El cambio que ha estado transcurriendo ante nuestros ojos en la comunicación (y lo demás) ocurre en un contexto social amplio, ante el que responde y sobre el que actúa la política. No es un mero cambio tecnológico, el acceso a las tecnologías de información y comunicación (TICs), ni un tópico en cierta agenda de modernización económica, como piensan algunos expertos, sino un problema de la cultura política, y del cambio fundamental en las circunstancias de su reproducción.
En materia de comunicación, empezó por manifestarse hace más de una década en la disolución de la frontera adentro/afuera. Antes de haber llegado a poseer casi 7 millones de cuentas y acceso a datos móviles en sus celulares, como ocurre ahora, los cubanos en Cuba han mantenido canales de ida y vuelta con ese “exterior”; pues literalmente han salido y entrado del país sin parar desde 2013, han coexistido con millones de visitantes a la isla, y han contado con más de un pariente o amigo afuera, con quienes se comunican como nunca antes. Imaginarlos en una especie de cueva platónica tiene la cualidad de lo irreal.
Si se revisa el debate de ideas en el campo intelectual, académico y cultural durante estos años, se verá que abarca una esfera pública extendida, en la que “lo que pasa aquí” también es instantáneamente accesible “afuera”. El entrecomillado refleja que el sentido mismo de estar fuera+dentro, dentro+fuera, revela cuánto se ha dislocado todo. También la producción de la política.
Ejemplo al canto de esa dinámica política: cuando el reconocimiento público sobre acontecimientos y discursos generados “aquí” ocurre como rebote ante la reacción de “afuera”. Aunque el efecto de rebote no sea nuevo, ahora tiene un paso vertiginoso, que no solo contribuye a la propagación instantánea de acontecimientos, a acelerar su ciclo de vida, a convertir el presente en lo actual, lo actual en efímero, sino a reforzar el sesgo desfasado y defensivo de la política nacional. Y hacerlo visible.
Lo peor de esa aceleración de la comunicación, sin embargo, es que encubre o emborrona la incomunicación subyacente, lo que puede constatarse apenas leyendo por arriba los diálogos en las redes sociales.
Esta confusión en el ámbito mayor de la sociedad civil se manifiesta además cuando, digamos, se orienta a los dirigentes y cuadros que abran una cuenta en Twitter, y digan algo por esa bocina cada dos o tres días. Lo que muestra cómo algunas políticas defensivas pueden resultar no solo ineficaces, sino absurdas.
Facebook se ha convertido en una valla de gallos (y gallinas), en la que el desplante reemplaza el argumento; el intercambio de calificativos, el diálogo; la bronca, el debate. Mientras la autocensura se hace cada vez más fantasmal, más anacrónica, emergen viejas y nuevas formas de oportunismo. Como transcurre principalmente en el campo de la sociedad civil, este daño colateral resulta más tóxico, políticamente hablando, que la incivilidad y el imperio de lo banal en las redes, de que ya se burlaba Eco.
No hay manera de entender la política cubana sin mirar lo que pasa en la sociedad, sujeta a una transformación que transcurre a paso doble desde los años 90.
Por cierto, algunos discursos efebocráticos, de los que asumen la representación de todos los jóvenes, la emprenden contra las mentalidades ochentosas (así dicen), como si estuvieran redimidos por marca de origen y año de cosecha, de los rescoldos en los que las suyas (sus mentalidades) se cocinaron.
En todo caso, ochentosos, noventosos, dosmiltventosos, residentes dentro y fuera, son partes reales y efectivas de la misma sociedad.
Es la presión de esa sociedad realmente existente el generador de retos que la política tiene que enfrentar y canalizar de la mejor manera. Esa mejor manera, desde luego, sería lidiar con la diversidad de intereses —algunos opuestos y algunos quizá irreconciliables— de manera que se minimice el conflicto y, al mismo tiempo, no se pierda sin remedio la brújula de algo que, a falta de una definición mejor, se sigue llamando socialismo. Y que hoy definitivamente no todos entienden de la misma manera.
