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Se sabe que José Lezama Lima, además de poeta, novelista y ensayista, fue un gran promotor cultural que entendió que una forma efectiva de divulgar la cultura y de mantener actualizados a los lectores de las últimas tendencias de la época, era a través de las revistas. En La Habana y en otras provincias se publicaron muchas revistas que trataban diversos temas. El suyo era la literatura.
Siendo todavía estudiante de Derecho, comenzó a publicar Verbum, que nada tenía que ver con el Derecho. De Verbum se editaron tres números en 1937, y ya en los dos primeros aparecen textos de Juan Ramón Jiménez, pues Lezama, por entonces un joven veinteañero, aprovechó muy bien la corta estancia del poeta andaluz en La Habana, quien, por cierto, siguió colaborando en las sucesivas revistas que Lezama fue editando.
Después de Verbum vino Espuela de Plata (1939 – 1941, Nadie Parecía (1942 – 1943) y Orígenes (1944 – 1956). Cabe destacar que en todas estas revistas siempre se incluyeron dibujos y viñetas de los más importantes pintores de aquellos años.
No es mi intención, ni mi especialidad, hablar de todas estas publicaciones. Me detendré en Clavileño (1942 – 1943), la única en la que Lezama no participó. Cintio Vitier y Gastón Baquero colaboraban en Espuela de Plata. Según contaban en mi familia, surgió una discrepancia fuerte entre ellos dos y Lezama, lo que provocó que ambos abandonaran la revista y que, por un tiempo, hubiese un distanciamiento entre ellos. El distanciamiento duró poco y, como todos saben, la amistad se reanudó.
Mis padres y tíos a cada rato recordaban con una sonrisa la “NOTA DE RECORRIDO” o editorial que escribió Lezama (último número, agosto de 1941) y que firmó como “Los Directores”, en la que, sin mencionar nombres, al final, señala: “Para mostrar más centro y concentración ESPUELA DE PLATA ha tenido que verificar algunos cambios, pero todos de poca importancia, que en nada alteran la propia impulsión, el perfil y la estela de la revista. Y así se muestra ahora y queda al fin más nítida y fragante”. Jugaban entre ellos con lo de “queda ahora más nítida y fragante”, incluso lo decían delante de Lezama quien siempre lo recibía con una sonora carcajada aunque algo apenado.
Algunos datos y curiosidades sobre Clavileño
El primer número de Clavileño, “Cuaderno mensual de poesía” apareció en agosto de 1942. En total fueron siete, dos dobles (4-5 y 6-7). El último no especifica el dato del mes, solo “La Habana, 1943”. La revista la financiaban los autores, que eran todos muy jóvenes, de entre 20 y 30 años de edad, y se concebía y preparaba en la casa de las hermanas Bella y Fina García Marruz.
En el primer número los editores fueron: Gastón Baquero, Cintio Vitier, Emilio Ballagas, Eliseo de Diego, Justo Rodríguez Santos, Luis Ortega Sierra, Fina García Marruz, Bella García Marruz, Ernesto González Puig. Dibujos de Portocarrero y Felipe Orlando1.
El nombre lo tomaron del pasaje que se cuenta en la segunda parte del Quijote, capítulos 39, 40 y 41, a partir de la cruel burla que les hacen unos duques que conocían de la existencia del Quijote y de Sancho y los invitan a su castillo con el único propósito de mofarse de ellos.
Clavileño es un caballito de madera que tiene una clavija que debe utilizarse para activarlo y frenar y que los llevará por el aire para encontrarse con un hechicero y lograr deshacer un encantamiento. El Quijote y Sancho deben ir con una venda en los ojos.
El pasaje, como todos en el Quijote, es conmovedor y tierno (no entro en más detalles pues creo que es un pasaje muy conocido).
Los editores de la revista no se detienen a explicar por qué escogen ese nombre, pero es conocida la devoción que todos sentían por el libro, por Cervantes y por sus dos entrañables héroes.
