La Revista Carteles era un lugar que se daba a respetar en todos los sentidos y eso venía desde los tiempos de Alfredo T. Quilez. Fue a este lugar donde Josefina Mosquera, directora de la Revista Vanidades, me llevó. La empresa Artes Gráficas comprendía las impresiones de catálogos publicitarios, envases y, sobre todo, de las dos mejores revistas que se editaban en Cuba en sus respectivas líneas editoriales: Carteles y Vanidades.
Era domingo y Josefina me había recogido en un campamento de verano en la playa de Santa Fe, donde pasé 14 días. Esta fue también, una gestión que hizo por mí el Dr. Ferro, el abogado, para pasar unas buenas vacaciones.
De Josefina se pueden contar infinidad de cosas. No recuerdo si estuve con ella un año o un poco más. Lo que sí puedo decir es que me ayudó y aprendí mucho de sus experiencias. Si no hubiese sido disciplinada y buena trabajadora no podría estar en el cargo al cual llegó. Cuando Quilez, director y dueño de las dos publicaciones, las vendió, ya hacía años que Josefina era directora de Vanidades, la mejor revista de Cuba en su género, y una de las mejores de América Latina.
No había cumplido los trece años cuando me llevó a Carteles. Empezaba el curso escolar y el año venía duro para mí. Dos cosas fuertes acababan de ocurrirme. Había pasado por mi primera aventura seria, en la cual temí por mi vida, y empezaba otra donde, posiblemente, la cambiaría por completo.
La primera fue el 10 de marzo de 1952. Hacía pocos meses que había ocurrido. Y fue bastante dramática para un niño de doce años. Ese día, como siempre, subía por Tejadillo hasta la esquina de la Avenida Monserrate, donde se une también la calle Villegas, que empieza ahí. Desde esa esquina se ve completa la entrada del Palacio Presidencial. Al llegar a la avenida, las tres calles se unen y forman un triángulo. Monserrate, que es la avenida; Tejadillo, que viene subiendo del Este, y Villegas que viene del Sur. Es tan amplio que se ve tanto el Palacio de Bellas Artes como El Palacio Presidencial. En el medio, y, colindando con la calle Zulueta, el Parque Zayas, uno de los más bellos de La Habana. En su centro tenía una fuente que era como un lago, donde nos metíamos, en el verano y jugábamos béisbol con una pelota de goma porque estaba seco.
Este parque se había construido por cuestación popular por los estudiantes y el pueblo en general, en honor al presidente Zayas, por una actitud moral que tuvo y creo que era la única persona viva a quien se le había construido una estatua. El complejo fue terminado y entregado el mismo día en que acabó su mandato de 4 años, para inaugurarlo durante la toma de posesión de Gerardo Machado.
Cuentan que durante los primeros años de su gobierno, cuando se estaba construyendo, surgieron problemas y los estudiantes fueron a derribar la estatua. Cuando ya estaban dispuestos a realizarlo, el presidente bajó de Palacio hasta la escultura y les dijo: “Ustedes tienen ese derecho, ustedes la hicieron. ¡Derríbenla!”. ¡Y se marchó! Nadie se atrevió a tocarla. Muchos años después lo convirtieron en el Memorial Granma, donde están, además del yate Granma, otras piezas de museo como el camión del ataque a Palacio Presidencial, y el Sea Fuire que combatió en Playa Girón.
Me levantaba muy temprano y sobre las 6.45 tenía que caminar hasta la susodicha esquina. Cuando asomé mi cabeza al triangulo que formaban las tres calles, lo primero que vi fue un soldado que venía corriendo y empezó a gritarme que me fuera, que virara. En eso empiezan a sonar unos disparos y escucho a mi madre gritando: “¡Me lo matan!, ¡me lo matan!”. Un soldado histérico soltó: “¡Lléveselo!, ¡lléveselo!” No sabía lo que pasaba, pero salí corriendo loma abajo y llegué en 10 segundos a mi casa, que estaba en los altos de una edificación habanera, en Aguacate y Tejadillo.
