Creo que es el día 24 del encierro. Bah, en mi caso al menos no ha sido encierro total pues cada un par de días salgo solo, en el auto, a llevar comida y ánimos a familiares mayores.
Solo, en el auto que me espera estacionado en la acera. Apenas un par de veces me crucé al salir con gente de mi edificio. Saludos a la distancia. Cuatro pasos y entro al coche, mi burbuja, mi batiscafo para las profundidades de esta demencia que vivimos.
Un día estuvo particularmente intenso, una tarde de sábado. Salí a la calle desierta y cuando estoy por subir al auto escucho un grito. Veo a una persona joven, de unos treinta años, corriendo por la calle vacía. Corría hacia mí, gritando. Me asusté mucho, me metí en el auto de inmediato.
Tranqué la puerta.
Quería una moneda. Estaba desesperado. Se pegó al vidrio de mi coche y no les voy a mentir, yo estaba tan asustado que evité su mirada. Al segundo se calmó y siguió caminando, sorprendentemente tranquilo. A mí me volvió la taquicardia recién, nada más que de recordar la situación para escribirla.
Las veces que salí en el auto por la noche (es un viaje corto de diez minutos) al principio de la cuarentena lo que me llamaba la atención eran las luces de colores rompiendo la quietud. Como faros. Tres, cuatro o cinco, desperdigadas por mi trayecto. Ambulancias. Estacionadas frente a casas, edificios. Sin sirena, silenciosas. Me hacían acordar a las luces de los estacionamientos, que se encienden para que los transeúntes sepamos que está por salir un auto.
No era precisamente un auto lo que podría salir de esas casas.
Ahora, guardando las cosas del almuerzo en la nevera, vuelvo a ver a los astronautas en la acera de enfrente. Si vieron ET saben a qué astronautas me refiero.
Médicos con trajes y cascos. Ta bien, no son iguales a los de la película. Vienen en un auto blanco que dice Médica Uruguaya. Pero para mí se ven iguales a los que me dejaron los ojos como platos voladores cuando vi por primera vez la película de Spielberg.
Por segunda vez en dos días entraron al edificio de enfrente a mi casa. La calle vacía, por ahora, es nuestra muralla. Tarde o temprano el virus cruzará.
Lo importante, me digo, nos decimos todos, es que tarde en cruzar lo más posible.
Lavando las manos mientras cantamos el feliz cumpleaños, en gato, en perro, en inglés, en lo que sea. Cumpledías, más bien, largos como años. Y no precisamente felices.
Cuatro jinetes.
El primero en la acera de enfrente, mirándome fijo, sabiendo que apenas lo separan unos pasos de mi casa, un apretón de manos, un estornudo a tiempo.
El segundo jinete, el miedo, sabe volar y cruzó hace rato.
El tercero, la incertidumbre, es particularmente cruel. Siembra noches en las miradas de todos, incluso las de los niños.
El cuarto jinete, el peor de todos, el del individualismo, el que taladra las cabezas y convence a cada uno de hacer rancho aparte abandonando sus casas.
Tendría que haberle dado un billete, pienso. Estábamos muy asustados, justifico. Colaboro trabajando para asegurar la educación de miles de niños, racionalizo. Sé que no vale la pena seguir dándole vueltas a este incidente pero igual no puedo olvidarlo.
El cuarto jinete, el individualismo, es el más terrible de todos. Y a diferencia del primero, su destrucción comienza si nos lavamos las manos.
*Este texto fue publicado originalmente en la cuenta de Facebook del autor. Se reproduce con su consentimiento.