Sigo con esta especie de cover de Literatura de izquierda. Abro una vez más el ensayo de Damián Tabarovsky y me encuentro la siguiente frase de Wittgenstein (que no es la que tantos citaban a la menor oportunidad y contra toda lógica —la lógica era el terreno de Wittgenstein— sino otra, que encaja perfectamente a estas columnas): ¿Cómo puedo saber sobre qué estoy hablando, cómo puedo saber qué quiero decir?
Leo:
“No llegar a saberlo nunca, ese podría ser un buen consejo para escritores debutantes. Buena parte de la literatura argentina contemporánea tiene tan claro lo que quiere decir, que a veces es más interesante mirar la televisión.”
¿Donde dice argentina pudiéramos poner cubana? No sé: creo que ni siquiera tenemos de nuestro lado ese defecto, esa claridad. (En cualquier caso, donde dice televisión sí habría que poner Paquete Semanal, que es como la nueva libreta de abastecimiento). Continúa Tabarovsky:
“Esta literatura se pone al servicio de la eficiencia; supone que el lenguaje puede ser eficiente, que tiene que proveerle sus golpes de efecto, sus targets. Fracasa porque trata al lenguaje como una especie de empleado doméstico, y pierde de vista que el lenguaje no es el empleado, sino el patrón. Y frente al patrón, siempre, hay una sola salida: la lucha de clases.”
Bien. Una perspectiva tan estimulante como necesaria. Lucha de clases ya no como tema (¡¡horror!!, ¿seguro?, ¿el horror?) para narraciones, sino, en primer lugar, como actitud ante la página. Decirte a ti mismo soy escritor no es invocar supuestas profundidades y aprendidas destrezas: es postular cierta fibra rabiosa, movilizar cierto rencor de desplazado… Una conciencia de clase.
¿Qué soy? ¿Quién soy? No soy nada. No soy nadie.
Leo:
“En la última década, los mismos valores que deseó la sociedad, también los deseó la literatura argentina: el éxito, el ascenso, los buenos modales, la eficiencia, el efecto de corta duración, la posibilidad de que el lenguaje cumpla una función comunicativa.”
Hace pocos días estaba conversando con unos amigos de esas mismas cosas. La eficiencia. El éxito. Ascender. Es decir: estábamos hablando de dinero, de los buenos modales y el aroma cultural que confiere el dinero. En los últimos años se ha vuelto un motivo recurrente, nuestras enfermizas conversaciones siempre derivan hacia lo mismo: ¿cómo podemos ganar un poquitico de dinero? (En algunas ocasiones en que el deseo se pone violento, hemos llegado a otro nivel de elaboración: ¿qué podemos hacer para que alguien en España o en Miami nos pague mucho dinero?)
Porque el dinero siempre lo tienen otros. El dinero siempre es de los otros. El dinero llama al dinero de los que ya tienen dinero. Y de eso hablábamos, ahora me acuerdo, de aquellos cuyas economías son cada vez más prósperas y sostenibles (omito los nombres para no dar pie al chanchullo, aunque el chanchullo tal vez sea lo único que de verdad tenemos): cuánto costó la casa que se compró A, cuánto cobra B por dar un concierto y C por tirarte unas fotos y filmarte un videoclip; cuánto invirtió XY en su restaurante y a cuánto vendió la artista Z una pieza que a primera vista parece que la pudiste haber hecho tú, con un poco de tiempo y de esfuerzo y una mínima idea (pero tú qué sabes, si tú no eres artista).
Y entonces un amigo me dijo, como me ha dicho otras veces, con la misma sonrisa en los labios:
—Nos hemos equivocado de profesión.
No queda otro remedio, pues, que pensarlo de esa manera: la literatura como la profesión equivocada. Asumirlo sin reservas. Reivindicarlo como una militancia. Hacer de la escritura equivocada —desde su misma raíz: fuera de lugar, fuera de tiempo, fuera de revoluciones— una política literaria.
Uno de los libros visitados en las páginas de Literatura de izquierda es un estudio titulado, significativamente, La nueva pobreza en Argentina. Su autor, el sociólogo Gabriel Kessler, recoge allí la metáfora de la caída como el nudo central del relato que los nuevos pobres hacen de su situación: Vamos cayendo, dicen. Estamos cayendo. Caímos. “La caída adquiere varias formas”, escribe Tabarovsky, “pero hay una más terrible que todas: el derrumbe”.
Palabra clave. Cuando se escribe desde el derrumbe no se sabe lo que puede pasar. Y ese no saber, ese estado de crisis, supone un plus de energía. El derrumbe puede que sea hoy el único punto de partida posible en la literatura cubana.
Ayer leía una entrevista a un narrador argentino, Pedro Mairal, donde decía -refiriéndose a los que estudian Letras y pretenden ser escritores- que: “Vi mucha gente con una vocación literaria no muy fuerte a la que la carrera le quemó la vocación, porque en un momento se daban cuenta de que no eran Shakespeare ni Dostoievski y no escribían más. Tenías que tener una vocación muy fuerte para seguir escribiendo después de estudiar Letras. Tenés que sentir que vos tenés algo para decir, más allá de que ya se escribió todo. Supongo que con la música debe pasar lo mismo; podés ser un melómano y tener todas las melodías del mundo en la cabeza, pero a la hora de hacer una canción tiene que salir una cosa tuya.”
Supongo que la cosa esté en tener conciencia de la derrota, pero aún así lanzarse contra el muro. Va y sale algo.
Saludos,
R