El terror a los dentistas es una especie de epidemia que contagia a la mayoría de los hombres.
Frente al sillón de estomatología los héroes pierden el cartelito. Las piernas tiemblan y las mandíbulas castañean. Alguno, con más medallas que el mariscal Zhúkov, intenta ganar una prórroga, explicándole al doctor que esa tarde tiene un trabajo ineludible, en el que está comprometido con un discurso. Una curita podría ser la solución y, “nos vemos la semana que viene, doctor”. Pero si la semana que viene por casualidad se calma el dolor, entonces la prórroga se prolonga hasta el otro mes. O hasta el próximo año.
Los gabinetes dentales parecen hechos para infundir miedo. Nadie ha dado con un diseño novedoso que inspire confianza y seguridad. Pienso que por la influencia que ejerce, en quienes los bosquejan, esas máquinas extraterrestres que vemos en las películas de Hollywood, provistas de brazos mecánicos y pinchos que penetran por la nariz, los ojos y la boca de los pobres prisioneros terrícolas, para robarles la mente.
El sillón ni el dentista con cara de verdugo de los tiempos de Luis xvi, son los únicos que meten susto en un despacho dental. Las jeringuillas no son como las de inyectar la insulina a los diabéticos, ni las pinzas como las de los electricistas. Tan fácil como sería imitarlas.
Los guapos con caries dicen que ellos no tienen miedo del dentista. Lo que ocurre es que no soportan el chirrido de la maquinita contra la pieza, porque “me erizo”. Otros atribuyen la falta de atención bucal a algún suceso que los traumatizó. Como le ocurrió a mi amigo Reinaldo, a quien por respeto a su dignidad me veo en el deber de cambiar el nombre.
Reinaldo sufre alucinantes dolores de muela. Hace dos años se llenó de valor y decidió ponerles fin. Así, encomendándose a todos los santos, partió de mañana rumbo a la clínica dental. En el ómnibus en que viajaba le pareció encontrar un remedio capaz de aliviar hasta los sufrimientos del infierno. La impresión fue tanta que se olvidó de su penuria.
Y es que junto a él viajaba una criollita como las que dibujaba el humorista Wilson, referente gráfico de la belleza escultural de la mujer cubana.
—¡Ay, mamá! –dijo. Pero lo dijo en voz alta. Y con la gracia espontánea que tienen los cubanos, se atrevió a decir mucho más.
La criollita, que lo era en cuerpo y alma, se sintió ofendida. Lo menos que le dijo fue “insolente y sucio”, y “si yo fuera hombre le partiría la cara”. Entonces saltó el oportunista. Uno de esos que se encuentran en cualquier lugar, a la espera de la ocasión que los saque a flote. “Usté ocúpese de seguir siendo mujer, princesa, que el hombre lo pongo yo”.
Y se armó la pelotera.
Mientras el guapo veía con pesar cómo su “princesa” continuaba viaje en el ómnibus, él emprendía el camino de la estación de policía, acompañado por el elocuente admirador de la muchacha y por los dos agentes de la autoridad que acudieron a las llamadas del chofer del autobús.
Tres horas después, impuesto de una fuerte multa por alteración del orden, Reinaldo llegó por fin a la clínica, con el dolor multiplicado por un sopapo en el lado izquierdo de la cara, justo en el sitio donde la muela se ensañaba con él. Y pendiente de su turno se sentó a esperar.
El anuncio de “Que pase el próximo paciente”, le pareció dicho por una voz conocida; pero el tormento de la pieza dental enferma apenas le permitió reparar en la nimiedad. Arribó a la puerta de la consulta y dentro estaba la criollita del ómnibus, con su impecable bata blanca de estomatóloga, observándolo con la misma incredulidad que la miraba él.
—Siéntese –sonó la invitación, seca y precisa. Pero a Reinaldo le faltó el valor.
—Perdone, doctora –dijo–, me equivoqué de puerta.
Y con la misma se perdió de vista, tragado por el pasillo que conducía a la salida.
Hoy Reinaldo jura que él no se excedió. Y repite el cuento con una autosugestión martirial capaz de provocar la risotada de los oyentes. A su espalda, naturalmente, porque no se le ha ido el mal humor por la perenne tortura de la dichosa muela, ni el temor a dar el salto mortal que le arranque de forma definitiva los horrores de su padecimiento.
(Por: Julio A Martí)