Arnaldo Tamayo Méndez tenía 38 años cuando voló al cosmos. Yo no cumplía aun los cuatro. Para entonces, Tamayo llevaba ya cerca de tres años en el proceso de selección y ardua preparación para el vuelo conjunto soviético-cubano de la Soyuz 38. Yo, en ese lapso, había aprendido cosas muy importantes para cualquier persona, como hablar, caminar y no orinarme en los pantalones, lo cual, sin embargo, no puede ni por asomo compararse con volar hasta la estación orbital Saliut 6 junto al soviético Yuri Romanenko para pasar más de una semana en el espacio y darle la vuelta 128 veces a la órbita de la Tierra.
El 18 de septiembre de 1980, hace cuarenta años, a las 10:11 de la noche hora Moscú, 3:11 de la tarde hora de Cuba, Tamayo y Romanenko despegaron del cosmódromo de Baikonur, en Kazajastán. El cubano viajaba como cosmonauta investigador; el soviético ―que ya había volado a la Saliut en 1977, para pasar más de tres meses e, incluso, hacer una caminata espacial―, como comandante de la nave. En la estación orbital los esperaban los también soviéticos Leonid Popov y Valeri Riumin.
No sé si fue esa noche o en alguna de las seis siguientes, que mi padre me cargó hasta el balcón para mostrarme el cielo estrellado. Por allá arriba, a miles de kilómetros de mi natal Camagüey, en algún punto perdido entre la negrura y el tardío reflejo de las estrellas, volaba el cosmonauta cubano, y todo el país lo celebraba como si fuese la victoria definitiva sobre el imperialismo. Mi padre, que recién había regresado de Bulgaria, de donde me había traído, entre otras cosas, unas inmensas toallas con la imagen sonriente del osito Misha ―la mascota de los Juegos Olímpicos de Moscú 80’―, me dijo algo del cosmos y señaló la noche.
Es ese uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia. Yo, en brazos de mi padre; él, mostrándome el cielo nocturno, sin que pudiese distinguir exactamente lo que me apuntaba. O tal vez no señalaba nada, solo me hacía notar la inmensidad del universo en la que se había sumergido aquel intrépido piloto cubano, negro y oriental por más señas, y luego yo, con los años, le agregué a su gesto los significados que no tenía y por los que nunca llegué a preguntarle.
El vuelo de Tamayo y Romanenko, que formaba parte del programa Intercosmos promovido por la otrora potencia socialista, duraría 159 horas, 49 minutos y nueve segundos. Mientras estuvieron en la Saliut 6 se movieron a poco más de 28.000 kilómetros por hora, unos ocho kilómetros por segundo, con lo que tardaban una hora y media en circunvalar el planeta. El cubano, según ha contado él mismo, no la pasó muy bien al principio y tardó tres días en adaptarse a la ingravidez. No obstante, pudo recuperarse y participó en una veintena de experimentos y trabajos de investigación, la mayoría de ellos propuestos por científicos cubanos. Finalmente, regresó a la Tierra el día 26 junto a Romanenko, y ambos fueron recibidos como héroes y condecorados en Cuba y la Unión Soviética.
Yo, para entonces, estaba lejos de saber qué eran la Guerra Fría y la Carrera Espacial, o cómo funcionaba la propaganda socialista que, rápidamente, aun antes del histórico vuelo, multiplicó el rostro y el nombre de Tamayo por toda Cuba, y convirtió su hazaña en tema de canciones y concursos infantiles. El cosmonauta nacido en Guantánamo, de piel oscura, hijo de una familia humilde, que había hecho carrera en la fuerza aérea cubana hasta alcanzar los grados de teniente coronel, se ensalzó como ejemplo de la grandeza del Socialismo, de que no existían límites para los seres humanos en nuestro luminoso sistema social. Ir al cosmos, después de todo, no era imposible para los nacidos en la Isla.
Con esa imagen crecí, como el resto de mi generación. El sueño de volar al espacio, de descubrir los misterios del universo, de vestir una escafandra y contemplar la Tierra desde la escotilla de una nave, nos alentó a todos en algún momento. No importa que en nuestras fantasías se mezclaran las películas de ciencia ficción con las publicaciones instructivas llegadas muchas veces desde la misma Unión Soviética, los combates de la Guerra de las Galaxias y los animes japoneses con los cuadernos de lecturas escolares que glorificaban la conquista del cosmos. En nuestro panteón estelar, junto a Luke Skywalker y Voltus V, estaba ―quizá no a la misma altura, pero estaba― Arnaldo Tamayo Méndez.
