Despierto temprano, fascinado con mi primer viaje a Brasilia, la maravillosa y mística capital brasileña, inaugurada el 21 de abril de 1960 por el entonces presidente Juscelino Kubitschek. El modesto hotel donde estoy es un incesante hormigueo de trabajadores. Preparan desde temprano un almuerzo suntuoso y cotidiano, al aire libre, sin mucho protocolo pero con sazón divino, que me recuerda los banquetes de familia en el patio de mi abuela Fela. Entre esas personas que andan con paso rápido y preciso, entre risas y camaradería, tengo la grata sorpresa de encontrar un joven venezolano, inmediatamente nos identificamos y cruzamos unas palabras de júbilo en español. “No soy el único venezolano por aquí”, me confirma.
Desando sin GPS por la Avenida Rabelo, parte de la Villa Planalto; deseo encontrar un punto de ómnibus. Camino y mis ojos y mi mente intentan captar con precisión a cada persona, cada casa, cada negocio que voy encontrando por el camino. La vida fluye, un señor vende naranjas, otro souvenirs para los turistas nacionales y foráneos, una señora empuja su carrito con ofertas de jugos, otro emprendedor ofrece chocolates. Me acerco a un restaurante donde conversan un chico y una chica, descubro que hablan en español y aprovecho para transformar el ¡bom dia! en un ¡buenos días! que me responden con algo de sorpresa y afectuosidad. A ellos les pregunto dónde puedo coger el ómnibus en dirección al Centro de la ciudad y enseguida me indican seguir dos cuadras y tomar la ruta 104.
Cruzando una intersección de calles, alzo la vista y leo: Restaurant Cubano Bodega de La Habana. Sin dudas es hora de modificar mi itinerario, tengo que conocer el lugar y saber si es un compatriota quien de hecho lo administra; eso espero. Cruzo inmediatamente, es temprano en la mañana, las puertas están cerradas, llamo en una entrada residencial que sirve de estacionamiento, sale un señor, brasileño. Me presento, le explico mi interés en conocer, le digo que soy cubano, y me dice: “¡Si tú eres un cubano tan buena persona como Miguel, el chef del restaurant, então você é muito bem-vindo!”. Contengo la emoción, los brasileños y brasileñas suelen ser muy auténticos, igual a los cubanos y cubanas, la espontaneidad nos caracteriza.
Entonces aquel señor entra al restaurant y al poco tiempo sale junto a Miguel, el chef cubano, fundador y dueño del restaurant Bodega de La Habana. Sonrientes nos saludamos, me invita en el acto a pasar, las primeras palabras que cruzamos salen en portuñol, la fuerza de la costumbre se impone, de a poco vamos migrando al lenguaje puramente cubano. El lugar es bonito, está bien organizado y decorado, sin fastuosidad, pero con aire íntimo y acogedor. Sigo a Miguel hasta la cocina, su lugar preferido, está cocinando una ropa vieja. Comienzo a disparar preguntas sencillas y a seducir a Miguel para que me brinde una entrevista formal, pero un chef cuyo restaurant está todavía saliendo de los estragos de una pandemia no tiene mucho tiempo para eso. De inmediato percibo que el intercambio será rápido e intenso, no hay tiempo para grabar en el teléfono, entonces aguzo mi mente y mi corazón mientras hablamos.
Llegué a Brasil en el año 2011, la verdad no tenía intención de quedarme acá, prefería ir hacia Estados Unidos, todo cambió cuando comencé un noviazgo que se fue fortaleciendo y terminó en una relación de siete años. Había estudiado cocina en escuelas de hotelería y turismo en Cuba y trabajé varios años como chef en la Cayería Norte. Cuando llego acá tenía suficientes calificaciones y experiencia en cocina, hotelería y restaurant; las calificaciones no valieron de mucho, pero la experiencia sí. Me fui introduciendo en el ramo de los restaurantes y trabajé como chef en varios negocios, en diferentes lugares de Brasilia.
No ha sido fácil, siempre he tenido que trabajar mucho, en dos y tres turnos, descansando poco. Los trabajos de servicios en Brasil no son muy bien remunerados, así que para acceder a algunos bienes he tenido que sacrificarme. A veces, colegas de trabajo brasileños se asombraban porque me compré una buena moto, etc. y comentaban que eso era porque soy extranjero y llegué aquí ya con dinero. Yo sonreía y les explicaba que eso era producto de mi trabajo duro en este país y de limitarme de bebidas, fiestas, para lograr mis objetivos, porque en Cuba yo no era de los de familia privilegiada; al contrario, gente humilde que viven de lo mínimo como la mayoría.
Creo que fue en 2016 o 2017 cuando comencé el intento de llevar adelante mi propio proyecto de emprendimiento. Tampoco fue fácil, aquí en Brasilia un restaurante de especialidades cubanas era algo innovador. Además, el capital inicial para invertir era básico, producto de mis ahorros, por lo cual la apuesta debía ser bien precisa asumiendo los riesgos pero con mente positiva y trabajando para que fuera exitosa. Y fue así como comenzó Bodega de La Habana, primero en un local perteneciente a la zona del Zoológico de Brasilia, y luego me trasladé acá a Villa Planalto, más cerca del Ala Norte y del Centro. Inicialmente lo hice con una licencia de microemprendedor-trabajador autónomo, con derecho a contratar un trabajador, luego me adherí al formato de microempresa, con más posibilidad de diversificación de servicios, acceso a productos y contratación laboral.
