometía hasta entonces preparando un espagueti, pero esa señora que podía ser mi abuela todavía debe estar sonrojada por las herejías. Algún “mamma mía” debe haber soltado aunque no lo recuerdo. Lo mío en esos momentos –ya había descubierto que aquello era un templo de sapienza– era aprender. Durante casi una hora fue disecando la preparación de un plato de espagueti a la carbonara, mi preferido, en una forma que nunca había visto. Se me revelaron misterios nunca vistos. Y en eso íbamos conversando, mientras que salían hacia las mesas quilos y quilos de espagueti y pizzas de todos tipos.
Fue uno de esos momentos únicos en que el cliente deja de ser cliente, el cocinero deja de ser cocinero y la experiencia epicúrea llega a su cúspide. Nos despedimos con tristeza. La mamma incluso me conmovió porque cuando estaba pagando la cuenta se apareció con una cajita que contenía un pan de queso con prosciuto y un pequeño Tiramisú envuelto en papel plata, que descubrí después cuando lo abrí en el avión, y me dijo: “Para el viaje, que América está muy lejos”. A uno se le cae una lágrima en esos momentos.
Pues es todo esto que no tenemos en un Uber Eats sirviéndonos una cocina que uno no sabe dónde está ni quién la tiene bajo su batuta. Ya sé que el mundo anda revuelto, que la economía gig parece ser el futuro.
Pero por lo menos a la mesa mantengamos la compostura porque si no el mundo se va al carajo. Comer es una cosa seria, señores. Muy seria.
PD.- Regresé al restaurante del Transtevere dos años después. Marco seguía en la puerta, su madre en la cocina con el pobre ayudante corriendo de un lado para otro y el padre en la viña. Esta vez aprendí a hacer una pizza al horno que he repetido en mi casa de Miami y le ha gustado a la gente. Pero los detalles quedan para otro día. Tal vez cuando OnCuba me cumpla el sueño de tener una página de culinaria.
Excelente escrito Rui, yo tampoco usaría esos restaurantes virtuales. Preparar un rico plato de comida, por muy sencillo que sea, lleva arte, dedicación y , si es posible todo un espectáculo.
Magnífico artículo. Estoy totalmente de acuerdo contigo, Rui. El placer de la buena mesa requiere…eso precisamente…¡una mesa bien servida! El manjar más sabroso no se puede disfrutar si nos llega en un envase de “styrofoam” y nos lo llevamos a la boca con un tenedor plástico. ¡Si por mi fuera, quiebra Uber Eats!