La revista, de formato grande (33x25cm) y pocas páginas, comienza siempre con un texto en prosa. El primer número se inicia con una traducción de una leyenda irlandesa, realizada por mi padre, que tiene que ver con el fuego. En el segundo, con un fragmento del capítulo 41 donde Sancho y el Quijote cuentan sobre su mágico e inexistente vuelo. Al tener los ojos vendados y no ver, los duques los abanican para imitar el aire y con unos fuelles les hacen sentir calor para que crean que están más cerca del fuego que emana del sol.
En su traducción que inicia el primer número y en todos los créditos como editor y en su primera prosa poética, que también se incluye en ese primer número, mi padre firma como “Eliseo de Diego”. Pero en el segundo texto, en el número 2, ya firma, creo que por primera vez, “Eliseo Diego”.
Clavileño, CUADERNO MENSUAL DE POESÍA
No. 1.
Entre todas las islas, hay una recientemente formada, a la que llaman el Fantasma, que tuvo su origen de este modo. Un día de mucha quietud se alzó un largo bloque de tierra a la superficie del agua, donde antes nada hubo, con gran azoro de los isleños que miraban. Algunos dijeron que era una ballena o un monstruo del mar; otros, observando que no se movía, dijeron: “No, que es tierra”. Para reducir sus dudas a certeza, los jóvenes más valientes de la isla resolvieron acercarse en una barca. Cuando, sin embargo, llegaron tan cerca que podían desembarcar, la isla se hundió en el agua y desapareció de la vista. Al siguiente día reapareció, y volvió a burlarse de los mismos jóvenes con la misma ilusión. Por fin, mientras remaban en el tercer día, siguieron el aviso de un viejo, y dejaron volar contra ella una flecha barbada de hierro, al rojo vivo, y entonces pudieron desembarcar, encontrándola habitable.
Esta es una de las muchas pruebas de que el fuego es el más grande enemigo de toda clase de fantasmas, ya que todos los que han visto las apariciones caen en desmayo tan pronto sienten la viveza de la llama. Pues el fuego, por su situación y naturaleza, es el más noble de los elementos, es un testigo secreto de los cielos.
El cielo es de fuego; los astros son de fuego; la zarza ardió en el fuego, más no fue consumida. Y el Espíritu Santo estaba sobre los apóstoles en lenguas de fuego.
(Leyenda irlandesa escrita por Giraldus Canabrensis, nacido en el año de 1146 e incluida por W. B. Yeats en el libro “Irish Fairy and Folk Tales”. Versión de Eliseo de Diego).
En la primera página de la revista, que es su portada, el texto está siempre sobre un sencillo dibujo de un caballito de madera, realizado por Portocarrero. Mis padres contaban que hubo que irle quitando crin al caballito pues en el dibujo inicial la crin hacía difícil la lectura.

En la revista se publicaban textos (poesía y prosa) de los editores y de otros autores de la época y anteriores, cubanos y extranjeros, como Virgilio Piñera, Mariano Brull, Octavio Smith, Ramón Zambrana, Julia Pérez y Montes de Oca (hermana de Luisa Pérez de Zambrana), mucho de San Juan de la Cruz, San Agustín. También traducciones (Eliot, Santayana, Hilda Doolitlle, Paul Claudel, Chesterton, Rilke), muchas de ellas realizadas por mi padre, Cintio, Gastón, Virgilio; lo que demuestra el conocimiento y la cultura de aquellos jovencitos quienes, en su mayoría, fueron autodidactas: Lezama, Smith, Vitier, estudiaron Derecho y lo ejercieron; Baquero era ingeniero agrónomo.
El primer texto que publica mi padre, “Boabdil”, tiene una pequeña historia. Mi abuelo tenía cuadros en la casa, algunos regalados, otros comprados por él. Había uno que se destacaba particularmente, y sospecho que el niño Eliseo le debe haber pedido a su papá que le contara qué representaba ese cuadro. Era un lienzo o tapiz grande, una reproducción de “La rendición de Granada”, del pintor español Francisco Pradilla (España, 1848 -1921).
Mi abuelo, que era asturiano y le gustaba escribir y contar historias, debe haber satisfecho con creces la curiosidad de su hijo. El cuadro siempre estuvo en el comedor de la casa de mi padre, hasta que, durante la mudada de Arroyo Naranjo, se “perdió”. Aparece en muchas fotos pues en ese comedor se celebraban bautizos, cumpleaños, Navidades, despedidas de año.

