Parecía que todos descargaban su furia contra el mundo en el títere de grandes proporciones con forma de muchos animales a la vez. “Que se lleve la envidia”, “Quememos los vicios y el odio”, “Que se vaya el desamor”, gritaban desde el público. La Quema de la Tarasca, tradición de origen francés recontextualizada por el grupo Gigantería, se convirtió una vez más en acto de fe colectiva, de espiritualidad.
Y el pasado domingo el rito regresó a La Habana, como sucede desde hace cinco años. Según cuenta Roberto Salas, director de los gigantes, en las actas capitulares de la ciudad se menciona la presencia del monstruo en las procesiones del Corpus Christi en tiempos tan lejanos como el siglo XVII.
A la procesión, que comenzó en la Plaza San Francisco de Asís y terminó en La Punta, se fueron sumando las personas, ajenas seguramente a la historia de Santa Marta que encantó con sus plegarias a la bestia en la localidad francesa de Tarascon.
Según la leyenda, los habitantes aterrorizados atacaron a la criatura al caer la noche y murió allí mismo sin ofrecer resistencia. Entonces, la Santa predicó un sermón y convirtió a muchos al cristianismo. En la Tarasca cubana, la religiosa viene acompañando a la fiera domada que se ofrece para ser quemada como chivo expiatorio, dispuesta a demostrar su inocencia con la muerte, a decirnos que el mal no está en ella.
“La forma en que la gente se involucra con este performance demuestra que no aceptamos que los culpables somos nosotros, que seguimos teniendo la costumbre de culpar a otros de nuestros males”, explica Salas, seguro de la importancia de este símbolo para reflexionar sobre nuestras vidas.
Durante la representación, que se extendió por más de cinco horas, ocurrieron fenómenos singulares como la desaparición de las fronteras entre lo que se considera arte y lo que queda fuera de esta clasificación, la emergencia de un espacio de espontánea participación ciudadana. Para María Victoria Ballester, productora de Gigantería, uno de los mayores retos es su carácter imprevisible: “El ambiente modula el acto constantemente y uno de los aspectos más interesantes reside en la cuestión de decir desde lo colectivo. El espectador participa con su lenguaje y lo hace en compañía de otros”.
Los “diablos” danzaban al ritmo de la música que acompañaba el rito, los niños jugaban y los adultos decidían qué destruir. Pero La Tarasca nos miraba, no con la mirada triste de quien está punto de perecer, sino con ojos escudriñadores. “¿Qué vamos a quemar?”, repetía Santa Marta. Y así cada cual se revisaba y lanzaba una frase al viento o escribía en su carapacho, en una especie de confesión múltiple y pública.
La reducción a cenizas del gran títere fue también un hecho de “despojo espiritual”, de esos sucesos que necesitamos para seguir formando parte de este mundo y reafirmarnos como seres que creen en la existencia de una fuerza que nos trasciende.
Se fue por esta vez la criatura mitológica y con ella se despidió también la primera edición del Foro Itinerante de Arte Urbano, donde artistas cubanos y extranjeros convirtieron a La Habana Vieja en plataforma para explorar el espacio público desde la creación.