Como cualquiera medianamente informado, supe hace unas semanas que al poeta y ensayista Jorge Luis Arcos (La Habana, 1956) le negaron la entrada a Cuba cuando se disponía a abordar el vuelo en Santiago de Chile. Había tomado un avión en San Carlos de Bariloche, su residencia actual, y tras breve conexión esperaba llegar en pocas horas a la isla donde planeaba vacaciones.
Arcos había habilitado su pasaporte en Buenos Aires, no percibía dificultades por ese lado y todo transcurría en normalidad hasta el momento en que dos funcionarios de Aeroméxico, la compañía en la cual tenía la reserva, de repente le pusieron al tanto de una circunstancia por lo menos perturbadora.
Luego de corroborada su identidad le informaron que habían recibido una comunicación telefónica desde la embajada cubana en Argentina mediante la cual se desautorizaba su viaje. Así, por una simple voz trasmutada a pulsos eléctricos y luego vuelta voz nunca puesta en duda por los funcionarios, se desmoronaron los planes del poeta.
Ese viaje, me dijo cuando charlamos, porque debía escucharlo para escribir esta columna, tenía un propósito puramente personal. Iba junto a su compañera sentimental y planeaba llevarla a zonas exóticas de la geografía que tan bien él lleva en la memoria. Además de esto, y quizá ante todo, se proponía disfrutar la compañía de su madre, a quien vio hace tres años, cuando realizó su hasta hoy último viaje a la isla, el primero después de optar por el exilio.
A Jorge Luis Arcos lo conocí personalmente en 2015, durante un Congreso sobre literatura caribeña en la ciudad de Córdoba en Argentina. Allí constaté que su capacidad intelectual era proporcional a su humanidad, cosa que me hizo respetarlo más, y tomarle cierto afecto, aunque apenas nos veamos. Hasta la fecha le he visto discursar magistralmente sobre Martí, reflexionar sobre los amigos y la realidad cubana, así como confesar la alegría experimentada luego de aquel regreso a Cuba.
Había pasado días increíbles que le permitieron el reencuentro con viejos y queridos colegas suyos. Del mismo modo revivió con su progenitora recuerdos y experiencias antiquísimas, como dormir acurrucado en su cuerpo al estilo de sus años de infancia.
Arcos protagonizó en La Habana la presentación del libro Otros poemas. Textos inéditos de Raúl Hernández Novás, poeta que fue su amigo hasta suicidarse en 1993. Ese material está editado por Casa de las Américas y el prólogo lo escribió Arcos entre España y Argentina.
Sin embargo, ni siquiera para ese momento las cosas fueron demasiado fáciles. Habiéndose puesto al día en materia de trámites burocráticos, en medio de la resolución de sus documentaciones migratorias, supo un día desde la embajada que sus papeles no estarían a tiempo para asistir a la presentación.
Aquel embrollo no fue resuelto hasta que Roberto Fernández Retamar, poeta y ensayista recién fallecido, telefoneó en persona a la sede diplomática y persuadió a los diplomáticos de lo que sucedía con el intelectual que iba a presentar el libro impreso por Casa de las Américas. Después de eso, ningún problema hubo más.
Por cierto, aunque ese libro pertenece al fondo editorial de la institución, el acontecimiento mencionado sucedió curiosamente en la sala Federico García Lorca del centro Dulce María Loynaz. Fue un éxito de público relatado por algunos medios y atrajo a conocedores de Hernández Novás e intelectuales amigos de Arcos, de importancia y autoridad intelectual en Cuba como el propio Retamar, Antón Arrufat o Graziella Pogolotti.
Esta vez no había libros vinculados con él, aunque indirectamente, cosa sobre la que ha reflexionado en las semanas sucesivas al inesperado hecho de la negativa a viajar a su país. Según me ratifica, sí hubo uno lo suficiente potente como para alertar a ciertas falanges del sector cultural o cualquiera sea la capa donde se encuentre el organismo de velar por tales asuntos.
Coincidentemente con su malograda visita a La Habana se presentaría (y se presentó con éxito el 19 de julio en una galería privada) el libro Los Años de Orígenes, obra que es como una bomba creada por Lorenzo García Vega (1926-2012), aquel origenista que desde su exilio en Miami no volvió a Cuba, y, tampoco lo había hecho una obra suya hasta el pasado julio.
“Es un libro maldito”, coinfirma Arcos, quien precisamente se doctoró estudiando a García Vega en la Universidad Complutense de Madrid: “Está censurado, ni las gestiones de la poeta y Premio Nacional de Literatura Reina María Rodríguez han logrado que se publique en Cuba”.
La edición presentada ahora en La Habana ha sido posible gracias a un interesante proyecto editorial con acento lezamiano, impulsado desde varios países, pero con base en México llamado Rialta, detrás del cual están investigadores como Carlos Aníbal Alonso, Juan Manuel Tabío o Jamila Medina y Haydée Arango.
Los de Rialta, me contaba Arcos, enterados de su viaje le pidieron que estuviera en la presentación para la cual habían invitado así mismo a un amigo tanto de Lorenzo García Vega como de él, el poeta y crítico Enrique Saínz.
A todas estas, apesadumbrado pero pragmático, se había instalado en un hotel de Santiago de Chile en el cual pensaba alojarse al regreso de La Habana y con su pareja pasaba esas vacaciones alternativas entre llamadas a la embajada cubana en Buenos Aires, desde donde le aseguraban no saber nada de la negativa para su viaje, y a amigos y familiares.
En eso, su madre se comunicó con él para informarle que gracias a gestiones personajes de la ensayista y amiga Graziella Pogolotti su caso parecía resuelto, que al fin podría viajar a La Habana. Fue así como el poeta se vio en una disyuntiva tan inesperada como la negativa a viajar que lo había estacionado en el invierno cuando deseaba el verano: su economía para el viaje estaba mermada y la circunstancia en la que se había visto envuelto no parecía totalmente clara como tomar una decisión.
Esto, de alguna manera lo cuenta Arcos en un poema que ha titulado “Sincronismos”, pero no es ahí donde encuentro el verso que pudiera darme una pista respecto a un estado emocional que su autor, por cierto, vio mejor retratado mediante la extraña, personal y potente poética de Néstor Díaz de Villegas en otro texto sobre el asunto que este le dedicó en esos días.
Hace mucho tiempo en su “Epístola a Enrique Saínz (o de las conversaciones imaginarias)”, con acento cazaliano adelantaba Jorge Luis Arcos los mismos sentimientos que ahora determinan su incertidumbre, porque también la dicotomía lo persigue desde entonces. Por tal razón aseguran sus versos siempre haber sido el exiliado, pero siempre haber querido regresar.