Nos enteramos, a las dos de la tarde, cuando acompañaba a mi madre al trabajo, de la muerte de un soldado de la guarnición de Palacio. Había salido con un arma en la mano a gritarles a los del tanque de guerra, que estaba frente a palacio, que se fueran y estos le dispararon. Fue el único muerto. Yo había estado cerca del Palacio presidencial, por casualidad, el día del golpe de Estado donde Fulgencio Batista se hizo del poder en Cuba.
Ahora continúo con Josefina y el segundo acontecimiento importante. Ella, que era muy fuerte, se pasaba la vida ayudando a las personas. Eso sí, tenían que tener la fuerza y disciplina de ella. Pues ese domingo, en vez de llevarme para mi casa, se dirigió para Artes Gráficas. No contaré más, solo diré que me dijo: “A partir del lunes empiezas a aprender conmigo aquí.” Y le pregunte: “¿Y las clases?” “Ya buscaremos, yo te lo pago.
Hay que vivirlo, y con esa edad. Nunca había visto una cosa más fabulosa. Rollos de papeles gigantescos, maquinarias que tenían más de una cuadra de largo. Cuando entrabas a los cuartos donde se realizaban los invertidos, los cuartos eran las cámaras. En una de sus paredes tenía un lente grandísimo que reflejaba la imagen dentro de la habitación. Se tomaba la foto y ahí mismo se revelaba, es decir, dentro de la cámara pues eran grandes imágenes, y el cuarto a su vez era el laboratorio. Fue para mí un domingo fabuloso, tengo que decir que creo en Dios. Todo venía perfecto, perfecto; pero no para mí.
Para ser rápido. Las revistas y periódicos, en temas de diseño se diferenciaban en pocas cosas de una edición a otra. Algunas, por ejemplo: las páginas 23, 24 y 25: reportaje grande. Página 23: título, bajante, créditos y una foto a un 1\4. Página 24: la foto a 3/4 o completa, más texto; y la página 25: foto a 1\2 y texto. Cada página de la revista tenía un diseño estándar. Por lo tanto, no había que diseñar sino solo pegar textos y hacer los cuadros de reservación para las fotos. Lo más aburrido del mundo.
Me daban los cromos impresos. Picaba las tiras con cuidado y las pegaba en la plana. Pegaba los títulos y bajantes y después, con un tiralíneas, dejaba marcado en el papel los espacios que llevarían las fotos. A las fotos se le hacía por detrás, con un lápiz una diagonal para determinar el corte para el espacio del cuadrito que había hecho anteriormente en la plana.
Con Josefina había que tener mucho cuidado, porque era muy exquisita. Si le veía una manchita o un corrimiento de tinta sobre la página que habías pegado, había que oírla. Para que se den cuenta, todas esas páginas pasaban al invertido y así lo blanco se ponía negro y lo negro blanco. Quería decir esto que todo lo que se podía haber manchado, se quitaba sin problema al retocarla. Pues lo único que tenías que hacer, en esa hoja negra, era tapar cuantas manchas rayas y huecos hubiese sobre ella; por supuesto, menos los textos que habías pegado y los cuadros negros para las fotos. Ese trabajo era bello y había que dedicarle tiempo y sabiduría. Solo he contado una parte pequeña, pero eso era un mundo.
Pero no sé por qué Josefina me quería para el trabajo de pega-pega. Le cogí un odio a eso que por la mañana, cuando llegaba y me ponía a preparar mi mesa como me había enseñado, cada vez que iba a colocar el pomo de goma me lo quería comer. Realmente ella enseñaba muy bien. Había que ver la mesa cómo la preparaba para que todo saliera, y lo organizada que te quedaba; pero, con ella no era fácil. El trabajo, no es llegar a las 8.00 am, es empezar a las 8.00. Eso lo aprendí enseguida.
