Cuando Agnès Varda desembarcó en Cuba a fines de 1962, venía con una curiosidad semejante a la de un turista. Un turista especial, entiéndase. En las fotos que hizo en ese viaje no hay un solo edificio o monumento. Ni estampas exotistas. Hay gente. De todos tipos y colores. Abundan los retratos que miran fijo al objetivo y exigen que nuestro rostro los encare. Hoy, más de medio siglo después, esas imágenes nos miran desde las paredes de una sala del Museo de Bellas Artes de La Habana, que exhibe la exposición Varda / Cuba / Cine.
La exhibición abierta allí trae por vez primera al país apenas 110 de las miles de instantáneas que la artista hizo en un país que recorrió sin pudor, desde Santiago de Cuba y las montañas orientales hasta la cordillera de Guaniguanico, pasando por Cienfuegos, y donde trabó contacto con gente de la más diversa especie, desde Fidel y Raúl Castro, Alejo Carpentier, Wifredo Lam, Roberto Fernández Retamar, Nicolás Guillén y los jóvenes cineastas del ICAIC, hasta el maestro de obras Eugenio Pared, quien construía viviendas obreras en Habana del Este.
Varda no rodó película en movimiento; fotografió y luego fabricó una de las joyitas del cine francés de no ficción típico del grupo de artistas de la orilla izquierda del río Sena, o Rive Gauche (como era conocido el colectivo cinematográfico paralelo al más célebre de la revista Cahiers du Cinema), menos burgueses y más cosmopolitas que el núcleo fundador de la nouvelle vague, que exhibía a Godard, Truffaut y Rivette a la cabeza. Un colectivo que abrevaba en el barrio parisino cuna de las vanguardias, que estaba más politizado y abierto a la discusión en torno a los problemas de la forma en el arte (amantes de los gatos, el diseño moderno, la cultura popular y los comics), y que tuviera a Chris Marker como su figura central y a Alain Resnais como su representante favorito dentro de los circuitos de festivales de cine. Pero que incluía también a gente como Armand Gatti y a la propia Varda, entre otros. Que alternó ficción y no ficción. Que reinventó la forma fílmica como categoría política. Que optó constantemente por el travelogue.
La Rive Gauche vivió un idilio duradero con Cuba. En el mismo 1961, el cineasta viajero por excelencia, Chris Marker, vino para realizar ¡Cuba Sí!, un corto que fue inmediatamente censurado en Francia y tuvo estreno en La Habana en 1963. Marker trajo su estilo de distanciamiento analítico e ironía reflexiva que había antes aplicado a la mirada sobre territorios tan ajenos como Siberia, la China maoísta, el Israel de los kibbutz, cuyos comentarios agudos hicieron a André Bazin considerarlo el padre del ensayo documental. Pero pese a comparar a Fidel Castro con Robin Hood (una analogía que no a todos cayó bien) y a sugerir que la Revolución Cubana era un suceso inenarrable, toda la presunta disyunción de su acercamiento acabó sucumbiendo al mundo social de vértigo que aquí descubrió.
¡Cuba Sí! posee una secuencia en que una banda de música que ejecuta una marcha marcial mientras atraviesa un barrio popular, empieza a interpretar, sin transición lógica, una conga. Lo que sobreviene es un arrebato de alegría espontánea que posee a la multitud y allí mismo la gozadera se desboca. El cineasta no puede hacer otra cosa que seguir el carnaval frenético, ya sin sofismas intelectuales ni posibilidad de objetividad, rendido a la evidencia fáctica, al evento desnudo y vivo. Así Marker cae rendido a la candidez sensual del mundo cubano, donde revolución y conga resultan la misma cosa.
También Varda parece querer negociar su alejamiento. Viajó a Cuba sin preconceptos, sin antes hacer un grupo de lecturas referenciales –la curiosidad por la Isla entonces provocaba la visita de Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Henri Cartier-Bresson, entre otras figuras célebres del mundo cultural francés. Solamente atendió las recomendaciones de Marker, quien ayudó a planificar esa visita y le entregó un puñado de direcciones. Eso, más un dominio del español suficiente para conseguir comunicarse con la gente.
Saludos, cubanos comienza con una secuencia de imágenes en movimiento de una embajada cultural cubana en París que despierta la curiosidad de la gente. Se trata de músicos que ofrecen en una calle de la Ciudad Luz una representación del folclore isleño, con tambores, claves, rumba, tabacos y collares de caracoles. Todo muy de puesta teatral, de clichés para la degustación despreocupada de la curiosidad turística. Entre los fisgones con cámara se adivina a Jacques Demy, compañero de Varda, y a la propia Agnès.