Con sus 39 años, Miguel demuestra una sabiduría peculiar, noto su empeño en analizar cada paso, sus gustos refinados y detallistas al elaborar el menú que identifica sus raíces, su trato franco, afectivo y educado, ingredientes perfectos para atraer a su fiel clientela. Su pensamiento estratégico y capacidad de innovación fueron sometidos a prueba al llegar la pandemia de COVID-19 en inicios del 2020.
Imagínate, cuando estaba ya estabilizando y solidificando el restaurante llega la pandemia, fue todo un cambio en los paradigmas que teníamos de ofrecer servicios. Nuestra clientela era presencial, eran funcionarios y trabajadores que se movilizan hasta acá en el horario de almuerzo; por eso el desafío de comenzar a ofrecer servicios en “delivery” (Ifood, Uber Eats) estaba en que nuestros platos llevan una presentación determinada que los distingue; por eso colocarlos en una marmita y trasladarlos en una moto hasta el cliente, preservando la decoración, es un reto. Un reto importante, porque se trata de nuestra identidad visual, de lo que hemos construido como negocio. La verdad, durante la pandemia tuve que optar por quedarme con el mínimo de trabajadores y reinventarme cada día para sortear la contingencia, seguir adelante y no quebrar.
Comencé a ver la pandemia como amenaza y desafío, pero también como un momento de oportunidades, de resistencias, de replantear nuestras potencialidades. Y aquí estamos, felizmente, nuevamente abiertos, todavía no con el flujo normal de antes de la pandemia, pero retomando nuestros servicios y reencontrándonos con nuestros clientes y otros que se van sumando. Estoy articulando con otros amigos, pensando en expandirnos y quizás trasladarnos a una zona de edificios, donde las personas ven el restaurante además como una posibilidad de paseo familiar y de salir del “encierro” residencial. Estoy animado, ¡estoy entero! listo para seguir adelante, después de más de 10 años por acá y de una pandemia, no va a ser ahora que desista, al contrario.
Escucho a Miguel Padilla, el chef del restaurant Bodega de La Habana, y yo, que también soy un cubano emigrante, como él, no logro contener la sensación de esperanza y fuerzas para continuar. Eso me inspira, la gente positiva, talentosa, esforzada, persistente, como Miguel, y como tantos cubanos y cubanas dentro de Cuba, o errantes por el mundo, que emprenden, resisten, se reinventan y muestran el alma nacional en su más bella expresión. Los que dan y muestran orgullo y no lástima, los que ponen amor y no odio a lo que hacen, que fundan allá, acá y acullá, y que por eso son ¡Bem-vindos y bem-vindas! a Brasil, o a decenas de países.
En el fondo, quizás minúscula y confusa, queda la ilusión, la utopía de que esa Cuba diaspórica, de que esas (otras) patrias que se construyen con vidas, familias, trabajos, negocios, logros y también tristezas, pueda cada día tener más diálogos sazonados de amor, fe, futuro y esperanza, tanto con los que quedan en la Isla, con los que por muchos motivos están en la patria física, en la tierra añorada, en el patio de mi abuela, o en el pasillo-solar de mi madre, en las calles de nuestros recuerdos de infancia. ¿Hacer ese diálogo posible será también parte de los desafíos (post) pandemia? Quizás, como el amor, todo comience con una buena comida cubana, un buen menú entre hermanos, compartiendo un plato elaborado, como los del chef Miguel, acompañado por un ron cubano, una cachaça (aguardiente) brasileña, un whisky, un tequila o un vodka.
Maikel, hermano, ya ves como es mi vida aquí, no paro, cada plato lo diseño y reviso personalmente, no puede perder la impronta y calidad. Cuando regreses a Brasilia, no dejes de visitarme y almorzar en el Bodega de La Habana, te recibiré con placer.
Nos despedimos, un abrazo, dos hermanos cubanos, camagüeyanos, extranjeros en otras tierras, que intentan hacer con su vida y su trabajo que lo foráneo sea más cercano, que construyen puentes y que, en el caso de Miguel, le pone sabor a la vida de decenas de brasileños y brasileñas. Dichosos los que se empeñan, bienaventurados los que no se permiten ser pasto del dolor, la adversidad, el odio, y desde cualquier rincón de Cuba y el mundo, siguen edificando sus sueños, su patria, su vida. Definitivamente volveré a Brasilia, sigo fascinado con esta bella ciudad brasileña, y ya sé que también habrá un oasis de cocina cubana donde detenerme.
Duele ver en la carta-menú “arina [sic] con chicharrón”. Por favor, que alguien le diga a ese buen hombre, que harina se escribe con “H”
Excelente artículo aunque me llenó de añoranza. Bravo! por escribir tan positivo.