Termino este trabajo con los dos primeros textos publicados por mi padre, “Boabdil” (agosto, 1942) y “Felipe II” (septiembre, 1942). Tenía 22 años.
Boabdil
Había en mi casa un tapiz en que el Rey Boabdil entregaba, eternamente, las llaves de su Granada. Aparecía sobre una colina, gris y fuerte, en lo más lejos, la Alhambra; a su derecha había un camino entre árboles altos y delgados. He sentido mucha angustia de ver al Rey, con la ciudad a la espalda y el camino, por el que no podrá escaparse nunca, a su derecha, clavado allí eternamente en su puesto, con las llaves de su ciudad en la mano.
“Rey de Castilla, te pido una última gracia, por la puerta en que yo deje a mi Alhambra, no dejes que pase nunca nadie. Que el polvo de mis pies sea el último en ella, que la sombra de mi cuerpo sea la última que encierre. Mirad: mi fortaleza está ahora desierta, mi cuerpo está desierto. Los huesos de mi vida están sobre la colina, desnudos y pelados. Rey de Castilla, que no pase nadie.
“La última noche fue oscura como el corazón de la tierra; solo vio mis cosas el candil que no dormía. Mis cosas miraban la muerte, miraban morir mi cuerpo y se morían. Que mi cuerpo no descanse, que no pase nadie, Rey de Castilla, que no pase nunca nadie, que mi cuerpo está allí desvelado”.
Hay todavía, Boabdil, amigo mío, una canción antigua. Dice de ti que aguardas en la “región sombría”, donde te veremos alguna vez, que aguardas allí el momento de volver, por el arco desierto, a tu Granada. Que mi cuerpo tampoco duerma, que vigile, que vele mi vuelta. Porque yo también volveré, volveré a mi ciudad vigilante.

Felipe II
Y Felipe II fue rey de España. Muchas cosas se han dicho de este príncipe, pero lo cierto es que edificó El Escorial. Un gran patio, cuya blancura y sequedad son bien externas, rodea el vasto desierto pétreo, gran roca horadada por millones de galerías y salas, en alguna de las cuales pasó el sombrío monarca la cuenta de sus horas.
Cuando la fiebre ha ocupado nuestra casa y uno pide a los demás que anden con cuidado, a fin de no despertar la cólera del huésped, y no se espera mucho de los otros y se conoce de una vez el temor de Dios, recuerdo tu despiadado retrato, Felipe II, allá en el oscuro, melancólico reino de papel que son los libros o memorias. El duro óvalo del rostro se aparta extrañamente de la otra sombra que lo envuelve. Los ojos aparecen muy lejanos y tristes como la lámpara de un farero en la costa, en un libro que vi de niño. Dicen que no sonreía jamás y no hablaba sino para dar sus órdenes, que en vez de corazón llevaba una pequeña cruz de hierro en la cavidad del pecho. La verdad es que opuso a la isla de Dios su propia isla, y separó a su corte con su propia medida de piedra y sombra, la que, al fin, no es mejor ni peor que la otra, alegre o transparente, del aire.
Si vistió siempre de negro, desde las calzas a la gola, y en su piadosa crueldad no halló nunca quietud ni la consintió a nadie, no fue porque el Atlántico devorase a sus barcos, o el fuego del Norte abrasara sus espejos. Quizás tuvo alguna visión cuando jugaba a la pelota, de muchacho, con el Duque de Medina- Sidonia, en un “patio como un prado” que tenía el palacio. Es probable que fuese una vez que, de niño, pedía al aya otro dulce, y como tuviese un poco de dificultad en pronunciar la palabra, no le entendió el aya, no le hizo caso; y recogió el huso y volvió a hilar como antes. Entonces se apagó el fuego que lo comía, se apretaron sus labios, se alzó a su alrededor la fortaleza de su silencio. En el prado había algunas palomas y un pequeño viento que agitaba las hierbas verdes y largas. Pero ya no miraría las palomas del Señor sino cuando estuviesen muy altas, como pequeñas cruces en la esfera. De su propia mano alzaría una muralla de piedra.