Volviendo a la comunicación en un sentido estricto, los “costos” o “peligros” que se atribuían antaño a la extensión de Internet no han quedado resueltos, pero sí asumidos.
Falta aprovechar y aplicar sus recursos a la modernización de la gestión social, económica, y también política. Lo principal del gobierno electrónico no es la parte tecnológica sino la política, incluido el uso de la comunicación. Digamos, no solo sintonizarse con las TICs, sino asumir el nuevo tejido social y cultural, incluida una esfera pública ampliada.
Más evidente ahora para todos que hace una década, cuando ya se podía distinguir claramente, en esa esfera y ese tejido social nuevos, los vibradores ideológicos no se contienen en el discurso político de las instituciones y los aparatos ideológicos del Estado, sino que se han descentralizado y diversificado.
Hace unos días le preguntaba a un panel de expertos si, dada la desigualdad entre sujetos y actores participantes en el proceso de la comunicación social, era posible concebir políticas que abarcaran las múltiples prácticas comunicativas y que promovieran la integración entre diferentes campos, cada uno con sus propios problemas y demandas.
Si no era imprescindible fundar prácticas comunicativas descentralizadas, ya que la sociedad no es un orden centralizado, sino un organismo vivo, para que pudieran contribuir a un desarrollo social más repartido, equitativo, democrático. Si no se requerían políticas comunicacionales —no una sola— que contribuyeran a las metas mayores de la política, en cuanto a representar los intereses del conjunto de la sociedad, y a reconocer sus particularidades.
Una de las panelistas me respondió que “el diseño de políticas de comunicación descentralizadas no puede venir desde arriba, como su nombre bien lo indica. Cada medio y cada organización, mediática o de otra índole, incluyendo lo institucional y lo empresarial, debe diseñar su propia agenda”.
Por otra parte, es probable que muchos políticos (los nuevos políticos, digo) se hayan percatado de que la nueva situación no responde a una coyuntura económica adversa, o a la politización de corrientes que se vuelven “problemáticas”, sino a un cambio estructural, correspondiente a un nuevo orden, no tratable como una simple “desviación”; es decir, como un problema de seguridad nacional, sino eminentemente político, solo tratable con los medios de la política.
En otras palabras, el cambio de mentalidad no consiste en admitir el papel del mercado y los agentes no estatales en la economía, en hacerse cargo de los nuevos actores sociales, como haría la teoría de la modernización; sino en mirar la sociedad en su complejidad de grupos sociales, colores, géneros, territorios, muy diferenciados y desiguales. Y en colocarse ante el disentimiento, dentro de un consenso político que ya es otro, fundamentalmente heterogéneo y contradictorio, como un ingrediente natural de un ajiaco distinto, en el que se juntan factores sociales y culturales diversos.
Dentro de ese nuevo consenso está el cuestionamiento al sistema de medios de difusión. El cuestionamiento se ha convertido en consenso estructuralmente hablando, pues ha pasado a formar parte de las premisas del debate arriba y abajo.
Aunque la cuestión de la comunicación rebasa a los medios de difusión, el convidado de piedra en este debate son los medios no estatales. Eludir la discusión sobre ellos, como en el cuento del rey desnudo, equivale a negarse a reconocerlos, meterlos a todos en el mismo saco y, a la larga, rehuir su comprensión diferenciada.
Hace unos días, en el mismo panel que mencioné, un periodista británico que escribe para medios fuera de Cuba se lamentaba de cómo los jóvenes periodistas amigos suyos, frustrados por la falta de incentivo y la censura en los medios estatales, migraban hacia medios de oposición. Y agregaba: “Muchísimos están trabajando para la prensa anticastrista, que paga muchísimo mejor, creo que el Estado cubano no tiene cómo competir con el pago, y muchos están trabajando en la prensa —para mí mal llamada independiente— porque muchas veces (creo que la mayoría de las veces) está financiada directa o indirectamente por Estados Unidos. Y creo hay un problema de migración de talentos, y en parte este problema existe porque la formación periodística que recibieron fue tan buena que se sienten muy frustrados en el momento de trabajar. Si hubiera voluntad política aquí de dejar de controlar a los periodistas que están trabajando para el Estado o están trabajando en el espacio público quizá paradójicamente habría menos espacio o menos demanda para la propaganda que está financiada por los Estados Unidos”.