La ilusión se iría disipando de a poco. Los años 80 pasarían sin que ningún otro compatriota le siguiera los pasos a Tamayo. Tampoco él volvió al espacio, como sí lo hizo su compañero Romanenko, quien en 1987 estuvo casi un año en la estación orbital Mir e inscribió definitivamente su nombre entre las leyendas de la cosmonáutica. En lo personal, descubrí que, miope como era, no podría pilotear ni siquiera un módulo de escape, aunque siguiera fantaseando con robots exploradores y espadas láser. Mi padre volvería a Bulgaria y a su regreso definitivo a Cuba terminaría divorciándose de mi madre. El cosmos no fue nunca un tema de nuestras muchas conversaciones desde entonces.
No obstante, yo seguía pensando que antes del 2000 podían pasar muchas cosas. Y pasaron, aunque no precisamente como imaginaba. Entre ellas, el desplome del Campo Socialista, la llegada del Período Especial y la muerte de mi padre.
En los 90, con los constantes apagones y la desaparición de la Unión Soviética, el cosmos se hizo mucho más distante de lo que ya era. Al menos para los cubanos. Encaramarse en una nave espacial y mirar la Tierra desde allá arriba se convirtió definitivamente en una utopía. En una misión ilusoria y sin sentido en medio de tantas carencias, de tantas necesidades terrenales. Los de mi generación ya apenas hablábamos de Tamayo, aun cuando su rostro saliera de tanto en tanto en los periódicos y noticieros, y cuando lo hacíamos no pocas veces afloraban las ―ciertamente injustas― burlas, propias de ese gusto nacional por el choteo, por reír hasta de lo más sagrado. (Recuerdo un chiste recurrente del pre, según el cual el cubano había regresado del espacio con las manos hinchadas, por los manotazos que le daba Romanenko cuando intentaba tocar algo en la nave).
Otros 20 años han pasado desde el 2000. Cuba ya no es ciertamente la misma de dos décadas o, mucho menos, cuatro décadas atrás, aunque en algunas cosas todavía se le parece. Tampoco lo es el mundo. La Unión Soviética no existe y su heredera, Rusia, aunque mantiene activo un programa espacial y ha vuelto a estrechar los lazos con la Isla, no ha invitado a ningún cubano a regresar al cosmos. Los Estados Unidos lideran la carrera espacial y una cubano-americana, la astronauta y cirujana de la NASA Serena M. Auñón ―que como yo tenía tres años cuando Tamayo Méndez voló en la Soyuz 38―, subió al espacio en 2018 llevando unos frijoles negros preparados por su familia.
Sin embargo, más allá de las bromas y el tiempo, la gesta de Tamayo no se ha empequeñecido. Por el contrario. Aun cuando desde entonces hayan volado muchos otros fuera de nuestro planeta, el hoy General de Brigada cubano sigue siendo un pionero: el primer latinoamericano, hispanohablante y afrodescendiente en lograrlo. No por una foto o una campaña política, sino por los hechos que edifican la posteridad. Ese mérito, como el de haber estado entre los primeros cien hombres en viajar al cosmos ―y colocar a Cuba como el noveno país en enviar a uno de los suyos al espacio―, acompañará por siempre su nombre.
A sus 78 años, Tamayo mantiene aquel vuelo fresco en sus recuerdos como si hubiese ocurrido ayer. Y yo, como supongo lo harán muchos otros cubanos, también. Entonces, 40 años atrás, no tenía idea de lo que sucedía, por qué mi padre me cargaba hasta el balcón para mostrarme el cielo estrellado. Pero aquella noche se grabaría definitivamente en mi memoria y daría por siempre al cosmonauta cubano un lugar especial en mis afectos. Aun cuando no lo conozca personalmente. Aun cuando su viaje haya tenido también un sentido político y de propaganda. Hace cuatro décadas él estaba allá arriba, con Romanenko, y yo, acá abajo, en brazos de mi padre. Y eso basta para que, aunque pasen los años, siga estando en mi panteón estelar, junto a Luke Skywalker y Voltus V.