Llevaba ya como 15 días de trabajo cuando ella, que llegaba a las 7 y 15 o 7:20, me preguntó, cuando casi terminaba de organizar mi mesa, que era mi orgullo: ¿A qué hora estás llegando al trabajo todos los días?” “¡A Las 7:30, 7:40!”, le respondí. Y me dijo: “¡Qué bueno!, ¡así lo hace un buen trabajador! Sigue así, ¡pero no vas a triunfar, nunca! Nadie que aspire o piense que quiere ser algo, llega a su trabajo (temprano) como tú, que cuando sacas la cuenta, entre saludos, chismes y preparar el entorno, empiezas a trabajar, como mínimo, a las 8 y 15, o más. Así que estas a tiempo de escoger”. Por supuesto, empecé a llegar a las siete.
Mientras tanto yo me daba escapadas al departamento de dibujo, pues estaba ocurriendo una cosa rara. Ella, que nunca faltaba, unas veces iba y otras no, y por las tardes casi nunca. Mientras, yo hacía mis dibujos, que publicaba en las páginas infantiles de la revista. Ozon, el dibujante, y Andrés García, el autor de las portadas de Carteles, me enseñaron a retocar con brochas de aire y al final terminé retocando todas las letras góticas de El Libro de Cuba, de 1952.
Un día pasó por mi mesa Arturo Alfonso Roselló, encargado de la realización de El Libro de Cuba, de 1952. Me pregunta si habían puesto mi nombre. Le contesto que no. “Ya no hay tiempo, pero yo lo resuelvo”, acotó. Como no había espacio, mandó a utilizar una página trasera que debía quedar en blanco y allí puso: “Agradecemos al dibujante Osvaldo Ozon y a su eficiente auxiliar Ernesto Fernández su labor en este libro”. Y aparece mi nombre por primera vez, a los 13 años en una publicación.
Y acabó todo. Unas semanas después habían vendido la Empresa Artes Gráficas con sus dos revistas, Carteles y Vanidades, a Miguel Quevedo, director de Bohemia. De aquí en adelante, gracias al nuevo director artístico de Carteles, Carlos Fernández, que miren qué casualidad tiene el mismo nombre de mi padre, y se portó conmigo mejor que el mejor de todos los padres, empecé a realizar fotografías.
Fotografías hechas por Ernesto Fernández para la revista Carteles
Cuando entran los nuevos dueños, en la revista se conspiraba mucho. Allí trabajaban Carlos Franqui, Jesús Blanco, Jorge Lezcano, quien al caer preso tuvimos que vaciarle su casilla, para que no le encontraran lo que había allí: panfletos, bonos del Movimiento 26 de julio, entre otras cosas. Franqui había hecho algunas grandes reuniones del 26 en La Habana y dos de ellas, que yo sepa, fueron en la revista. Yo podía entrar a cualquier hora, y dos veces que entré a las 11 de la noche me encontré con más de 20 personas reunidas. La primera vez dieron un salto y todo el mundo se puso de pie. Franqui tuvo que calmarlos, les dijo: ¡No hay problemas! Le dije: “Voy a dormir”, y me contestó: ¿Por qué no te quedas despierto y miras por la ventana del laboratorio por si viene alguien? Así lo hice en dos ocasiones. Jamás hablamos de eso, ni cuando bajó de la Sierra. Estoy seguro que en una de ellas estaba Frank País.
Cardoza, mi amigo, uno de los que más reportajes hizo conmigo en Carteles, emplazaba el periódico Revolución y yo revelaba algunas cosas que me traían y distribuíamos otras. Un muchacho que se llamaba Carlitos, me dio unos rollos para revelar y eran las fotos de Alberto Mora cuando desembarcó en Cuba. En una de las fotos se le ve, era del Directorio, disparando con una ametralladora desde la lancha.
La última consigna del 26 de Julio fue un anuncio en varios periódicos sobre un premio que entregaban a quién adivinara qué cosa era 03C. En la semana final del año se regaron unos papeles que decían: “cero cines, cero compras, cero cabaret”. Esa noche, el 31 de diciembre, estábamos en la casa, pues el ambiente estaba muy malo en La Habana, y entre otras cosas ese era el pedido del 26 de Julio. No salir. Así que nos tomamos una copa de vino a las diez, comimos algo y a la cama. !Feliz 1ro de enero!.