¿Quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos? Son de las grandes preguntas que debe responder la filosofía. Un punto de partida sustancial. Tan ajustado que autoriza el diálogo en cualquier dirección. Nosotros, como cubanos, debemos hacernos las mismas preguntas. Un diálogo introspectivo. Sin embargo, a estas alturas, ¿a quién le interesa quiénes somos? Colgamos de una sola interrogante. Lo que nos define es quizás la duda más cómoda. Aprendemos de nosotros en cada acto, en cada afirmación o negación. Respecto al resto del mundo hispanohablante, ¿en qué diferimos? Porque lo que compartimos lo sabemos.
Revisando Facebook —cosa que hago muy ocasionalmente, cada siete minutos aproximadamente— encuentro publicidad de una cafetería llamada ”La criollita”. Me deja saber que están en Marianao. No tengo muchas referencias sobre sus ofertas y tampoco me interesa.
Sin embargo, me llama la atención el logo. Una sensual muchachita que tapa con su mano una deleitosa sonrisa y con la otra, protege su regazo. Su lánguida y pícara mirada sigue probablemente a su creador, que la valora desde varios ángulos. Quizás coquetee con el cocinero, quizás sea una mímica inocente para conseguir unos gramos adicionales de jamón. A la izquierda desciende su genérico: ”Cafetería”. Porque aunque no lo parezca, lo es. Poco más abajo un selfie, quizás del propio diseñador o del dueño. Contento, seguro de sí mismo. Hace un gesto con la mano que entendemos todos. Pero añade el subtítulo en español. ¡OK! ¡Gracias! Desconfía de nuestra capacidad de lectura. Se nota. El nombre del local confirma el discurso visual, reiterando que la figura sensual que resplandece a su derecha es —precisamente— ella. ¡La Criollita! Otro subtítulo.
Eso somos también: copiosos juglares, bardos narrativos con incontinencia verbal. Improductivamente reiterativos. Esa fe que nos falta en el vecino, en el paisano, la escasa certeza de que nos entendemos, de que no somos una partida de palurdos que necesitan aprender con golpes de regla en el dorsal.
Podemos ilustrar —desde el mismo Facebook— cómo ven otros, en la América hispana, el mismo concepto. Excluimos a los españoles porque entendemos por criollo solamente las perlas que el mestizaje nos ha legado.
La criollita del Espejo nos llega desde la ”hermana” Venezuela. Nunca tuvimos mucho en común con esa tierra. De un tiempo acá nos parecemos cada vez más. Con costas al Caribe compartimos esa desconfianza por la lingüística seca. Su muchachita no se proyecta tan voluptuosamente como la nuestra. Más atenta a las intenciones del creativo, que al parecer, pretende atarla con una cuerda. Sus puntos cardinales son los cupcakes, panes redondos, baguettes y tartas festivas. El logo es ya una carta en toda regla donde descontando lo dulce debemos adivinar las exquisiteces. Y lo verdaderamente suculento debería ser, por su emplazamiento, esta atenta joven con rizos bermejos.
En el extremo opuesto del espectro nos llega desde Miami otro de nuestros statements favoritos: ¡somos los mejores! En La Florida, que es lo mismo que decir, en el mundo real, no hay tiempo para la guanajería. Se trata de lechón, todo el año, llévatelo hoy que mañana no hay. Catering, fiestas, a toda hora. Directo al mentón. Circulen y no ocupen la barra.
En Maipú, Chile, desaparecen los dibujitos. La criollita ofrece la comida de siempre. Bien. Y a casita que el frío pela. En el mismo país, en San Felipe, otra mozuela tal vez demasiado gótica para el amarillo pollito, no despierta demasiados apetitos. Perú nos regala la gráfica más seriecita, más delicada, enfocada en un pucherito muy saleroso que nos hace agua la boca. Y en Bolivia, por Dios, nos dejan saber que en la cima del nevado Sajama —un extinto volcán que tirita de frío— podemos disfrutar de helados bolivianos naturales en una fantástica terraza a más de 6000 metros sobre el nivel del mar con vistas a la cordillera. De octubre a mayo, caen congelados como piedras los cóndores sobre el tejado de la cafetería para regocijo de la docena de turistas que cada año les visitan. Esta gélida criollita nos interpela embalada en varios ponchos de lana de alpaca, lejos de toda luz. Así de aciaga, así de gris.
Otra manera entonces —¿por qué no?— de reconocernos, de saber quiénes somos, a dónde vamos y a qué velocidad… De anticipar lo que nos espera. Mirarnos a nosotros mismos desde diversos ángulos. Diseñadores, los primeros que debemos mirarnos.