Pero el primer plano fijo, la imagen inicial que ofrece Varda de la Isla en su visita, es un tabaco agigantado, intacto, que ha sido arrojado al mar, y sobre el cual se hace zoom. A la lista de estereotipos se agrega enseguida que Cuba ha sido considerada un tabaco (según los caballeros), un caimán (según las damas), una isla flotante (a partir de la Crisis de los Misiles), aunque todo ello no hace más que alimentar la avidez por ese paraje hasta 1959 apenas conocido por ellos. “Estuve en Cuba. Me traje estas imágenes desordenadas y para clasificarlas hice esta película-montaje titulada Saludos, cubanos” –declara en su propia voz. Y a seguidas cede la palabra al actor Michel Piccoli, el narrador de la mayoría del metraje: “Es el movimiento cubano en los dos significados del término lo que sorprende a los visitantes.”
Ese movimiento se manifiesta aquí a través de la paradoja de suprimir la representación dinámica del cine para elegir la estasis de la foto fija. Este método parece originarse en la necesidad de Varda de sumergirse de manera natural, sin la complicación e intrusismo del dispositivo fílmico, en la vida cotidiana. Aunque parece sugerir además un comentario acerca del acto de apresar una circunstancia propia del documento histórico. Por descomponer el presente de la imagen y entregarlo amortecido a la consideración del devenir. Yendo más lejos, parece proponerse un juego con el objeto momificado y su contradictoria vitalidad expuesta (la muerte: esa obsesión atravesada antes en el camino de la protagonista de Cleo de 5 a 7 (1961), pero que Varda explorara también en algunos de sus cortos anteriores).
No obstante, Varda explica al periodista J. de la Colina, en una entrevista de 1963, que su método estaba más próximo a esa técnica del cine de animación conocida como pixilación. Confesaba: “A mí me ha llamado la atención lo mucho que se mueve y cómo se mueve la gente en Cuba, y quiero dar una idea sobre eso. Pero voy a expresarla con un procedimiento contrario: por medio de las fotos fijas, que luego animaré basándome en los movimientos intermedios. Algo parecido a lo que hizo McLaren en Vecinos. ¿Recuerda usted el filme de una flor que crece en la línea exacta entre los jardines de dos vecinos? (…) He tomado muchas fotografías de los cubanos. No pretendo sorprenderlos y les pido que posen o que se muevan ante la cámara. Me interesa esa complicidad con el retratado.”
Ciertamente, las instantáneas de Varda están llenas de eso mismo: instantaneidad. Abundan los encuadres de figuras recortadas sobre un fondo arquitectónico que ellas, en su desplazamiento, en su actividad, obturan; también, los barridos y fuera de foco por movimiento. Gente que camina, niños que juegan, unas mujeres que se carcajean, otra que se peina, grupos trabajando, el ritmo propio de la vida cotidiana, y la fiesta.
Varda quiso que el factor documental de su registro se tradujera en un tipo de fotografía abrupta, donde también incluye, por necesidad de ilustración, algo de material ajeno. Hay música abundate: congas, guanguancó, tumba francesa, danzón, el “Golpe Bibijagua” de un órgano oriental, sones y sobre todo un estupendo episodio fotoanimado de Benny Moré, quien baila y retoza con la cámara de Varda. Ella lo articula en un ritmo visual juguetón, muy parecido a como luego acopla el golpe del güiro de una guajira al ritmo del corte de caña de un pelotón de macheteros espigados. La música cubana es otra fascinación que vence a la cineasta.
Estos juegos irónicos y al mismo tiempo reflexivos le permiten abordar la figura de Fidel Castro sin solemnidad. Lo retrata aislado, fuera de cualquier zona de confort, mientras dice de él: “Es una vedette en el rol de barbudo vocinglero, de líder sonriente y de guerrillero hirsuto. (…) Él encarna Cuba del mismo modo que Gary Cooper encarna el salvaje oeste.”
Pero es la mujer cubana quien despierta mayor interés de parte de la cineasta: “La cubana es el orgullo africano más el sentimiento español. Es la libertad, más la sonrisa. La cubana cuando no está en un congreso de mujeres, cuando no es un cuerpo diplomático, es un cuerpo melódico, es una S ondulante.” Y desliza una observación acerca del machismo cubano cuando, a propósito de tomar fotos en una exposición, advierte de la costumbre posesiva del criollo de echar su brazo por sobre los hombros de su pareja: un “gesto típico”.
