Hace unos minutos le comentaba a un amigo que ser interceptado súbitamente por un gato negro seguramente no me provocaría desazón. Dos seguidos, sí. Un susto en el estómago seguro y vértigo en los brazos, como soñar con el demonio. No es superstición, es atávico.
Cuando caminaba las calles del Vedado, casi siempre de regreso a casa, espiaba la retirada de la luz. Cazaba logos y carteles y sucedía a menudo que, cuando encontraba una pieza excelente, ya no tenía suficiente claridad para registrarla. Me forzaba a hacer malabares, a anotar en el teléfono las coordenadas del lugar y a estar atento de volver a pasar. Así perdí muchos.
En tiempos de plena pandemia, cuando la ciudad lucía más o menos desierta, poco antes del toque de queda, el camino se estrechaba, los rincones perdían detalle y ocultaban amenazas incognoscibles. Los pájaros hacían silencio y sólo brincaban gatos de un lado al otro. Y junto a ellos, a veces, rebotaban logos lívidos y asustados desde una dimensión ajena.
Ciniesa fue uno de ellos. Siniestro… Todavía así, literal, no provoca tanto recelo. Pero si fuera una sociedad anónima, una CINIE S.A., por ejemplo, encarnaría el alma aterida de una entidad imposible. El emblema de un espacio gélido, alejado de las calderas del Averno y lejos de las brisas del Reino. Un logo de purgatorio, para resumir. Alelado como una lechuza. Si una ráfaga desprende ese cartel y me cruza de izquierda a derecha no paro de musitar padrenuestros hasta poner todos los pestillos de la puerta.
De niño me llevaban al zoológico. A todos nos llevaron. Los padres están programados para llevarnos al acuario, al parque Lenin, a la playa. Recuerdo el pavor que me daban las puertas negras que escondían panteras u otros felinos perfectamente perceptibles por el olor. Esos gatos enormes y sigilosos me espantaban y valoraba sobrecogido la fortaleza de los barrotes que los contenían. Sospechaba que no podrían detener a un animal enfurecido. Muchas pesadillas tuve en aquellos tiempos con leones fugitivos, rugiendo por la Avenida 23 en la madrugada. En la penumbra de mi cuarto miraba la puerta de madera, podrida de comején.
Así, La Manigua me pudo provocar indirectamente una pesadilla, ya de adulto. Y no sé por qué, si soy sincero. Pero un Centro cultural y recreativo que se llame La Manigua no me deja seguir mi camino en paz. ¿Hay alguna manera productiva de combinar “cultura” y “manigua”? ¿Y diversión? No lo sé. ¿Qué tendrá de manigüero este centro en el medio de la ciudad? Geométrico, constructivista, naturalizado apenas por algunos hierbajos?
La Manigua es páramo de creatividad, juego, ecología, cubanía e inclusividad. Es de todo. Pero verlo así, vacío, en remodelación… enfría el espíritu. El fantasma de Elpido protege la entrada y nos amenaza desde las almenas manigüeras: “The way is shut. It was made by those who are Dead, and the Dead keep it, until the time comes. The way is shut.”