El juicio del periodista, que vive en Cuba hace diez años, no se basa en el Noticiero Nacional de Televisión, sino en sus propias fuentes y argumentos. No discutiré aquí los matices de su caracterización; pero sí quiero precisar que no todos los medios públicos son oficiales, y sí hay medios privados que no se alinean con una tendencia política determinada.
Al mismo tiempo, llamar independientes, digamos, a los medios de las iglesias carece de sentido, porque no existen al margen de esos intereses y políticas institucionales. Y que, naturalmente, sí hay medios privados que tienen una agenda antigobierno. Confundirlos a todos revela, en el mejor caso, ignorancia.
Tengo delante de mí los informes más recientes de la National Endowment for Democracy (NED), así como de Meridiam y otras instituciones subcontratadas para financiar a medios y organizaciones antigobierno en Cuba. Para mí, sin embargo, el principal criterio de diferenciación, más allá del origen de los financiamientos, radica en el perfil de esos medios.
Su estilo como medios de prensa se distingue por el mismo sectarismo y dogmatismo que dicen criticar en la prensa oficial, por la provocación, la intolerancia, el extremismo, el predominio de la descalificación ideológica, en vez del diálogo y el balance de enfoques informativos. La misma negatividad apuntada antes como efecto colateral de las redes y su permisividad de potrero.
Sin embargo, aquellos que, ajenos a la agenda recalcitrante antigobierno, debaten críticamente nuestros problemas en un aula universitaria, un blog, un medio público o privado, una organización social, asumiendo el rol responsable de oposición leal, incluso dentro de las filas de la Revolución, están contribuyendo a crear espacios democráticos desde abajo y a fomentar una nueva cultura política, parte esencial de un nuevo orden.
Dicho todo lo anterior, reconozco que en ningún momento anterior hemos contado con una dirigencia capaz de lidiar mejor con la relación información-innovación-comunicación-poder. Sin embargo, la inercia de un estilo político de décadas pesa muchísimo.
Sean cuales sean sus profesiones, las nuevas generaciones de dirigentes se han criado en ese estilo, correspondiente a lo que Raúl Castro llamaba la “vieja mentalidad”. Los discursos de una mentalidad dogmática, no importa si de ochentosos o de dosmilventosos, carecen de capacidad para reproducir hegemonía alguna. No la hegemonía de un modelo envejecido o ideal, sino uno que permita reconstruir su cultura política, con una nueva práctica.
La división del trabajo clásica prescribe a los políticos como los representantes del pueblo y a los intelectuales como los portadores de la conciencia crítica. Se trata de formar dirigentes intelectualmente más dotados y capaces de dialogar, e intelectuales con mayor dominio de los problemas políticos.
Si no, padeceremos el zipizape entre autoritarios y francotiradores, que poco ha aportado a la cultura del socialismo, y en particular, a la formación de una ciudadanía plena.
¿Pueden aprender los dirigentes? ¿Podemos los intelectuales contribuir a ese aprendizaje? ¿Somos capaces de educarnos a nosotros mismos, de rebasar el momento puramente opinático, la desconfianza ancestral, la incultura sobre la utilidad del conocimiento crítico para dirigir y para actuar como ciudadanos en la construcción de una esfera pública y un espacio político nuevos?
A veces lo dudo. Pero dudar es imprescindible.
Como siempre Rafael da muestra de su sapiencia. Este es un tema complejo por la estructura de barricada de la información y la comunicación, donde el disenso entre actores hace imposible el diálogo, el debate constructivo.
EXCELENTE!
Y el molde, en cuanto a políticos (representantes del pueblo?…) y/o intelectuales capaces de dialogar, parece haberlo roto hace años Lula Da Silva… un sindicalista…