Uno de los barman del célebre bar-restaurante Floridita, en La Habana, suelta orgulloso que el daiquiri que acaba de servirme es el mismo que tomaba Ernest Hemingway. O similar, porque el Premio Nobel de Literatura, ahora esculpido en bronce por el artista Villa Soberón y que mira con sonrisa socarrona desde un extremo de la barra, tomaba sus daiquiri dobles y sin azúcar, porque era diabético.
Sea como sea, la mejor carta de calidad y presentación del Floridita es ufanarse de mantener intacta la receta que hizo popular a este cóctel, en este sitio emblemático de más de dos siglos de existencia, localizado en la esquina de Obispo y Monserrate, en La Habana Vieja.
Es incluso mejor slogan que el que usan para atraer a los turistas. Esa frase del propio Hemingway archiconocida donde hace alusión a sus preferencias de lugares y bebidas en su estadía en La Habana, a mediados del siglo pasado: «Mi mojito en La Bodeguita, mi daiquiri en el Floridita».
Pruebo el daiquiri. Solo un sorbo y sí, es buenísimo. Nos hemos sentado con mi novia en medio de la histórica barra de caoba de 10 metros. Es la original. La de siempre. “Esta madera ha sido testigo en más de 200 años de innumerables historias de borrachos y gente famosa”, le cuento a mi pareja mientras brindamos.
Este emblemático lugar nació en 1819 con el nombre de “La piña del plata”. Era un bodegón y su dueño un comerciante español. En 1898 pasó a llamarse Floridita, adoptando el diminutivo para hacerlo más familiar y diferenciarse del Hotel Florida, instalado muy cerca de allí.
El daiquiri se incorporó a la lista de cócteles en la segunda década del siglo XX. Cuba tenía todo para que esa bebida, llegada desde tierras españolas, triunfase: ron, calor y un hervidero de bares emblemáticos en una ciudad que no dormía.
En esa época, precisamente en 1922 se popularizó el uso de la batidora, elemento fundamental para triturar el hielo. Desde los Estados Unidos comenzó a entrar a Cuba ese artefacto.
De ese modo, el daiquiri comenzó a prepararse con la receta tradicional: una onza y media de ron blanco, una cucharadita de azúcar y jugo de medio limón fresco. Como toque distintivo se comenzó a servir en una copa de boca ancha.
Fue el barman catalán Constantino Ribalaigua Vert quien inventó una receta propia de un daiquiri para el Floridita. Constante, como le decían los asiduos clientes y amigos, inventó el daiquiri frappé nº 4: ron blanco, azúcar, jugo de lima, hielo frappé en abundancia y unas gotas de marrasquino.
Como el daiquiri, los barmans de Floridita comenzaron a ser un sello distintivo. “Tienen la elegancia de un director de orquesta sinfónica y la pulcritud y asepsia de un eminente cirujano cuando va a operar. Son los químicos de la era moderna, botánicos del siglo XVIII, alquimistas del Medioevo que siempre producen oro frío y reluciente”, escribió el gran periodista cubano Fernando G. Campoamor, en una especie de biografía del ron titulada El hijo alegre de la caña de azúcar.
Desde entonces el rugir de batidoras mezclando la fórmula devenida elixir, pasaron a ser parte de la banda sonora del bar-restaurante Floridita junto a los conjuntos musicales que amenizaban las noches del bar a puros sones, guarachas y boleros.
El momento de máximo esplendor llegó en la década del 50. Para entonces todas las figuras famosas que llegaban a La Habana pasaban por Floridita. La lista es larga: Spencer Tracy, Ava Gardner, Gary Cooper, Marlene Dietrich, el duque de Windsor, Luis Miguel Dominguín, el boxeador Rocky Marciano y Errol Flynn, entre muchas celebridades.
Tan lejos llegó la popularidad del establecimiento que en 1953 la famosa revista Esquire distinguió a Floridita como uno de los siete bares con más clase del mundo.
Un poco antes, en la década del 40 es que cae Hemingway en La Habana. Comienza a frecuentar el bar-restaurante. Lleva a todos sus amigos a probar el daiquiri preparado por Constante. Escribe parado en la esquina de la barra. Y cuentan que hasta se enroló en una ocasión a las trompadas en una trifulca con borrachos. Y así, como un cubano más, pasa sus días en Floridita el célebre escritor.
Tanta fue su afinidad con este sitio que el libro “Islands in the Stream”, su novela póstuma publicada en 1970, cuyo manuscrito dejó entre su papelería en Cuba, desarrolla gran parte de la trama en un bar de La Habana.
El relato cuenta la vida del pintor Thomas Hudson. Ahí acentúa sobre el daiquiri que “la bebida no podía ser mejor, ni siquiera parecida, en ninguna otra parte del mundo…”.
En otra parte del libro también se puede leer:
“Había bebido dobles daiquiris helados, de los grandiosos daiquiris que preparaba Constante, que no sabían a alcohol y que al beberlos daban una suave y fresca sensación. Como el esquiador que se desliza desde la cima helada de una montaña en medio del polvo de la nieve. Y luego, después de un sexto u octavo, la sensación de la loca carrera de un alpinista que se ha soltado de la cuerda…”.
Y ahora, en pleno siglo XXI, entre charla y charla con mi novia y el barman, acodados a esa misma barra donde en un extremo está la escultura de Hemingway como en sus buenos tiempos, ya nos hemos tomado tres daiquiris cada uno. Repasamos tantas historias que nos parece haberlas vivido. Esto, gracias al reordenamiento monetario que aunque ha dado muchos dolores de cabeza, ahora nos permite disfrutar del sabroso cóctel en su cuna a 120 pesos cubanos.