De sobra sabían que no les dabas otra cosa a esperar que el hierro y el fuego. No querías sino que te dejaran en paz. Eso es lo que querías. Habías jurado cuando niño, al mismo San Isidro de Sevilla, que no hablarías una palabra, o puede que no hubieses jurado a nadie puesto que eras el Rey de España. Pero como lo eras estaba por supuesto que harías alguna cosa, de modo que fueron a buscarte. Entonces les diste su propia sangre.
Desde el Polo a lo más hondo de América las llamas encontraron todos los colores del mundo como fondo: el blanco de la nieve, el verde de la selva, enviaste a los buenos, barbudos campesinos de Castilla, que te amaban, a la muerte. Era lo mejor, sin embargo, puesto que los querías a tu modo, enviarlos a la guerra; para ti habías escogido no abrir la boca y eran los dos únicos caminos que te importaban.

Una mañana de invierno, cuando todo el Escorial estaba metido en un vaso de hielo, se le acercaron dos caballeros, vestidos de luto, a la salida de misa.
—Tu flota –dijeron— ha desaparecido entre tormentas.
Los miró en silencio, pues no van a retorcer y manchar entre sus manos el reflejo de su pena.
—Mandé mis barcos contra la Reina de Inglaterra, no contra los elementos.
Pega, pega duro pobre don Felipe II de España, pega al aire. Por todas las encrucijadas el Rey y los elementos van buscándose.
Habían pasado setenta años, unos detrás de los otros como es natural que pasen. Entraban por la puerta del fondo, pequeña, entre los guardias con sus morriones, y salían por la gran puerta del frente, empujando a los cortesanos, y siempre, se llevaban alguna cosa. Entretanto habían opuesto a los montes de Dios, frescos y verdes, el tuyo, recio y seco. A las aguas de su cielo, con todos los buenos astros que fulgen entre ellas, habías opuesto los techos de tus salas, con los retorcidos dibujos de piedra, que te entretenías en mirar cuando cruzabas las largas tardes.
Habías buscado la realidad de Dios y le temías, o puede que no buscases nada y sencillamente te fastidiasen las cosas, como venía yo creyendo hasta ahora. Pero decía que buscabas la realidad porque pareces el vivo ejemplo de lo que el pueblo muerto dice de la obra de Dios. Como si un maestro, en una playa, se arrodillase junto a su niño, y levantando un castillo de arena, le fuese diciendo: esta es la plaza de Calais y este el ejército del buen Rey Eduardo I. Así, tú, en tu vigilante conciencia o tu rencor, parecías la torrecilla de arena para hablar de la soledad y lejanía de cada hombre.
No se hable más del asunto, y volvamos a tu pequeño cuarto de fiebre en la memoria.
En el año postrero de su vida, sintiendo que había alguien que le buscaba por todo el monasterio sin acabar de encontrarlo, y al cual no podrían detener los guardias, el rey hizo uso del secreto de su laberinto. Salió al campo, una tarde, y los cortesanos solo encontraron su abrigo de armiño junto al fuego, y las llamas hacían dibujos de mapas y tierras extrañas sobre la piel.
En el campo la enfermedad se apoyaba sobre el rey como en un báculo. Fue a refugiarse en casa de unos campesinos y la ternura de una castellana fuerte y saludable le salvó aun por unas horas. Con la cabeza en su regazo, el rey señalaba las estrellas, una a una, como un niño. “Mira –parecía decir—, es como una osa, es la Osa mayor. Y aquella, la estrella Polar”. Luego quiso decirle alguna cosa a la mujer que le cuidaba sus últimos momentos, como a pequeños animales que es preciso calentar para que no mueran. Pero su boca era una puerta recia y vieja, que no abrieron en cientos de años. Solo le permitió decir su propio nombre:
—Felipe.
- Fina y Bella no vuelven a aparecer como editoras y Fina nunca publicó en la revista. Los editores iniciales se mantuvieron, en su mayoría, durante todo el tiempo que duró la publicación.