De lejos luce como cualquier mercadillo de cualquier ciudad, pero al acercarse se percibe un olor penetrante, ocre, a sudor fuerte y pocas duchas, a gente que trabaja duro, muy duro, para ganarse el sustento. Esa fue mi primera impresión al visitar el Rastro de la ciudad de Zaragoza con un frío del carajo, agravado por el puñetero cierzo que sopla tan fuerte en esta zona.
Me fascinan las antigüedades y ya había visitado otro mercadillo similar en la ciudad, justo detrás de la Catedral, pero es un lugar “pijo” como dicen por acá, un espacio visitado por turistas y gente con algo de plata en el bolsillo, con mejores productos y por supuesto, precios más elevados.
Pero el verdadero Rastro de Zaragoza es este, el que se instala cada domingo y miércoles en el estacionamiento sur de las instalaciones edificadas para la Expo del 2008. Literalmente en medio de la nada. Ya varios amigos me habían hablado del lugar, pero siempre en plan de “ahí no vayas”, “no te metas ahí con la cámara” y consejos por el estilo. Definitivamente para muchos en esta ciudad el Rastro no entra en su lista de lugares a visitar.
Yo soy malo oyendo consejos, así que allá me fui. Atraído por mis ganas de curiosear y también por la posibilidad de encontrar alguna ganga fotográfica vintage. La Leica o Hasselblad soñadas, pero a precio de Zenit o Zorki rusa. Y no solo fui, sino que he vuelto varias veces y seguiré yendo todas las que pueda. No creo que encuentre la cámara soñada, pero me la paso bien, el Rastro es como un museo al aire libre en el que, para mayor dicha, puedes tocar todo y hablar con todos. Recomiendo visitarlo.
Como ya dije la primera impresión fue el olor, por decirlo de manera elegante, la segunda fue escuchar tantas lenguas y acentos diversos, como en una torre de Babel. Y es que en el Rastro, en estos tiempos, la mayoría de los vendedores son inmigrantes. Eslavos, africanos, latinoamericanos se mezclan en un ajiaco total. Antes, cuando el rastro se montaba cerca de la plaza de toros era negocio de gitanos, según me cuentan, pero en mis varias incursiones he visto muy pocos.
Los más de 400 puestos que conforman el Rastro de Zaragoza se dividen en dos secciones, por así decirlo. Uno vende ropa, calzado, perfumes y cosas así. Resumiendo, todas las falsificaciones de todo lo falsificable. Eso sí, todo nuevo, aunque sacado de vete a saber dónde; pero muy barato, como en cualquier pulguero del mundo.
El otro es el reino del reciclaje, del todo sirve para todos. En mantas en el piso se vende lo inimaginable, pero usado, objetos que nadie podría decir por cuantas manos han pasado. Juguetes viejos, artículos religiosos, celulares añosos que aún funcionan, o nuevos pero rotos, cables de móviles prehistóricos, mangueras de carros de bomberos, muebles (a veces muy bien conservados), tocadiscos, radios, cuadros o fotografías vintage de familias desconocidas, ropa o zapatos probablemente sacados de basureros, herramientas, tornillos y clavos, libros, discos de acetato y por supuesto (esta es mi sección favorita), viejas cámaras fotográficas, lentes y accesorios.
El Rastro de Zaragoza es el shopping de los pobres, en él muchos de los más vulnerables y desprotegidos encuentran objetos desechados por otros que harán más llevadera su vida.
Se venden y compran cosas increíbles, a precios de risa la mayoría, tan rotas que ni el mismo vendedor sabe si funcionan, pero a las que alguien les sacará algún provecho. El Rastro de Zaragoza, esta torre de Babel con mantas, en la que se regatea en mil lenguas y se vende de todo es un desafío a la puñetera obsolescencia programada. Una prueba de que los objetos que nos rodean pueden durar por los siglos de los siglos y sernos útiles mucho más allá de lo que manda el mercado. Y eso me gusta, tanto como disfrutar de la belleza de lo antiguo.
Gracias, he estado en Zaragoza y no sabía de este rastro, cuando vuelva pasaré por allí