El idilio de los cineastas de la Orilla Izquierda con Cuba hizo que, por ejemplo, Armand Gatti dirigiera su largo de ficción El otro Cristóbal (1962) con el ICAIC. Saúl Yelín, por entonces a cargo de las relaciones internacionales del Instituto de Cine, llegó a anunciar en 1961 que Resnais haría su tercer largo, después de El año pasado en Marienbad, en la Isla, mientras que el productor Anatole Dauman, al frente de la firma Argos Films (donde se incluía la mayoría de las obras de estos realizadores independientes), cedió gratuitamente todo el catálogo de su empresa para su exhibición en Cuba.
El tiempo fue el mejor testigo de cómo esa cercanía se terminó. Marker mismo, después de sostener una duradera relación con el ICAIC, vio cómo su La batalla de los diez millones (1971), largo documental acerca del fracaso de la experiencia de la zafra azucarera de 1970, era recibido con frialdad por las autoridades cubanas. Saludos, cubanos, por cierto, nunca fue estrenada en Cuba en su tiempo, sino en una exhibición privada en la Cinemateca de entonces.
Marker y Resnais están muertos. Varda vive todavía en su casa de París. En Bellas Artes la han traído al presente cubano, acompañada por otra mujer que hace mucho tiempo ya no está: Sara Gómez. La realizadora cubana, casi una niña en las fotos de Varda, fue su amiga y colaboradora en Saludos, cubanos. Sarita aparece en la secuencia fotoanimada del final, improvisando un chachachá callejero donde tiene por pareja al editor Nelson Rodríguez, al también montador Justo Vega y a otros colegas del ICAIC, que se disputan el centro de la composición. El coro repite, a golpe de La Aragón, que “el cuini tiene bandera” y los danzantes disfrutan del descaro de sus cuerpos, de la plenitud de su goce, acentuado cuando Asenneth Rodríguez se apropia del encuadre con una fuerza inaudita y la cámara Leica casi le hace el amor en contrapicado. He aquí un baile que evoca una manera de ser feliz en la Cuba del pasado.
Salut Les Cubains from Ichi Raramuri on Vimeo.
Los curadores de la expo han incluido en una sala contigua a la de Varda seis de las obras documentales de Sara, en uno de los primeros gestos de reconocimiento de esa institución para un cineasta cubano (si se exceptúa, como suceso más significativo, el homenaje a Tomás Gutiérrez Alea, en 2007). Curiosamente, de Saludos, cubanos apenas se exhibe un fragmento de seis minutos, menos de un cuarto del metraje total. Los de Sara, por suerte, van íntegros.
El elemento que aglutina el repertorio de Varda y Gómez es justo buscar entender Cuba. No a través de una intención de carácter antropológico y etnográfico, como asegura la curaduría. Ello es un juicio del presente, alimentado por la mirada clínica que ofrece la lejanía temporal. Un juicio que explica cierto interés de legitimar estas piezas más allá de su agenda concreta: el verdadero valor del cine de Sara y de Saludos, cubanos descansa en proponer un método de aproximación que empuje a cambiar la realidad, un proceso común al cine de vanguardia. Responde a una voluntad política y a una ética específica del acto creador. En el caso de Varda, destronando el reinado de los estereotipos coloniales. En el de Sara, los prejucios que suponen que el cambio social puede hacerse a nombre del sujeto popular sin buscar entender la violenta oscuridad de su mundo.
La huella cubana de la no ficción de vanguardia de la Orilla Izquierda y de la modernidad política del cine europeo y latinoamericano es más extensa y profunda, no obstante. Cruza por nuestros maestros del montaje experimental: Nicolás Guillén Landrián, Bernabé Hernández (sobre todo en Sobre Luis Gómez (1966) y Santiago Álvarez. Por el descubrimiento del cine de montaje soviético de la década de 1920 y su impacto sobre la obra de Godard, por ejemplo. Por la idea del cine auto-referencial y la escritura de collage en Memorias del subdesarrollo (Alea, 1968). Por la propia Sara y el resumen de sus intenciones levantiscas (fundamentalmente, contra el autoritarismo del texto fílmico como enunciado erigido sobre una ideología centrípeta y normalizada, masculina) en De cierta manera (1974).
Es bello verlas bailar juntas nuevamente. Entre los mármoles relucientes y los cánones pictóricos, entre la frialdad de los paradigmas que allí las rodean, sigue siendo esta una estampa cálida. Algo de vida que se coló en Bellas Artes.
PS: Agradezco a Nelson Rodríguez por hacer uso de su prodigiosa memoria en beneficio de la precisión histórica de este texto.
No me cabe duda q trabajaste bastante para escribir el artículo. Quizás esté bueno y yo sea tremendo inculto, pero a partir del tercer párrafo ya se me hace muy difícil seguirte.
No te preocupes tanto, Roberto. Te leíste el lead de la noticia, como si hubieras escuchado los titulares del noticiero. Ahora brillas de conocimiento.