El otro día, revisando fotos viejas, me acordé del Pensador Interrumpido. Encontré las que le hice el día que lo conocimos. Yo tenía, cuando aquello, una Canon 60D con un lente 50mm 1.8 que tenía un bateo, una anomalía. Una especie de hongo producía una aberración cromática y me encantaba, porque era la metáfora fotográfica de la vida que llevábamos.
Ese día nos sentamos en el Malecón, cerca del 1830, para hacer media hasta la hora de entrar al Bertolt Brecht. Íbamos a ver a Interactivo. Así que lo fotografié un miércoles.
En el piquete éramos cinco y ninguno tenía novia. Eran esos años en los que te empatabas con una jevita en una fiesta y creías, por toda la noche, que era el amor de tu vida. Y ella loca por irse contigo, hasta que le decías que eras de Alamar. En aquella época, hace como diez o doce años, éramos unos pinchadores, unos románticos, unos frikis que cruzábamos el túnel de La Habana y terminábamos en el Vedado con ganas de comernos el mundo. Nos daba lo mismo una rumba en el callejón de Hamel que un party de lujo en un penthouse por el Acapulco. Nos servía un concierto de Silvio en Cayo Hueso y también una fiesta repartera en Habana del Este. Pero el Malecón estaba antes y después de todas nuestras noches. Y cualquier día podía ser atravesado, menos los miércoles de Interactivo.
Llegamos al muro con un vino Soroa. Nos lo tomábamos a pico de botella sin importar que estuviera caliente como un caldo de pollo. Un tipo medio fundido, el Pensador Interrumpido, que en ese momento era solo un pensador, se sentó de frente al mar muy cerca de nosotros. Fue cuando comenzamos a interrumpir sus pensamientos porque nos pusimos a jugar a las películas. ¡Y mira que ese juego nos daba risa!
Al rato, cuando la botella andaba por la mitad, el hombre, ya para entonces el Pensador Interrumpido con todas las letras, vino a hablar con nosotros. “Asere, estoy ostinao, tengo muchos problemas y ahora mismo todos me están dando vueltas en la cabeza. ¿No tendrán un cigarrito que me regalen?”. Tres del piquete fumaban y cada uno le dio un cigarro: un Criollo, un H. Upmann y un Popular. No sé lo que le pasaba al Pensador Interrumpido; pero cuando se vio con los tres bates en la mano, se le olvidó por lo menos la mitad de sus problemas.
Se volvió a sentar de espaldas a la calle, hasta que llegó un chino; que seguramente no era chino, sino coreano, japonés o sabrá Dios; no éramos lo suficientemente respetuosos para distinguir entre asiáticos. El Chino venía con una cámara profesional y, como el atardecer estaba de lujo, quería hacerle una foto al Pensador Interrumpido, que parecía un personaje de Yan Lianke. Pero no quería que se diera cuenta. Cada vez que el Pensador lo miraba, él se hacía el sueco y tiraba una foto al mar. Así pasó un buen rato, en la simulación; porque el tipo lo miraba fijo de vez en cuando, seguro que para pedirle un cigarro.
No sé si El Chino, por fin, hizo la foto que quería, pero yo di tremendo cuero y ahora me vengo a acordar de aquel día, de aquellos años, cuando se podía llegar a cualquier quiosquito a decirle al dependiente: “Buenas, ¿me da un 3.55?”.
Descubriríamos que al Pensador Interrumpido también le gustaba tomar. Era un tipo de esos a los que no se le puede adivinar la edad. Debe haber tenido treinta y pico. No hablaba mucho, pero era chévere. Después del primer día, lo vimos un montón de veces por la misma zona del Malecón. A veces la echábamos ahí mismo en el muro, hasta las 6 o 7 de la mañana, y él se quedaba picándoles cigarros a los que fumaban.
Otras veces se iba con nosotros para alguna fiesta y hasta se montó un par de veces en el P11 para Alamar. Un día nos pasamos más de 24 horas de fiesta. Empezamos en el Malecón y terminamos en Bacuranao. Pensábamos que no iba a resistir, pero era duro de matar, y eso que sospechábamos que nos llevaba unos cuantos años.
Poco a poco se fue abriendo con nosotros y llegamos a saber que sus problemas eran la bebida y el mal de amores. Con nosotros se sentía bien. Un miércoles sacrificamos dos planchaos para comprarle una entrada y que viera Interactivo con nosotros en el Brecht. Los planchaos los colábamos, porque lo caro no eran los 50 pesos de la entrada, sino comprar bebida dentro.
Cuando le presentábamos a alguien al Pensador Interrumpido, decíamos: “un socio de El Malecón” y la gente se quedaba intrigada. Hasta alguna que otra jevita se llevó. Nunca supimos dónde vivía ni si tenía familia. Pero fuimos una luz en su vida. Leíamos a Jack Kerouac, a Allen Ginsberg, a Philip K. Dick, a Bolaño, a Rimbaud. Nos pasábamos los libros de mano en mano hasta que todo el piquete se los había leído. Y él también se los leía, sentado en el muro.
No sé en qué momento dejamos de ver al Pensador Interrumpido. No lo extrañamos nunca. Supongo que la vida iba demasiado deprisa. No sé si fue que maduramos, al punto de aprender a distinguir un chino de un japonés, o si se acabaron los planchaos y con ellos las ganas de vivir de aquel hombre. La única vida que le conocimos fue la que compartimos durante un tiempo ahí, en el Malecón, cerca del “1830”.
Del piquete solo quedamos dos en Cuba, casados y con hijos. El resto se reparte en tres países distintos. El Chino debe seguir haciéndose el “sueco” por algún malecón del mundo. A lo mejor el Pensador Interrumpido dejó la bebida y anda casado por otra provincia. Lo único que perdura de aquella época es el Malecón. Y aunque ya no somos nosotros, siempre habrá otro piquete y otro pensador queriendo en secreto ser interrumpido.