En la entrega pasada hacía referencia al gran número de topónimos que pervivieron de nuestra lengua prehispánica: el aruaco insular, gracias a la cual hoy conservamos el nombre de Cuba. La toponimia, procedimiento que como indica su etimología, consiste en nombrar lugares, es sin duda alguna uno de los campos más fascinantes de la investigación lingüística.
Los nombres de sitios, físicos o geográficos, suelen tener muchas clasificaciones especializadas según tengan relación con el agua (ríos, mares, lagos, océanos…), con los accidentes geográficos (elevaciones, sistemas montañosos, cañones…), con la línea costera (bahías, ensenadas, puntas, cayos…) o con espacios construidos por el hombre (ciudades, pueblos, zonas industriales, calles…). Sin embargo, dentro de estas podemos encontrar categorías aún más específicas relacionadas con características naturales o geográficas, con la flora y la fauna locales, con los recursos naturales, con personajes y hechos históricos, con la religión e, incluso, con características físicas de personas, con estados de ánimo o dolencias, con esferas del trabajo humano típicas de una región e, incluso, con otros topónimos.
Recorrer la geografía cubana atendiendo a su toponimia es, sin dudas, una de las más increíbles aventuras semánticas. No en vano, grandes clásicos de nuestra tradición musical han celebrado esos curiosos trasiegos por nuestros pueblos, comunidades y barrios, tejiendo la tupida red nombres en los que se reúnen historias, leyendas e inexplicables laberintos de la memoria.
Suelen ser más diáfanos en su significación aquellos nombres que traducen un atributo del lugar, ya sea por sus características físicas (Río Hondo, Bahía Honda, Playa Larga, La Sierra, Los Hondones, Hoyo Colorado, Río Seco, Caleta Buena, Varadero), por la abundancia de un cultivo, planta o elemento de la fauna (Caimanera, Caimito, Hicacos, Pinar del Río, La Palma, El Cedro, Los Pinos, Alacranes, Caletones, Boniato, Camarones, Cocodrilo, Manatí, Punta Perdiz, Cayo Jutía) o por la actividad que se realiza (El Cobre, Minas de Matahambre, Minas del Frío, Pilón).
La influencia europea impuso la tradición de nombrar villas y ciudades en honor a varios personajes del santoral cristiano, ampliamente extendidos a lo largo de la isla: San Juan, San Luis, San Cristóbal, San Nicolás de Bari, San Antonio, Santa Clara, San Francisco, Santa Lucía, San José, San Lázaro, San Antonio, San Fernando, Santa María, Santiago… Y también dentro de esa herencia, Santa Cruz, Santa Fe, Sancti Spíritus, Trinidad…
Muchos nombres de lugares preservan la memoria de personajes históricos, bien de raigambre nacional (Martí, Mella, Máximo Gómez, Maceo, Pedro Betancourt, Niceto Pérez, Jesús Menéndez, Isabel Rubio…), latinoamericana (Bolívar, Sandino…) o universal (Colón, Cortés…). Otros recuerdan ciudades del mundo: desde la mítica Troya o Cayo Romano, pasando por las italianas Mantua, Florencia y Gerona, hasta la norteamericana Omaha en el actual Omaja, poblado perteneciente a la provincia de Las Tunas y al que dedicara un excelente libro el Premio Nacional de Literatura, Jaime Sarusky (Los fantasmas de Omaja, 2010). También otros países o regiones nos han prestado sus nombres para nuestra ciudades y poblados: México, Haití, Colombia, Bolivia, Venezuela, Paraguay, Nicaragua, Florida… Algunos apellidos de rango también quedaron inmortalizados en topónimos: Iznaga, Cárdenas, Cifuentes, Cienfuegos, Hershey, Abreus, Orozco…
Los topónimos que hacen alusión a estados de ánimo, partes del cuerpo o características físicas de personas, resultan más difíciles de desentrañar, pero al mismo tiempo son los de mayor connotación a medida que se abandonan los grandes centros urbanos o ciudades de interés provincial y municipal para entrar en el mundo de las historias populares de sujetos y comunidades: La Feíta, La Ciega, Vieja Linda, Muelas Quietas, La Felicidad, El Silencio, La Esperanza, La Fe, La Quijada, El Pellizco…
No menos interesantes son aquellos que nos remiten a funciones muy particulares en un entorno geográfico, como El Cayuco o Aguada de Pasajeros, o los que revelan historias de fusiones y cruces entre nuestros primeros pobladores y los rebeldes esclavos africanos, como Palenque de Yateras, intrincado sitio de la geografía guantanamera que sirvió de refugio a muchos emancipados de las plantaciones.
Ya en el campo de los enigmas y la especulación quedan topónimos a los que el mucho uso les va diluyendo el componente histórico, de manera que los pronunciamos sin reparar demasiado en lo que pudieran significar y quizás muy pocos conserven memoria de su origen. Siempre me ha intrigado, en ese sentido, Güira de Melena, y también me resultan curiosos pequeños enclaves como Cuatro Compañeros o El Sopapo. Siendo yo de Pinar del Río, indagué hace tiempo por uno de los topónimos más extraños de mi provincia: Puerta de Golpe. Y parece haber cierto consenso en que derivó de una especie de talanquera a la entrada de una finca de la zona, cercana al poblado de Alonso Rojas, cuyo mecanismo de cierre incorporaba un peso atado a una cuerda que hacía un fuerte ruido al cerrarla. Así de sencillo aparenta ser el origen.
Pero otros caminos se tuercen hacia la más completa penumbra. Buscando nombres atípicos fui a parar a un pequeño caserío al norte de Chambas, batey de enigmático nombre: Amin Klay. Busqué en la web, en enciclopedias y sitios especializados; horas de rastreo infructuoso. Me vi como Borges perdido en una biblioteca laberíntica. No hay persona detrás de esas palabras, no hay una ciudad ni un puerto. Solo encontré consuelo en un lejano parentesco con la lengua árabe del distante Túnez. Allí perdí la pista y decidí regresar mentalmente a la isla. Algún día iré a Ciego de Ávila, de ahí a Chambas y de ahí a Amin Klay. Por ahora no veo un viaje más interesante.